Выбрать главу

– Tienes mierda en lugar de cerebro -dijo el padre de Leo-. Eso tienes… mierda en lugar de cerebro.

Le explicamos a Leo que era cómplice de un delincuente y que a un juez eso tal vez no le agradase. Luego le explicamos que, si veía o recibía noticias de Kenny, debía darle el soplo a su primo Joe o a la buena amiga de Joe, Stephanie Plum.

– ¿Crees que nos llamará si tiene noticias de Kenny? -pregunté cuando nos hallamos solos en el Fairlane.

Morelli se detuvo en un semáforo.

– No. Creo que Leo le va a dar la paliza de su vida.

– Como todo buen Morelli.

– Algo así.

– Cosa de hombres.

– Sí, cosa de hombres.

– Y después de que le haya dado la paliza de su vida, ¿crees que nos llamará?

Morelli negó con la cabeza.

– No sabes gran cosa, ¿verdad?

– Sé mucho -dijo con una sonrisa.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Julia Cenetta.

Julia Cenetta trabajaba en la librería de la Univer sidad de Trenton. Primero fuimos a su casa. Nadie contestó, de modo que nos dirigimos hacia la universidad. El tráfico era fluido, pero todos los conductores se mantenían dentro del límite de velocidad. No hay nada como un coche camuflado de la policía para que la velocidad se reduzca al mínimo.

Morelli franqueó la puerta principal y condujo hasta el edificio de ladrillos y hormigón de un solo piso que albergaba la librería. Pasamos por delante de un estanque de patos, una extensión de césped y unos cuantos árboles que aún no habían sucumbido a las inclemencias del invierno. La lluvia arreció, y no parecía que fuese a parar en lo que restaba del día. Los estudiantes caminaban con la cabeza gacha, cubierta con la capucha del impermeable o la sudadera.

Morelli echó un vistazo al aparcamiento de la librería; sólo había lugar donde estacionar en el extremo más alejado. Sin vacilar, se detuvo junto al bordillo en una zona en que estaba prohibido aparcar.

– ¿Emergencia policial?

– Puedes apostar tu culito a que sí.

Julia se encontraba atendiendo la caja, pero nadie compraba nada, de modo que estaba apoyada contra el mostrador, quitándose el barniz de las uñas. Cuando nos vio, frunció el entrecejo.

– Parece un día aburrido -comentó Morelli.

Julia asintió con la cabeza.

– Es por la lluvia.

– ¿Has tenido noticias de Kenny?

Sus mejillas se sonrojaron.

– Lo vi anoche, en cierto modo -dijo, ruborizándose. Telefoneó justo después de que os marcharais, y luego vino a verme. Le dije que queríais hablar con él, que os llamara. Le di vuestra tarjeta con el número del busca y todo.

– ¿Crees que regresará esta noche?

– No. -Negó enfáticamente con la cabeza-. Dijo que no volvería. Dijo que tenía que permanecer escondido porque unas personas lo buscaban.

– ¿La policía?

– No, no creo que fuese la poli; pero no sé a quién se refería.

Morelli le dio otra tarjeta y le dijo con tono perentorio que lo llamase a cualquier hora del día o de la noche si tenía noticias de Kenny.

Me dio la impresión de que no podíamos esperar mucho de ella.

Salimos y, bajo la lluvia, nos dirigimos a toda prisa hacia el coche. Aparte de Morelli, el único indicio de que el Fairlane era de la policía lo constituía un aparato de radio sintonizado en la banda policial. Transmitía mensajes entre ruidos de estática. Yo tenía un aparato similar en mi jeep e intentaba aprender los códigos de la bofia. Como todos los polis que conocía, Morelli escuchaba inconscientemente y procesaba, de manera milagrosa, la incomprensible información.

Salió del recinto y no pude evitar preguntarle:

– ¿Ahora qué?

– Tú eres la que tiene olfato.

– Mi olfato no está sirviéndome de mucho esta mañana.

– De acuerdo, entonces veamos qué tenemos. ¿Qué sabemos acerca de Kenny?

De acuerdo con lo que habíamos presenciado la noche anterior, sabíamos que padecía de eyaculación precoz, pero no me pareció que a Morelli eso le interesara.

– Chico del barrio, estudios secundarios, se alistó en el ejército, del que salió hace cuatro meses. Todavía está en el paro, pero obviamente no le falta dinero. Por razones que no conocemos, decidió meterle una bala a su amigo Moogey Bues en la rodilla. Un poli fuera de servicio lo pilló in fraganti. No tenía historial delictivo y le concedieron la libertad bajo fianza, pero la violó y robó un coche.

– Te equivocas. Le prestaron un coche. Sólo que todavía no lo ha devuelto.

– ¿Crees que eso importa?

Morelli se detuvo en un semáforo en rojo.

– Puede que le ocurriese algo que lo obligara a cambiar de plan.

– Como cargarse a Moogey.

– Según Julia, Kenny tenía miedo porque alguien lo buscaba.

– ¿El padre de Leo?

– No estás tomándote esto en serio -se quejó Morelli.

– Me lo estoy tomando muy en serio. Ocurre, sencillamente, que no tengo muchas respuestas, y no veo que estés compartiendo tus pensamientos conmigo. Por ejemplo, ¿quién crees que anda buscando a Kenny?

– Cuando a Kenny y a Moogey los interrogaron acerca del tiroteo, ambos dijeron que fue por razones personales y se negaron a hablar de ello. Puede que estuvieran metidos en un negocio sucio.

– ¿Y qué?

– Y nada más. Eso creo.

Lo miré fijamente por un instante, tratando de decidir si me ocultaba algo. Era probable, pero no había manera de saberlo con certeza.

– De acuerdo. -Suspiré-. Tengo una lista de amigos de Kenny. Voy a investigarlos. -¿Dónde has conseguido esa lista?

– Información privilegiada.

– Allanaste su apartamento y robaste su libreta negra -dijo Morelli, con expresión de sentirse ofendido.

– No la robé. La copié.

– No quiero saberlo. -Echó un vistazo a mi bolso-. No llevas un arma oculta, ¿verdad?

– ¿Quién, yo?

– Mierda. Tengo que estar loco para trabajar contigo.

– ¡Fue idea tuya!

– ¿Quieres que te ayude con la lista?

– No -respondí. Habría sido como regalar un billete de lotería a un vecino y que ganara el gordo.

Morelli se detuvo detrás de mi jeep.

– Tengo que decirte algo antes de que te vayas.

– ¿Sí?

– Odio esos zapatos que llevas.

– ¿Algo más?

– Siento lo de tu llanta anoche.

Seguro que lo sentía.

A las cinco de la tarde tenía frío y estaba empapada, pero había terminado con la lista. Había combinado llamadas telefónicas con interrogatorios personales, y había sacado muy poco en claro. La mayoría era gente del barrio y conocía a Kenny de toda la vida. Nadie reconoció haber tenido contacto con él después de su detención, y yo no tenía por qué creer que mentían. Nadie sabía que Kenny y Moogey estuviesen metidos en negocios o tuvieran problemas personales. Varias personas hablaron del carácter inestable de Kenny y de su mentalidad oportunista. Eran comentarios interesantes, pero demasiado generales para que fuesen de utilidad. En algunas conversaciones hubo largas pausas que hicieron que me sintiese incómoda y me preguntase qué me ocultaban.

Como último esfuerzo del día había decidido registrar de nuevo el apartamento de Kenny. Dos días antes el encargado, creyendo sin duda que yo era una especie de representante de la ley, me había dejado entrar. Cogí subrepticiamente unas llaves de recambio mientras admiraba la cocina, y ahora podía entrar a hurtadillas cuando me apeteciera. No era demasiado legal, pero si me pillaban sólo supondría una pequeña molestia.

Kenny vivía cerca de la carretera 1 en un gran edificio de apartamentos llamado El Robledal. Como allí no se veía ningún roble, supuse que los habían talado para levantar el bloque de tres pisos que anunciaban como viviendas de lujo al alcance de todos.

Aparqué en un espacio libre y entrecerré los ojos para ver la entrada iluminada a través de la oscuridad y la lluvia. Esperé un momento, mientras una pareja bajaba de un salto de su coche y entraba corriendo en el edificio. Saqué del bolso de cuero negro las llaves de Kenny y mi pulverizador de gas nervioso y los metí en el bolsillo de mi chaqueta, y con la capucha de ésta me tapé el cabello húmedo. Bajé del jeep y sentí que el frío se filtraba a través de mis téjanos mojados. ¡Menudo veranillo de San Martín!

Crucé el vestíbulo con la cabeza gacha y todavía tapada con la capucha. Tuve suerte: el ascensor estaba vacío. Subí al segundo piso y recorrí apresuradamente el pasillo hasta el número 302. Agucé el oído. Nada. Llamé a la puerta. Volví a llamar. Nada. Metí la llave en la cerradura y, tratando de dominar los nervios, entré rápidamente y encendí las luces de inmediato. El apartamento parecía vacío. Eché un vistazo a todas la habitaciones y decidí que Kenny no había estado allí desde mi última visita. Comprobé su contestador. No había mensajes.

Antes de abandonar el apartamento, apliqué el oído a la puerta. Silencio. Apagué las luces, respiré hondo y salí. Resoplé, aliviada de haber terminado y de que nadie me hubiese visto.