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Al llegar al vestíbulo me dirigí directamente hacia los buzones y examiné el de Kenny. Estaba repleto de correo; quizá me ayudase a encontrar a Kenny. Por desgracia, fisgar en el correo ajeno es un delito federal, y ya no digamos robarlo. Estaría mal, pensé. El correo es sagrado. Sí, pero, un momento, ¡tenía una llave! ¿Acaso no me daba eso derecho? Apreté la nariz contra la apertura y miré dentro. La factura de la compañía telefónica. No podía resistir la tentación. Demencia pasajera. Sí, señor, decidí que era presa de un ataque de demencia pasajera.

Tomé aire, metí la llave en la diminuta cerradura, abrí el buzón, cogí el correo y lo guardé en mi bolso negro. Cerré la pequeña puerta y me marché. Estaba sudando, quería llegar a mi coche antes de recuperar la cordura.

2

Me senté al volante, aterida, cerré las portezuelas con seguro y miré furtivamente alrededor por si alguien me había visto cometer un delito federal. Apretaba el bolso contra el pecho y unos puntitos negros bailaban delante de mis ojos. De acuerdo, no era la más fría de las cazadoras de recompensas, pero tampoco la peor.

Metí la llave en el encendido, arranqué el motor y salí del aparcamiento. Puse en el radiocasete una cinta de Aerosmith y subí el volumen al llegar a la carretera 1. Estaba oscuro, llovía y la visibilidad era mala, pero me encontraba en Nueva Jersey y los de aquí no reducimos la velocidad por nada. Frente a mí se encendieron las luces de frenado de otros coches, pisé el freno y el jeep se detuvo coleando. El semáforo se puso en verde y todos arrancamos pisando el acelerador a fondo. Crucé dos carriles para dirigirme hacia la salida y llegué antes que un Beemer, cuyo conductor hizo sonar el claxon y me miró con furia.

Respondí con un gesto burlón e hice un comentario acerca de su madre. Nacer en Trenton supone cierta responsabilidad en esas circunstancias.

El tráfico avanzó a paso de tortuga por las calles de la ciudad y sentí alivio al cruzar por fin las vías del tren y percibir que el barrio se aproximaba y me absorbía. Llegué a la calle Hamilton y un devastador sentimiento de culpabilidad cayó sobre mí.

Cuando aparqué junto al bordillo, mi madre se hallaba observándome a través de la puerta mosquitera.

– Llegas tarde.

– ¡Dos minutos!

– He oído sirenas. No te habrá retrasado un accidente, ¿verdad?

– No, no me ha retrasado ningún accidente. He estado trabajando.

– Deberías conseguirte un trabajo de verdad. Algo fijo con horario normal. Tu prima Marjorie ha conseguido un buen puesto de secretaria en J amp; J. Me han dicho que gana mucho dinero.

La abuela Mazur estaba en el vestíbulo. Vivía con mis padres, ahora que el abuelo Mazur engullía en el más allá su acostumbrado desayuno de dos huevos y un cuarto kilo de beicon.

– Más vale que nos pongamos a cenar, si queremos ir al velatorio -dijo-. Sabes que me gusta llegar temprano, para conseguir un buen asiento. Y hoy irán los Caballeros de Colón, ya sabes, esa organización de beneficencia. Habrá una multitud. -Se alisó el vestido-. ¿Qué te parece este vestido? ¿Crees que es demasiado vistoso?

La abuela Mazur tenía setenta y dos años pero sólo aparentaba noventa. La quería mucho, pero en ropa interior parecía una gallina flaca. El vestido, entallado en la cintura, era de un rojo chillón con deslumbrantes botones dorados. -Es perfecto -contesté. Sobre todo para asistir a un velatorio, pensé. Mi madre llevó un cuenco de puré de patatas a la mesa.

– Ven a comer -me ordenó-, antes de que esto se enfríe.

– Bueno, ¿y qué has hecho hoy? -preguntó la abuela Mazur-. ¿Has tenido que pegarle una paliza a alguien?

– Me he pasado el día buscando a Kenny Mancuso, pero no he tenido suerte.

– Kenny Mancuso es un gandul -comentó mi madre-. Todos los varones Morelli y Mancuso lo son. No se puede confiar en ellos.

Miré a mi madre.

– ¿Has sabido algo de Kenny? ¿Qué se dice de él por ahí?

– Sólo que es un gandul. ¿No basta con eso?

En el barrio, ser gandul no es nada extraño. Las mujeres Morelli y Mancuso son intachables, pero sus hombres son unos pelmazos. Se emborrachan, son groseros, abofetean a sus hijos y ponen cuernos a sus esposas y novias.

– Sergie Morelli irá al velatorio -informó la abuela Mazur-. Con los Caballeros de Colón. Puedo hacerle algunas preguntas, si quieres. Él ni se daría cuenta. Siempre ha estado enamorado de mí, ¿sabes?

Sergie Morelli tenía ochenta y un años, y de sus enormes orejas salían pelos grises que parecían cerdas. Supuse que no sabría dónde se escondía Kenny, pero en ocasiones algunos detalles insignificantes resultan útiles.

– ¿Y si fuera al velatorio contigo? Podríamos interrogar a Sergie juntas.

– Está bien. Pero no me reprimas.

Mi padre puso los ojos en blanco y se llevó un trozo de pollo a la boca.

– ¿Crees que debería llevar un arma? -preguntó la abuela-. Sólo por si acaso.

– ¡Oh, Dios! -exclamó mi padre.

De postre había tarta de manzana, todavía calentita. Las manzanas estaban ácidas y cubiertas de canela. La pasta, hojaldrada, dulce y crujiente. Comí dos porciones y estuve a punto de tener un orgasmo.

– Deberías abrir una pastelería -dije a mi madre-. Ganarías una fortuna con tus tartas.

Estaba ocupada amontonando platos y recogiendo cubiertos.

– Con cuidar la casa y a tu padre me basta. Además, si tuviese que trabajar, me gustaría ser enfermera. Siempre he pensado que sería una buena enfermera.

Todos la miramos boquiabiertos. Nunca había hablado de ello. De hecho, nadie la había oído expresar ninguna ambición que no estuviese relacionada con fundas nuevas para los muebles o cortinas nuevas.

– Podrías retomar los estudios -propuse-. En la universidad local existe una carrera de enfermería.

– A mí no me gustaría ser enfermera -intervino la abuela Mazur-. Tienen que ponerse esos horribles zuecos blancos con suela de goma y se pasan el día vaciando orinales. Si buscara trabajo, me gustaría ser actriz de cine.

Hay cinco funerarias en el barrio. El cuñado de Betty Szajack, Danny Gunzer, estaba en la de Stiva.

– Cuando muera asegúrate de que me lleven a la funeraria de Stiva -pidió la abuela Mazur mientras íbamos hacia allí-. No quiero que ese chapucero de Mosel se haga cargo del servicio. No sabe cómo maquillar. Usa demasiado colorete. Nadie parece natural. Y no quiero que Sokolowsky me vea desnuda. He oído cosas raras acerca de Sokolowsky. Stiva es el mejor. Todo el que se precie va a la funeraria de Stiva.

La funeraria de marras se hallaba en la calle Hamilton, no muy lejos del hospital de Saint Francis, en una gran casa de estilo Victoriano rodeada de un amplio porche. Era blanca, con contraventanas negras y, en deferencia a los ancianos, había una moqueta verde que iba desde la acera hasta la puerta principal. Una entrada para coches llevaba a la parte trasera, donde había un garaje con capacidad para cuatro coches. Al lado, frente al camino de entrada, habían añadido un ala construida en ladrillo. En ella había dos salas para velar a los difuntos. Nunca había visitado todas las instalaciones, pero supuse que el lugar donde los embalsamaban también se encontraba allí.

Aparqué junto al bordillo y ayudé a la abuela Mazur a bajar del jeep. Ella había decidido que no podría sonsacar bien a Sergie Morelli si llevaba sus zapatillas de deporte acostumbradas, por lo que ahora se balanceaba precariamente sobre unos zapatos de tacón de charol negro. Según ella, era el calzado preferido de los muchachos.

La así firmemente del codo y la guié escalones arriba hacia el vestíbulo, donde los Caballeros de Colón se agolpaban, luciendo sus fantasiosos sombreros y fajines. Todos hablaban en voz baja y la nueva moqueta apagaba el ruido de los pasos. El aroma a flores era abrumador, mezclado con el olor penetrante a pastillas de menta que no lograban disimular el aliento a whisky de muchos de los presentes.

Constantine Stiva, al que llamaban Con, había abierto su negocio treinta años antes y desde entonces, cada día, había presidido los velatorios. Era un sepulturero consumado: en su rostro siempre había una expresión de circunstancias; su frente, alta y pálida, era tan consoladora como unas natillas, y sus movimientos, discretos y silenciosos. Aquél era Constantine Stiva, el embalsamador sigiloso.

Su hijastro Spiro empezaba a hacer sus pinitos como enterrador; se mantenía al lado de Constantine en los velatorios vespertinos y lo ayudaba en los entierros matutinos. Estaba claro que en la vida de Constantine Stiva la muerte lo era todo. Para Spiro parecía más bien un deporte. Sus sonrisas de condolencia no resultaban nada convincentes. Si tuviese que adivinar cuáles eran sus placeres profesionales me inclinaría por la química, o sea, las mesas de disección y los arpones pancreáticos. La hermanita de Mary Lou Molnar fue al colé con Spiro e informó a Mary Lou que Spiro había guardado los recortes de sus uñas en un frasco.