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Todos eran de mi madre. Al día siguiente prepararía pollo asado y yo tenía que ir a cenar a su casa. No debía retrasarme, porque el cuñado de Betty Szajack había muerto y la abuela Mazur quería llegar al velatorio a las siete.

La abuela Mazur lee las necrológicas como si fuesen la sección de ocio del periódico. Otros barrios cuentan con clubes y fraternidades, en el que viven mis padres hay funerarias. Si la gente dejara de morir, la vida social del barrio se detendría por completo.

Acabé el helado y metí la cuchara en el lavaplatos. Le di a Rex un poco de alimento para hámster y un grano de uva, y me fui a dormir.

Al despertar, la lluvia tamborileaba sobre la ventana de mi dormitorio y la anticuada escalera de incendios de hierro forjado que hace las veces de balcón. Por la noche, cuando estoy cómodamente acostada, el sonido de la lluvia me encanta. Por la mañana ocurre todo lo contrario.

Tenía que acosar a Julia Cenetta un poco más. Y debía investigar el coche que la había recogido la noche anterior. El teléfono sonó y cogí automáticamente el teléfono móvil sobre la mesita de noche, pensando que era muy temprano para recibir una llamada. Según el reloj digital eran las siete y cuarto.

Era Eddie Gazzara, mi amigo el poli.

– Buenos días. Es hora de ir a trabajar.

– ¿Se trata de una llamada de cortesía?

Gazzara y yo crecimos juntos, y ahora está casado con mi prima Shirley.

– Es una llamada informativa, y no fui yo quien la hizo. ¿Todavía estás buscando a Kenny Mancuso?

– Sí.

– El encargado de la gasolinera al que disparó en la rodilla murió esta mañana.

– ¿Qué pasó? -pregunté, irguiéndome en la cama.

– Otro disparo. Me lo contó Schmidty, que estaba de guardia cuando se recibió la llamada. Un cliente encontró al encargado, Moogey Bues, en la oficina de la gasolinera con un gran agujero en la cabeza.

– ¡Dios!

– Me ha parecido que podía interesarte. Quizá haya alguna relación y quizá no. Puede que Mancuso decidiera que no bastaba con disparar a su amigo en la rodilla y regresase para saltarle la tapa de los sesos.

– Te debo ésta.

– Nos vendría bien que hicieses de canguro el viernes próximo.

– No te debo tanto.

Eddie gruñó y colgó el auricular.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con el secador y me lo remetí bajo una gorra de los Rangers de Nueva York, con la visera hacia atrás. Llevaba téjanos Levis, de esos que tienen botones en lugar de cremallera, una camisa de franela roja sobre una camiseta negra y zapatos Doctor Martens en homenaje a la lluvia.

Tras una dura noche corriendo en su rueda, Rex dormía en su comedero, de modo que pasé frente a él de puntillas. Activé el contestador, cogí mi bolso y mi cazadora negra de cuero y cerré con llave al salir.

La gasolinera se encontraba en la calle Hamilton, no muy lejos de mi apartamento. De camino me detuve en un supermercado y compré un vaso grande de café y una caja de donuts cubiertos de chocolate. En mi opinión, si no tienes más remedio que respirar el aire de Nueva Jersey no tiene sentido ingerir siempre comida sana.

Había muchos polis y coches patrulla en la gasolinera; en el patio trasero, cerca de la puerta de la oficina, había una ambulancia. La lluvia había menguado hasta convertirse en llovizna. Aparqué a media manzana y me abrí paso entre los mirones, con mi café y mis donuts, buscando un rostro familiar.

La única cara conocida era la de Joe Morelli.

Me acerqué a él y le ofrecí un donut. Cogió uno y le dio un bocado de inmediato.

– ¿No has desayunado? -le pregunté.

– Me sacaron de la cama por esto.

– Creí que trabajabas con la brigada antivicio.

– Sí. Walt Becker está encargado de esto. Sabía que buscaba a Kenny y pensó que querría participar.

Ambos dimos cuenta de nuestro donut.

– Bien, ¿y qué pasó? -inquirí.

Un fotógrafo de la policía hacía su tarea en la oficina de la gasolinera. Dos enfermeros aguardaban para meter el cuerpo en una bolsa e irse.

Morelli observó todo aquello a través de la ventana.

– El médico forense calcula que la muerte ocurrió hacia las seis y media. Eso debe de ser cuando la víctima estaba abriendo. Al parecer alguien entró, tan campante, y le disparó. Tres tiros en la cara, de cerca. No hay indicios de robo. El cajón del dinero está intacto. Todavía no hay testigos.

– ¿Una ejecución?

– Eso parece.

– ¿Se hacían apuestas ilegales en esta gasolinera? ¿Tráfico de drogas?

– No que yo sepa.

– Tal vez fue algo personal. Tal vez estuviera tirándose a la esposa de alguien. Tal vez debiese dinero.

– Tal vez.

– Puede que Kenny volviera para silenciarlo.

– Puede -dijo Morelli sin mover un músculo.

– ¿Crees que Kenny haría algo así?

Se encogió de hombros.

– Es difícil saber qué sería capaz de hacer Kenny.

– ¿Has investigado el número de la matrícula del coche de anoche?

– Sí. Pertenece a mi primo Leo.

Enarqué una ceja.

– Es una familia larga -dijo-. Ya no me llevo bien con ellos.

– ¿Vas a hablar con Leo?

– En cuanto salga de aquí.

Tomé un sorbo del humeante café y observé que Morelli miraba fijamente la taza.

– Apuesto a que te gustaría un poco de café caliente.

– Mataría por ello.

– Te daré un poco si me dejas acompañarte cuando hables con Leo.

– Hecho.

Tomé un último sorbo y le entregué la taza.

– ¿Has ido a ver a Julia? -pregunté.

– Pasé por delante de su casa. Las luces estaban apagadas. No vi el coche. Podemos hablar con ella después de hablar con Leo.

El fotógrafo acabó y los enfermeros metieron el cadáver en la bolsa y lo subieron a una camilla. La camilla chirrió al rodar sobre el escalón de la puerta y la bolsa, con su peso muerto, se movió.

El donut me pesaba en el estómago. No conocía a la víctima, pero eso no impidió que sintiera su pérdida. Pena por delegación.

En la escena del crimen había dos detectives de homicidios. Sus impermeables les conferían un aspecto profesional. Debajo del impermeable llevaban traje y corbata. Morelli vestía una camiseta azul marino, téjanos, una americana de lana y zapatillas deportivas. Tenía el cabello húmedo a causa de la llovizna.

– No te pareces a los otros tipos. ¿Dónde está tu traje?

– ¿Alguna vez me has visto llevar traje? Parezco un jefe de sala de casino. Tengo permiso especial para no llevar nunca traje. -Sacó sus llaves del bolsillo y con una señal indicó a uno de los detectives que se iba. Éste asintió con la cabeza.

Morelli conducía un coche del ayuntamiento, un viejo sedán Fairlane marrón con una antena que salía del maletero y una muñequita hawaiana pegada a la ventanilla trasera. Daba la impresión de no poder alcanzar los cincuenta kilómetros en subida. Estaba abollado, oxidado y mugriento.

– ¿Alguna vez limpias este trasto?

– Nunca. Tengo miedo de ver lo que hay debajo de la mugre.

– A Trenton le gusta convertir en desafío eso de hacer cumplir la ley.

– Aja. Ño nos gustaría que fuese demasiado fácil, no resultaría divertido.

Leo Morelli vivía con sus padres en el barrio. Tenía la misma edad que Kenny y trabajaba en la Empresa Estatal de Autopistas, como su padre.

Había un coche azul y blanco aparcado en la entrada de vehículos y la familia al completo hablaba con un uniformado cuando nos detuvimos frente a la vivienda.

– Alguien robó el coche de Leo -dijo la señora Morelli-. ¿Puedes creerlo? ¿Adonde vamos a parar? Esto no ocurría antes en el barrio. Y ahora, ¡mira!

Eso no sucedía nunca en el barrio porque para la Mafia éste era una especie de colonia para jubilados. Años antes, cuando los disturbios de Trenton, a nadie se le ocurrió enviar un coche patrulla para proteger el barrio. Cada viejo combatiente y cada capo se hallaban en el desván buscando su metralleta.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido? -preguntó Morelli.

– Esta mañana -contestó Leo-. Cuando salí para ir al trabajo. No estaba aquí.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Ayer a las seis de la tarde, cuando llegué del trabajo.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Kenny?

Todos los miembros de la familia parpadearon.

– ¿Kenny? ¿Qué tiene que ver Kenny en esto? -inquirió la madre de Leo.

Morelli había vuelto a meterse las manos en los bolsillos.

– Es posible que Kenny necesitara un coche.

Nadie dijo nada.

– Así que, ¿cuándo fue la última vez que alguno de vosotros habló con Kenny? -repitió Morelli.

– Jesús! -exclamó el padre de Leo-. Dime que no le prestaste tu coche a ese estúpido cabrón.

– Me prometió que me lo devolvería enseguida. ¿Cómo iba a saberlo?