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Patricia abría sus ojos, nunca tanto como la princesa, y dejaba que la canción hablara por ella: «Tus ojos son los ojos de una mujer enamorada, y aun así cómo podría darte la señal de que eres tú de quien estoy enamorado.» Alfredo la observaba, desde atrás, muy atrás, rodeado de los cocineros españoles que también la observaban, sus ojitos demasiados juntos y cejas superpobladas. La envidiaban, la deseaban, les entusiasmaba su despliegue de feminidad al lado de otra mujer y delante del Innombrable, que se frotaba los labios. Era Londres, era el colapso, era lo que quiera que fuera que guardaba la Modelo en su inhalador. La última fiesta. La canción iba terminando y los cocineros, cada vez más en torno a Alfredo, se disponían a aplaudir y ella sentía su ropa más pesada por los hilos de sudor. Estaba causando un escándalo, probablemente humillando a Alfredo. O, secretamente, lubricándole para que él hiciera lo mismo con la princesa en la siguiente canción. La canción jamás terminaba. Daban vueltas, otra vuelta, cada ventanal convirtiéndose en un ojo divino para Patricia. Un ojo divino fotografiándola en esta última cena.

– Estás borracha, me encanta -declaró la Modelo.

– Nos miran. Y mucho -confesó Patricia.

– Porque ninguna de las dos tenemos celulitis.

Entonces se partieron de risa. Patricia miró profundamente en los ojos de su compañera. Pero ¿qué coño había en ese inhalador de la Modelo que podía pensar en tantas cosas a la vez y seguir un ritmo endiablado? Más que cocaína, seguro. A lo mejor había Viagra muy cortada.

– Patricia, quiero presentarte a… -era la voz de Alfredo y ella, Patricia, el cuerpo más ágil, la melena más rubia, continuaba bailando al lado de la Modelo-, Patricia, por favor, para un segundo, hay gente que creo que es importante que conozcamos.

Patricia se detuvo, peligroso instante, la cabeza le daba vueltas. Sabía con quién hablaba Alfredo, Lucía Higgins Hoz, la Ex todo, como la llamaban Alfredo y ella. Ex cónsul española en Nueva York, ex cónsul más joven de la diplomacia española en Caracas, ex esposa del empresario mallorquín de apellido irlandés, a su vez ex miembro del Partido Socialista mallorquín y ahora extraño tránsfuga… Ay, era agotador. Todos esos españoles que conocía de Nueva York siempre estaban metidos en un lío de dinero, cargos y ex titularidades.

– Patricia, hija, no se puede estar más mona. Y haciendo amistades con esa velocidad tuya -proclamó la Higgins. Estaba más gorda, pensó Patricia, sonriéndole.

– ¿Quién es esa tía? -lanzó Alfredo, en relación a la Modelo, que igual de mareada que Patricia hablaba con los Casas como si estuviera en un barco en movimiento.

– La próxima Kate Moss, Alfredo. Es un lujo que esté aquí, todo el mundo la quiere tener en sus fiestas -informó ipso facto Lucía Higgins.

– Londres debe de estar lleno de futuras Kate Moss -sentenció Alfredo.

– Imagino que os habrá llamado Marrero, ¿no? -continuó Lucía.

Patricia detuvo todo pensamiento y acción. Alfredo manifestó igual tensión en todo su cuerpo.

– No podemos escapar de él, ¿o sí? -dijo, imitando el hábito de Lucía de terminar todas sus frases con una preguntita.

– Dice que no nos preocupemos. Que esto es solo la punta del iceberg, pero que un Titanic solo pasa cada cien años y que en el fondo trae mucha suerte ser testigos y partícipes de un momento histórico, ¿no?

Alfredo se sujetó a Patricia, miraron los dos hacia el suelo para hacerle entender a Lucía que la conversación terminaba.

– Estoy segura de que nos vamos a ver muchas veces en Londres, ¿a que sí, parejita?

Al verla alejarse, Patricia sintió ganas de retomar el baile con la Modelo.

– No me dejes solo, Patricia -advirtió Alfredo.

– Tú sabes todo lo de la cuenta en Aruba -iba a decir «¿verdad?», pero no quería sonar como la recién despachada Lucía-. ¿Sabes que tengo una cuenta en Aruba?

– A instancias de Marrero. Sí, lo sé.

– ¿Y qué más sabes?

– Que estoy hecho para perdonarte -contestó, naturalmente, como si ninguna de sus palabras tuviera importancia-. Está bien el jueguecito con la Modelo, todo el mundo nos mira, pero ya está bien.

– ¿Esta noche decides tú cuándo está bien?

Alfredo tardó en responder. Patricia enfilaba hacia la Modelo.

En la calle no había nadie. Ni un solo manifestante, tan solo una mujer recogiendo periódicos viejos y apartando dos o tres pancartas abandonadas. La Modelo caminaba deprisa, le hablaba y extraía el inhalador de su bolso y apretaba su contenido en sus gargantas, de repente compartiendo un beso por el que viajaba el gas cargado de estimulantes. Patricia volvió su vista hacia el rascacielos donde dejaba abandonado a Alfredo su primera noche en Londres.

Entraron en el coche con chófer. Y Patricia se percató de cómo este se desplazaba por las serpenteantes calles de la City. Serpenteantes como las ambiciones de quienes las recorrían, serpenteantes como las cuevas que debían ocultar debajo de sus superficies, serpenteantes como sus propias ideas, como los movimientos de los dedos de impecable manicura de la Modelo sobre sus piernas, su cuello, la nuca, detrás de sus orejas. Sabía que la Modelo descendería y haría lo mismo que Alfredo en el avión, pero mejor mientras ella abría los ojos y veía el cielo de Londres, la piedra sólida y bruta de las grandes fachadas de los bancos, todo vacío, silencioso, quieto, mientras su ombligo parecía estallar ante cada empuje de la lengua que ahora la recorría.

CAPÍTULO 5

CONTEMPLARÁS LAS RUINAS DE LA NUEVA ROMA

Una cosa que Patricia entendió de los londinenses es que, al igual que los habitantes de Manhattan, engullían letras en las palabras para hablar de una manera característica. Por ejemplo, los de Manhattan no dicen jamás «Hudson Avenue», sino «Haoudson Anue». Y los ingleses, como la Modelo, no dicen «colourless colour» sino «coules colou». Los urbanitas tienen ese defecto, convertir el idioma en algo tan propio que sin desear cambiar sus leyes gramaticales, transforman las palabras en algo que suene a pavimento, luces, impermeables con o sin lluvia. La Modelo se expresaba de esa manera, creando una sensación de subtitulación continua. Puede llegar a ser tierno, pensó Patricia, la putada es que cuando eres extranjero no genera la misma simpatía. Suenas mal, imitador antes que original.

Los acentos son muy importantes para Patricia. Distinguen. Son muy importantes también para los ingleses, llevan pasándose la vida desde que dejaron de ser colonia romana observando y subrayando el origen y originalidad de sus acentos. Era lógico, muy lógico, que aprovechara el tiempo que pasaba junto a la Modelo para perder su cabeza en estas cosas.

Estaba desnuda. La Modelo delante de ella también desnuda a excepción de la cámara fotográfica con que la apuntaba y el sonido de los flashes saltando, pop, pop, pop.

– ¿También eres fotógrafa?

– Nunca sabes cuándo se acaba lo de modelar -respondió la Modelo, fotografiando sin dejar de posar. Patricia observó que en ningún centímetro de su piel había vello. Completamente depilada, como si fuera el maniquí de una tienda de ropa.

– No tengo talento, ninguno, un cero total. Pero la energía de esta ciudad, sabes, te hace pensar que siendo joven tendrás todo, derecho a todo, derecho incluso a tener talento. ¿No lo habías oído antes? -Hablaba deprisa, tragándose todas las letras posibles. Bostezaba, la miraba, la estudiaba, estaba bastante colocada-. ¿Quieres… hablar? ¿Verme? Tocarme -ordenó, alejándose y acercándose como si estuviera en una pasarela.

– Quiero irme -respondió Patricia sintiendo que cada una de sus respuestas la hacían a cada minuto más hispana, y eso la molestaba bastante, porque su cara, su cuerpo y su pelo no tenían un ápice de latino.