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– Sí, Laura Adele Dalton para siempre.

Reposaron lánguidos en el bienestar posterior, pensando en ello, hasta que las tablas sobre las que Laura estaba apoyada hicieron llegar su mensaje.

– Rye.

El aludido abrió los ojos y levantó la cabeza.

– ¿Eh?

– Este suelo es más duro que el del almacén del viejo Hardesty.

Sonriendo, la levantó, poniéndola a horcajadas encima de él de modo que los cuerpos se unieran.

– Pero funciona bien, ¿eh?

Laura le enlazó los brazos al cuello y se apretó sobre él.

– Maravilloso.

– Tú eres maravillosa. Eres más que maravillosa. Eres… estupenda.

Apoyada en el pecho de su esposo, rió sin ruido.

– Estupenda o estúpida. Creo que tengo astillados los huesos de las caderas.

Rye rió, le frotó las partes doloridas y le advirtió:

– Mujer, será mejor que te acostumbres.

Echándose hacia atrás, lo miró con expresión atrevida:

– Oh, he traído una buena cantidad de lanolina.

Los dientes de Rye brillaron, deslumbrantes, en la ancha sonrisa de admiración.

– De todos modos, sujétate que nos trasladaremos a un sitio más cómodo.

Enlazando las muñecas bajo las nalgas de Laura, y ella los tobillos tras las caderas de él, Rye se puso de pie y fue hasta los camastros.

– Aparta la manta -le murmuró, besándole la barbilla.

Tratando de obedecerlo, Laura se inclinó de lado pero, de repente, sus ojos se abrieron sorprendidos y se apretó contra él.

– ¡Rye, estás resbalándote!

– Sí, esa es la idea.

– ¡Rye!

Pero se removió otra vez, y lograron permanecer unidos mientras él se tendía de espaldas en el camastro de abajo, cayendo con ella encima. Por desgracia, cuando se estiró, le faltaba espacio para los pies. Rodó de modo que quedaran de costado, y se instaló lo más cómodamente posible.

– Cuando lleguemos a Michigan, haré la cama más grande que hayas visto.

Laura se acurrucó contra él, y hundió la nariz en la mata de pelo rubio del pecho.

– El tamaño de esta me basta.

– Ah, no, necesitaremos una cama enorme para haraganear por la mañana, cuando vengan todos los pequeños a tirársenos encima.

Echándose hacia atrás, Laura lo miró fijamente:

– ¿Qué pequeños?

– Los que vamos a tener, claro. -Le acarició la piel satinada de la cadera y la nalga-. Por la frecuencia con que pienso hacer esto contigo, espero que en poco tiempo tengamos unos cuantos.

– ¿No crees que deberías preguntar mi opinión al respecto, Rye Dalton?

Él le depositó un beso lento en la punta de la nariz, otro entre esta y el labio, luego en el labio.

– Si puedes negarte, eres libre de hacerlo, mi amor. Pero por la demostración que acabas de hacerme en el suelo, yo diría que, más bien, te acostumbres a tejer escarpines.

– ¡Demostración! -Le dio un suave puñetazo en un hombro-. Yo no hice…

La boca de Rye la interrumpió. Sonriente, le echaba el aliento cálido en la barbilla y los labios.

– Ohh… corcoveabas como un potro sin domar, vamos, admítelo, y en un momento dado creí que tendría que amordazarte para que mi padre y Josh no nos oyeran.

– Que yo… ¿y qué me dices de ti?

– Yo me sentí como un potro.

La abrazó con fuerza, Laura apretó las piernas en torno a su cintura y rieron juntos. Luego callaron, escuchando abrazados el golpeteo de la máquina, sus propias respiraciones, los crujidos ocasionales de las maderas. La luz de la linterna daba sobre el hombro de Laura, doraba los contornos óseos del rostro de Rye, el cabello revuelto en la frente, una patilla, el lóbulo de una oreja, los labios. Observándolo, el corazón de Laura volvió a desbordarse de amor. Pasó las yemas por el contorno del labio superior y la expresión de sus ojos se suavizó, reflejando sus hondos sentimientos.

– Rye, ¿en serio quieres que tengamos muchos hijos?

No le respondió de inmediato. Escudriñó los ojos castaños, y visualizó el pasado. Cuando habló, lo hizo con suavidad.

– No me molestaría. Nunca te he visto llevando dentro a mi hijo. – Le pasó la mano áspera por el vientre-. Muchas veces lo he pensado, he imaginado lo hermosa que debías estar.

– Oh, Rye -replicó, casi con timidez-. Las mujeres no son bellas cuando están embarazadas.

– Tú lo serás, estoy seguro.

De repente, le escocieron los ojos.

– Oh, Rye, te amo tanto. Sí, quiero que tengamos muchos hijos.

Rye vio la lágrima, la recogió con el dedo y se la llevó a los labios, saboreando la sal. Exhaló un suspiro hondo y trémulo, abarcó con una mano la mejilla, la oreja y la mandíbula, mientras le acariciaba el mentón con el pulgar.

– Lau… -Pero se le quebró la voz, y el resto del nombre quedó sin pronunciar. Los brazos fuertes la estrecharon otra vez contra el pecho, y ella oyó el latido acelerado de su corazón-. Te amo, Laura Dalton, y a veces me parece que esas dos palabras no lo expresan todo. No puedo… quisiera…

Se quedó sin habla, desbordado por una gigantesca marea de emociones. Cerró los ojos, apoyados contra el pelo de ella y, rodeándole los hombros con los brazos, la meció en silencio.

Laura tragó con esfuerzo el nudo de amor que palpitaba en su garganta, y comprendió lo que él sentía, conmovida de saber que para Rye debía de ser tan magnífico como para ella.

– Lo sé, Rye, lo sé -murmuró-. Incluso en este mismo momento me cuesta creer que estés aquí, que seas mío y que no tendremos que volver a separarnos. Quiero darme prisa, recuperar el tiempo perdido, juntar miles de emociones dentro de cada minuto que estoy contigo… y… y…

Ella tampoco logró expresar esa multitud de sentimientos.

La mano pesada le acarició la cabeza.

– A veces, siento que no sé qué hacer con todo eso. Como… como si yo fuera una copa de buen vino llena hasta arriba, y una sola gota más la haría derramarse.

De repente, las palabras eran pálidas e insuficientes; no se les ocurría ninguna lo bastante elocuente para manifestar la gloria que compartían en ese momento.

Pero como Rye y Laura Dalton eran mortales, llevaban en sus cuerpos la manifestación ideal de las emociones que no podían describir. No hacían falta palabras. No necesitaban verificación. Sencillamente, sucedía, con toda su maravilla, con toda su gloria.

El cuerpo de Rye se endureció, aún dentro de ella. El de ella se fundió en torno a él. Los ojos, ventanas del alma, se encontraron y se sostuvieron las miradas, y ella se elevó a su encuentro. Ella era leve y apasionada, él, tenso y profundo, y se movían armoniosamente en la expresión del amor que ninguna otra superaba. El acto -ese don prodigioso brindado por la naturaleza-, manifestó todo lo que sentían sus corazones.

Subiendo y bajando como la máquina que los llevaba a través del Atlántico hacia el nuevo hogar, Laura comprendió a fondo lo que había querido decir Rye cuando le propuso ir al territorio de Michigan. El hogar, la patria, no estaba en Nantucket ni en Michigan: el hogar era la escena del amor, en un corazón que albergaba al otro.

Sintió que en lo profundo de su cuerpo empezaban las pulsaciones, y que el cuerpo de Rye estaba compenetrado en el suyo hasta donde era posible, y sintió humedecerse la piel de su marido bajo sus palmas.

Se estremecieron.

Se disolvieron.

Estaban en el hogar.

Lavyrle Spencer

Nació en 1943 y comenzó trabajando como profesora, pero su pasión por la novela le hizo volcarse por entero en su trabajo como escritora. Publicó su primera novela en 1979 y desde entonces ha cosechado éxito tras éxito.

Vive en Stillwater, Minnesota, con su marido en una preciosa casa victoriana. A menudo se escapan a una cabaña rústica que tienen en medio de lo profundo del bosque de Minnesota. Entre sus hobbies se incluye la jardinería, los viajes, la cocina, tocar la guitarra y el piano electrónico, la fotografía y la observación de la Naturaleza.