En consecuencia, cada vez dependió más de él por todo el apoyo que le prestaba con la mejor disposición, mucho antes de pedirle que fuese su esposa. Derivaron hacia el matrimonio con la misma naturalidad con que las tablas de antiguos navios derivaban hacia las costas de Nantucket con la marea alta. Y si bien en este segundo cortejo no había pasión de parte de Laura, sí había seguridad y compañerismo.
Como en la mayoría de los matrimonios, había uno que amaba más, y en este se trataba de Dan. Sin embargo, por fin se sentía seguro, pues el rival que en otro tiempo pretendió a Laura ya no estaba. Al fin, ella era suya, y lo amaba. Jamás había analizado ese amor, ni admitido que, en buena parte, se debía a la gratitud, no sólo por el apoyo físico y económico, sino por el genuino amor que Dan sentía hacia Josh, como si fuese su propio hijo, y era tan buen padre como puede serlo uno consanguíneo.
Pero cuando ese mediodía entró en la casa y encontró a Rye Dalton allí, sintió amenazada la base misma de su matrimonio.
En ese momento, acostado junto a Laura, le dolía la garganta, agarrotada por las preguntas que no quería formular, temiendo que le diese pánico oír las respuestas. No obstante, había una que no podía eludir, aunque su corazón clamara reserva ante la idea de formulársela a Laura. Frotó el pulgar contra el dorso de la mano de la mujer. Tragó saliva y lanzó la pregunta a la oscuridad con voz rara y contenida:
– ¿Qué hacíais Rye y tú cuando yo entré?
– ¿Qué estábamos haciendo?
Pero la repregunta sonó falsa y poco natural.
– Sí… qué estabais haciendo. ¿Por qué Josh dijo que te sobresaltaste cuando él entró?
– Yo… no lo sé. Como es lógico, me puse nerviosa… ¿quién no lo estaría en el momento en que un hombre muerto acaba de entrar por tu puerta?
– Deja de evadirte, Laura. Tú sabes a qué me refiero.
– Bueno, no preguntes porque no tiene importancia.
– Eso significa que te besó, ¿no es cierto? -Como no obtuviese respuesta, prosiguió-: Lo llevabais escrito en los rostros cuando yo os interrumpí.
– Oh, Dan, de verdad lo siento. Lo que sucedió es que me pilló completamente por sorpresa, y no significó nada más que una bienvenida.
No obstante, en el fondo Laura sabía que sí importaba.
– ¿Y qué me dices de cuando lo acompañaste por el sendero… también te besó?
– Dan, por favor, tra…
– ¡Dos veces! ¡Te besó dos veces! -Le propinó un doloroso tirón a la mano-. ¿Y esa segunda vez qué fue, otra bienvenida?
Hasta entonces, jamás había presenciado la expresión de celos por parte de Dan porque nunca hubo motivos, y la vehemencia que mostró la asustó tanto que la obligó a pensar una respuesta.
– Dan, por el amor de Dios, estás lastimándome la mano. -Dan aflojó el apretón, pero no la soltó-. Cuando Rye entró, no tenía ni idea de que nosotros estábamos casados.
– ¿Acaso tenía intenciones de ocupar su antiguo lugar como tu… esposo?
– Ahora, mi esposo eres tú -dijo Laura en voz suave, esperando aplacarlo.
– Uno de los dos -replicó, con amargura-. El que hoy todavía no has besado.
– Porque no me lo has pedido -dijo, en voz más suave aún.
Dan se incorporó sobre un codo, y se inclinó sobre ella.
– Bueno, no lo pido -murmuró, feroz-. Tomo lo que es mío por derecho.
Sus labios se abatieron con violencia, moviéndose sobre los de la mujer como para castigarla por circunstancias que ella no había provocado. La besó con feroz decisión, para expulsar a Rye Dalton de la mente de ella, de su pasado, aunque ni por un instante ignoró que eso era imposible.
Hundió la lengua a fondo, castigándola con una insensibilidad que Laura nunca había experimentado de parte de él. Dolida, se apartó con brusquedad, y así le hizo comprender lo rudo que había sido.
Inmediatamente arrepentido, la ciñó con fuerza entre los brazos y la aplastó contra sí, hablándole al oído con voz entrecortada.
– Oh, Laura, Laura, lo siento mucho. No quise hacerte daño, pero tengo mucho miedo de perderte, después de tantos años que transcurrieron hasta que por fin fueses mía. Cuando entré y lo vi, sentí como si hubiese retrocedido diez años, y te viera ir tras él como una cachorra enamorada. Dime que no le devolviste el beso… dime que no permitirás que vuelva a tocarte.
Hasta entonces, jamás había admitido estar celoso de Rye desde hacía tantos años. Llevada por la compasión, Laura le acarició con las manos el cabello de la nuca. Lo acunó, cerrando los ojos, besándole la sien, comprendiendo de pronto lo tenue de su certeza, ahora que Rye estaba de regreso. Aún así, tenía miedo de formular compromisos que no estaba segura de poder cumplir.
Sin embargo, había algo que podía decir, y lo dijo de corazón:
– Te amo, Dan. Jamás debes dudarlo.
Sintió que lo recorría un estremecimiento, y que las manos del hombre empezaban a recorrer su cuerpo. El contacto la hizo desear que esa noche no le hiciera el amor, aunque instantáneamente la abatió la culpa por semejante pensamiento. Antes, jamás habían pensado en negársele. Sumisa, le acarició el cuello, la espalda, diciéndose que era el mismo Dan con el que había hecho el amor más de tres años; que Rye Dalton no podía llegar al pueblo y concederle el derecho de alejar a este hombre.
Aún así, quería hacerlo… que Dios la ayudase, porque quería.
Dan le pasó la mano por la cadera, le levantó el camisón, y Laura supo que necesitaba reafirmarse. Abrió su cuerpo a él, se movió cuando supo que eso era lo que esperaba, y lo estrechó con fuerza cuando él gimió y llegó al climax, ocultando el sentimiento de infidelidad por cumplir con un acto que, hasta la noche anterior, le parecía el más natural y grato del mundo.
En el desván, encima de la tonelería, Rye Dalton, acostado de espaldas, sufría la inquietud producida por el vacío de esa casa sin mujer. Cada mueble familiar le hacía evocar a su madre, sentada, trabajando, descansando, y sentía tanto su presencia como cuando estaba viva.
Si bien la primera comida en el hogar fue una mejora con respecto a la ración del barco, estaba lejos de los sabrosos guisados de su madre o de Laura. Aunque el camastro de la infancia era más grande que el del Omega, era un lamentable sustituto de la enorme cama de palo de rosa, con colchón de plumas, que había esperado compartir esa noche con Laura. Cuando se acostó, su cuerpo esperaba mecerse en el balanceo en que vivió durante cinco años, pero la quietud de la cama en la que yacía lo desveló. Fuera, en lugar del silbido del viento en los aparejos oía cascos sobre nuevos adoquines, voces ocasionales, el restallar de un látigo, el ruido que hacía la portezuela de una lámpara callejera al cerrarse.
No eran ruidos perturbadores… sólo diferentes. Se levantó de la cama y fue hasta la ventana que miraba al Sur. Si hubiese sido de día, y estuviese despejado, podría haber visto la cima de su casa, pues los árboles de la isla estaban atrofiados por el viento, y había pocos que superasen en altura a los edificios construidos por el hombre.
Pero estaba oscuro, y una noche casi sin luna ocultaba la visión de la colina.
Imaginó a Laura en la cama que otrora había compartido con él, pero junto a ella estaba Dan Morgan. Sintió como si le hubiesen clavado un arpón en el corazón.