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Come ti amo, la declaración de Popea a Nerón al final de la ópera, cuando todo ha sido destruido y recolocado, llegaba minutos antes de que empezaran a servir el desayuno y despertar a los durmientes. «Por ti amo y por ti vivo, por ti aventuro y por ti viajo, por ti pongo mi vida y la convierto en tesoro.»

Abrió la ventanilla. Alfredo entornó un ojo y ella le plantó un beso.

– ¿Qué estás escuchando? -preguntó con la voz pastosa.

– Una historia de amor como la nuestra.

– ¿Lassie y Flipper? -dijo. Ella se rió y volvió a colocarse los auriculares. El cielo se despejaba y el verde inglés aparecía como un manto. La campiña se pobló de castillos y autopistas y trenes que se movían a toda velocidad. La música le parecía augurar algo brillante, maravilloso, plácido. Un mundo nuevo dentro de lo anciano y reconocido. Sintió el olor de la ciudad mezclándose con los violines que trepaban por entre las palabras cantadas de Popea. No había dormido, tendría un jet lag terrible, pero se sentía feliz. Alfredo la besó y tomó el auricular derecho y, muy cerca, muy próximo a ella, terminaron de escuchar la declaración de Popea al enamorado Nerón. Patricia pensó que eran ellos los que llegaban a Roma, la Roma moderna, la de la esperanza, la libra esterlina y el Puente de Londres.

CAPÍTULO 3

EN LO ALTO DE LA TORRE GHERKIN

– La magia del cóctel consiste en hacerte sentir hombre y creativo. No hay más que eso. -Alfredo apartaba el mechón de pelo de su frente y sonreía como solo él podía a casi doscientas personas sentadas y absortas ante éclass="underline" chinos, japoneses, escandinavos… Una audiencia muy de Londres en un decorado exquisito: la cafetería exclusiva de la torre Swiss Re, el edificio emblemático de Norman Foster en el corazón de la City que sus habitantes rebautizaron como Gherkin, en alusión a su forma de pepino-cohete espacial.

La larga mesa ante la que exponía su arte iluminada desde abajo, con un blanco que iba haciéndose azul a medida que atardecía. Alfredo mantenía la palma de su mano sobre su frente para sujetar con firmeza su pelo y continuar hechizando al personal.

– Una mañana en Buenos Aires, descubrí que los chicos llevaban a sus novias a comer sushi porque explicarles el pescado que iban a comer, cómo introducirlo en la soja, cómo envolverlo con una pizquita de wasabe, facilitaba un lenguaje erótico que dejaba entrever el ritual que ellos mismos estaban deseando realizar. -La audiencia rio, los otros cocineros españoles miraban a Alfredo con la sana envidia española, azuzada sin duda por la fluidez con la que este se desenvolvía en inglés. Patricia, que observaba desde su estratégico rincón, recordó la frase atribuida a Jesús de Polanco: «Un español es una persona que se pasa toda su vida aprendiendo inglés.»

Alfredo sabía conservar la atención de la audiencia, respetar su respiración, encontrar sus carcajadas y entender el aplauso. Sorbió un poco de agua, volvió a apartar el mechón y convirtió su sonrisa en una nueva cascada de frases.

– Comer es siempre algo erótico. Nosotros, los cocineros, debemos llevar hacia cada plato una porción de nuestras fantasías. Todas las cocinas, todas las culturas gastronómicas, contienen un ingrediente explosivo, poderosamente lascivo. Y, entonces, la coctelera, ese mecanismo masculino que te convierte en creador -matizó Alfredo, buscando a Patricia entre los asistentes a su intervención en la Mix Mixers Global Reunión-, se manifiesta como nuestro cuerno de la abundancia. Hay que verla como si fuera un vientre, sí, un vientre, un recipiente materno que podemos asir con nuestras manos, manejarlo y batirlo pensando siempre, siempre, en el amor. Y, al igual que al crear un bocado, el verdadero éxito será ver a esa conquista, a esa fascinada persona del sexo opuesto, llevándose a la boca un trozo de ti que jamás, nunca volverá.

Patricia escuchó el aplauso atronador recostada en una columna situada a la izquierda dentro del impresionante espacio circular, en lo más alto de la torre. Se colocaba siempre a la izquierda para que Alfredo no la viera, pero ella sí pudiera observar cómo sus ojos la buscaban entre los asistentes. Él siempre disfrutaba con ese discurso tan macho de los bocados y los tragos y las pobres argentinas comiendo pescado crudo, pero ella pensaba que usarlo allí, en Londres, y además ante un público que venía a escuchar al Innombrable, que recubre sus apariciones de visiones cósmicas y prácticamente termina vaticinando el futuro, podía suponerles un tito en la culata. Ahora, al oír el interminable aplauso, Patricia aceptaba su equivocación: la intervención de Alfredo era un éxito. La Mix Mixers Global Reunion, el pasaporte necesario para adentrarse en Londres. Los hermanos Casas miraban a Alfredo con evidente recelo. No le extrañaba, su intervención no estaba prevista en la conferencia y fue el cúmulo de emociones que Alfredo y ella despiertan como pareja lo que les consiguió el hueco para participar. Ellos, tan aficionados a ponerles motes a todos sus colegas, pronto escucharán el que se baraja para su unión imbatible: más que «los bellos Patricia y Alfredo» eran, en realidad, «Los Infalibles Bellos».

Todo ocurrió de manera aparentemente accidentaclass="underline" el principal organizador de la reunión acudió a Screams, el restaurante de Alfredo en Nueva York así llamado porque significaba en inglés «gritos», en contraposición a los Murmullos del Innombrable y del tenor mexicano que era su socio, y fue Patricia quien hábilmente le atendió y, en la conversación que mantuvieron, le recordó los inicios de Alfredo como coctelero y su habilidad para contar exquisitas anécdotas de esa etapa. Poco después, el organizador se puso en contacto con ellos contándoles en su correo que tenían prevista una conferencia sobre la importancia del cóctel en la nueva comida del siglo XXI, y entonces Patricia obligó a Alfredo a escribir un artículo sobre los cócteles más sociales para un diario español, tan divertido y sincero que el New York Times lo tradujo para su mítico dominical dentro de un suplemento dedicado al fenómeno español que bautizaron como «Spanish Renaissance» o Renacimiento español. Ambos recortes, gentilmente enviados por Patricia, llegaron, por supuesto, a manos del organizador, y gracias a eso Alfredo Raventós fue uno de los nombres mencionados en la crónica del Time Out, el semanario-biblia de todo lo que se cuece en Londres, acerca de esta reunión global de nuevos cocteleros. El golpe final fue sin duda su propia aparición: vestido con un pantalón pitillo negro y americana deconstruida pero estrecha y, debajo, la camiseta antracita con cuello en uve que alargaba su ya de por sí pronunciado cuello y descubría la nuez, prominente, masculina. Luego venía el mechón, el marrón-verde sin fondo de los ojos, la sonrisa, los dedos de manicura impecable y los zapatos, que Patricia había conseguido esta vez que fueran negros, de cordones e ingleses.

Alfredo vertía un líquido blanquecino sobre unas rebanadas de corvina australiana que había pedido a unos ex surfistas que conoce de otros congresos. Un clásico de su cocina: cóctel de melón blanco y vodka sueco sobre sushi de corvina australiana con arroz de grano muy grande, cortado en dos y prensado con un alga previamente pasada por un platito rebosante de menta líquida. Otra de las reglas de oro de Alfredo: para que un plato triunfe en grandes metrópolis debe sonar cosmopolita. Los americanos, como los ingleses, siempre han comido mal, la historia bien lo sabe, y adoran lo rebuscado. Lo cosmopolita es una forma de globalizar: corvina de un sitio, menta de otro, vodka si es posible más bien de peruanos con antecedentes finlandeses que simplemente ruso.