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– La tarta de manzana de mi madre. Bueno, ¿qué debo hacer? ¿Debería abrir los sobres con vapor o algo así?

Morelli dejó caer los sobres al suelo y los restregó con el zapato. Los recogí y los examiné. Estaban rotos y sucios.

– Ya estaban así cuando los entregaron -dijo-. La factura del teléfono primero.

Eché un vistazo a la factura y sorprendió descubrir que había cuatro llamadas al extranjero.

– ¿Qué te parece esto? ¿Conoces los prefijos?

– Los dos primeros son de México.

– ¿Puedes averiguar a quién pertenecen?

Morelli dejó su plato en la encimera, levantó la antena de mi teléfono móvil y marcó un número.

– Oye, Murphy, necesito que me consigas los nombres y las direcciones de unos números de teléfono.

Leyó los números en voz alta y comió mientras esperaba. Unos minutos después, Murphy volvió a hablar y Morelli le agradeció la información. Al colgar el auricular, me miró con la expresión impasible propia de un poli.

– Los otros dos son de El Salvador. Es todo lo que Murphy ha podido averiguar.

Cogí un trozo de pollo de su plato y le di un bocado.

– ¿Por qué llamaría a México y a El Salvador?

– Quizá esté planeando tomarse unas vacaciones.

No confiaba en Morelli cuando se ponía afable. Normalmente, sus emociones se dibujaban en su cara.

Abrió la factura de la tarjeta de crédito.

– Kenny ha estado ocupado. El mes pasado hizo compras por valor de casi dos mil dólares.

– ¿Algún billete de avión?

– Ningún billete de avión. -Me entregó la factura-. Míralo.

– Casi todo es ropa. Toda en tiendas locales. -Dejé las facturas sobre la encimera-. Acerca de esos números de teléfono…

Morelli hurgaba el contenido de la bolsa de comestibles.

– ¿Eso que veo es tarta de manzana?

– Si la tocas eres hombre muerto.

Morelli me dio un golpecito en la barbilla.

– Me encantas cuando te pones en plan duro. Me gustaría quedarme y oír más, pero tengo que irme.

Salió del apartamento y se metió en el ascensor. Cuando las puertas de éste se cerraron, me di cuenta de que se había largado con la factura de teléfono de Kenny. Me di un golpe en la frente con la palma de la mano.

– ¡Maldición!

Me quité la ropa mientras me dirigía hacia el cuarto de baño y tomé una ducha muy caliente. Después cogí un camisón de franela, me lo puse, me sequé el cabello con una toalla y, descalza, fui a la cocina.

Comí dos porciones de tarta de manzana, di a Rex dos trocitos y me acosté, pensando en los ataúdes de Spiro. No me había dado más información. Sólo que habían desaparecido y que tenía que encontrarlos. No estaba segura de cómo podía uno perder veinticuatro ataúdes, pero supongo que todo es posible. Le había prometido que regresaría sin la abue la Mazur para hablar de los detalles.

A las siete de la mañana me levanté de la cama y eché una ojeada por la ventana. Ya no llovía, pero el cielo seguía nublado, y lo bastante oscuro para dar la impresión de que era el fin del mundo. Me puse shorts, una camiseta y mis zapatillas de deporte. Lo hice con el mismo entusiasmo con que me enfrentaría al cadalso. Trataba de correr al menos tres veces por semana. Nunca se me ocurrió que podía disfrutar con ello. Corría para compensar la ingesta ocasional de cerveza y porque era bueno ser más veloz que los chicos malos.

Corrí poco más de cuatro kilómetros, entré tambaleándome en el vestíbulo y subí a mi apartamento en el ascensor. No había motivo para exagerar con eso del ejercicio.

Preparé café y me di una ducha rápida. Me puse unos vaqueros y una camisa tejana, engullí una taza de café y me cité con Ranger para desayunar media hora más tarde. Yo tenía acceso al submundo del barrio, pero él tenía acceso al submundo del submundo. Conocía a camellos, chulos y traficantes de armas. El caso de Kenny empezaba a preocuparme, y quería saber por qué. No es que afectara mi trabajo. Mi misión era muy clara: encontrar a Kenny y entregarlo. Mi problema era Morelli. No confiaba en él y odiaba la idea de que dispusiese de más información que yo.

Ranger ya se encontraba sentado a una mesa cuando llegué a la cafetería. Vestía téjanos negros, botas negras de piel de serpiente, muy brillantes -y hechas a mano- y una camiseta negra ceñida que hacía resaltar su torso y sus bíceps. En el respaldo de su silla, había una cazadora de cuero negra, medio ladeada debido al ominoso peso de un arma.

Pedí chocolate caliente y tortitas de arándano con mucho jarabe de arce.

Ranger pidió café y medio pomelo.

– ¿Qué hay?

– ¿Te has enterado del tiroteo en la gasolinera Delio's, en la calle Hamilton? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– Alguien se cargó a Moogey Bues.

– ¿Sabes quién fue?

– No tengo un nombre.

La camarera apareció con el chocolate y el café. Esperé a que se marchara antes de hacer la siguiente pregunta.

– ¿Qué tienes, entonces?

– Muy malas vibraciones.

Tomé pequeños sorbos del chocolate caliente.

– Yo también las tengo. Morelli dice que busca a Kenny Mancuso para hacerle un favor a la madre de éste. Creo que hay más.

– ¡Ay, ay, ay! ¿Has estado leyendo novelas policiacas otra vez?

– Bueno, ¿qué crees? ¿Has oído algo raro acerca de Kenny Mancuso? ¿Crees que es el responsable de la muerte de Moogey Bues?

– Creo que eso no tiene por qué importarte. Tu misión es encontrarlo y entregarlo.

– Por desgracia, no tengo ninguna pista.

La camarera trajo mis tortitas y el pomelo de Ranger.

– Caray, eso parece delicioso -comenté mirando el pomelo, mientras echaba jarabe de arce sobre mis tortitas-. Puede que la próxima vez pida uno.

– Ándate con cuidado. No hay nada más feo que una vieja blanca gorda.

– No estás ayudándome mucho.

– ¿Qué sabes de Moogey Bues?

– Sé que está muerto.

Ranger comió un gajo de pomelo.

– Podrías investigarlo.

– Y mientras lo investigo, tú podrías parar las orejas.

– Kenny Mancuso y Moogey no solían moverse por mi barrio.

– De todos modos, no se perdería nada.

– Eso es cierto.

Acabé mi chocolate caliente y mis tortitas y deseé haberme puesto un jersey para poder bajarme la cremallera de los téjanos. Eructé discretamente y pagué la cuenta.

Regresé a la escena del crimen y le dije al propietario de la gasolinera, Cubby Delio, quién era y qué hacía.

– No lo entiendo -dijo-. Hace veintidós años que tengo esta gasolinera y nunca he tenido problemas.

– ¿Cuánto tiempo llevaba Moogey trabajando para usted?

– Seis años. Empezó cuando iba al instituto. Lo echaré de menos. Era simpático y uno podía fiarse de él. Siempre abría por las mañanas. Nunca tuve que preocuparme por nada.

– ¿Alguna vez le habló de Kenny Mancuso? ¿Sabe usted por qué estaban peleados?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué hay de su vida privada? -pregunté.

– No sé mucho acerca de ella. Era soltero y, que yo sepa, no tenía novia. Vivía solo. -Revolvió unos papeles en su escritorio y encontró una lista de empleados muy ajada y manchada-. Ésta es su dirección en Mercerville, cerca del instituto. Acababa de mudarse. Había alquilado una casa.

Apunté la información, le di las gracias y regresé a mi jeep. Enfilé Hamilton, doblé en Klockner, pasé por delante del instituto Stienert y giré a la izquierda hacia una calle de chalets. Los jardines estaban bien cuidados y cercados para proteger a niños pequeños y perros. Las casas eran casi todas blancas con contraventanas de colores pastel. En los caminos de acceso había pocos coches. Era un barrio de familias en que trabajaban los dos miembros de la pareja. Todos estaban trabajando, ganando suficiente dinero para pagar al jardinero, a la sirvienta y la guardería de sus hijos.

Miré los números de las casas hasta llegar a la de Moogey. No se diferenciaba de las demás y nada indicaba que acababa de ocurrir una tragedia.

Aparqué, crucé el jardín y llamé a la puerta. Nadie acudió a abrir. No esperaba que lo hicieran. Eché un vistazo a través de una ventana estrecha que flanqueaba la puerta, pero vi muy poco: un vestíbulo con suelo de madera, escalera alfombrada, un pasillo que iba del vestíbulo a la cocina. Todo parecía en orden.

Regresé a la acera y me dirigí hacia el garaje. Miré dentro. Había un coche y supuse que era de Moogey. Un BMW rojo. Se me antojó un poco caro para un tipo que trabajaba en una gasolinera, pero ¿qué sabía yo? Apunté el número de la matrícula y volví a mi jeep.

Me encontraba sentada al volante, preguntándome qué hacer a continuación, cuando sonó mi teléfono móvil.

Era Connie, la secretaria de la agencia de fianzas.

– Tengo un caso fácil para ti. Pásate por la oficina cuando puedas y te daré el expediente.

– ¿De verdad es tan fácil como dices?

– Se trata de una vagabunda. La viejecita de la estación de ferrocarril. Roba ropa interior y se olvida de que debe presentarse en el juzgado. Lo único que tienes que hacer es recogerla y llevársela al juez.