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Así como el pato silvestre encuentra a su compañera entre la bandada, así Rye encontró a Laura entre el amontonamiento de gente que llenaba el salón. Las miradas de los dos se encontraron, y Laura sintió un golpe de calor en la parte baja del cuerpo. Los dolores de estómago quedaron olvidados; en su lugar la desbordó el orgullo por lo bien que lucía con ese vestido. Cuando esos ojos azules se demoraron en los suyos, y luego la recorrieron abajo y arriba, supo que tenía la boca abierta, y la cerró de inmediato.

Hacía cuatro días que no se veían, y ella no esperaba verlo esa noche. Tampoco esperaba que sus ojos la recorriesen con tal desvergüenza, ni que le hiciera una breve reverencia antes, incluso, de que el lacayo le recibiese el sombrero de copa.

Se apresuró a ocultar sus mejillas ardientes tras la copa de ponche, no sin que antes Dan registrase ese intercambio de miradas. Con semblante ácido, tomó el codo de Laura y la hizo volverse de espaldas a la puerta, rodeándole la cintura y apoyando la mano con su cadera con gesto posesivo que rara vez se hacía en público en esa ciudad en que los fundadores puritanos habían dejado su marca indeleble.

Sabiendo que Dalton los miraba tras sus espaldas, Dan se inclinó en actitud íntima para susurrar en el oído de su esposa:

– Yo no tenía idea de que él estaría esta noche aquí, ¿y tú?

– ¿Yo? ¿Cómo podía saberlo?

– Pensé que, tal vez, te lo hubiese dicho.

Observó atentamente su expresión, para ver si tenía razón.

– Yo… eh, no lo he visto desde el lunes -mintió.

El martes lo había besado.

– Si hubiese sabido que iba a estar, no habríamos venido.

– No seas tonto, Dan. Vivimos en la ciudad, y es inevitable que nos encontremos con él de vez en cuando. No puedes aislarme, de modo que tendrás que aprender a confiar en mí.

– Oh, Laura, confío en ti. Es en él en quien no confío.

Pasó casi media hora antes de que llamaran a los invitados a cenar. Para cuando entraron en el comedor, a Laura le dolía la espalda de estar erguida con tanta rigidez, y empezaba a dolerle la cabeza por la tensión. Por mucho que intentase olvidar que Rye estaba presente, no podía. Parecía que cada vez que se daba la vuelta para conversar con otro invitado, él aparecía en su línea de visión y la observaba desde abajo de esas cejas de dibujo perfecto, sonriéndole con audacia cuando nadie miraba. Ahora tenía el cabello pulcramente recortado, pero había conservado las patillas, que enmarcaba las mandíbulas dándole un intenso atractivo. Había hecho esfuerzos para dejar de mirarlo, aunque con poco éxito y una vez -no estaba segura-, creyó ver que hacía el gesto de un beso hacia ella, pero al mismo tiempo alzaba la copa y el beso, si lo era, se convirtió en sorbo.

Esa noche, estaba de ese talante endiablado y bromista que Laura recordaba tan bien.

Durante la cena, como si los anfitriones hubiesen tenido la intención de contribuir a su desdicha, Dan y ella estuvieron sentados enfrente de Rye, y de una parlanchina rubia llamada DeLaine Hussey, cuyos antepasados habían colonizado la isla, junto con los de Joseph Starbuck.

Muy pronto, la señorita Hussey entabló conversación con Rye acerca del viaje, derramando sobre él su compasión por haber contraído viruelas, observando las pocas marcas que le habían quedado, y afirmando que no estropeaban su apariencia en lo más mínimo. A la afirmación siguió una sonrisa vibrante, ¡y Laura deseó que la joven hubiese contraído viruelas! Pero el condenado Rye aceptó el cumplido sonriéndole a la muchacha, con la sonrisa subrayada por la marca que quedaba en la mejilla y que tenía la apariencia de un hoyuelo hechicero.

Sin perder tiempo, la señorita Hussey aludió a un tema que elevó la temperatura de Laura hasta igualar la de la sopa de almejas que acababan de servirle.

– Hace cinco años que zarpó el Omega… eso es mucho tiempo.

– Sí, lo es.

Mientras se llevaba a la boca una cucharada de sopa hirviendo, Laura sintió los ojos de Rye sobre ella, pero evitó devolver la mirada.

– Entonces, no conoce el grupo de mujeres, de Nantucket que se organizaron bajo la denominación de Mujeres Francmasonas. -gorjeó la rubia desde el otro lado de la mesa.

Laura sopló demasiado fuerte la sopa, y parte de ella voló sobre el mantel. «¡DeLaine Hussey! -pensó-. ¡Eres una desvergonzada!». Desde que tenía memoria, esa chica estaba tratando de clavarle las garras a Rye, y desde luego no perdía una sola oportunidad, ahora que se sabía que a él se le había negado la entrada a la casa de la colina.

– No, señora -respondió Rye-. Jamás he oído hablar de ellas.

– Ah, pero ahora que el Omega ha regresado con los barriles llenos, las conocerá.

– ¿Barriles llenos? ¿Qué tienen que ver con un grupo de mujeres?

– Señor Dalton, las Mujeres Francmasonas han jurado rechazar el cortejo o la propuesta de matrimonio de cualquier hombre que no haya matado su primera ballena.

Laura se quemó la lengua con la sopa, y casi derramó el agua de la copa por la prisa con que se la llevó a la boca para enfriarse.

«¡Llamarle señor Dalton! -pensó Laura-. Fueron compañeros de escuela. ¿Qué cree DeLaine Hussey que está haciendo?»

Los camareros se llevaron los cuencos de sopa, y Laura comprobó que no había podido terminar su parte, porque estaba tan atenta a la conversación que no advirtió que estaba poniéndose en evidencia. Las ballenas le causaban una profunda molestia, pero en ese momento los camareros traían un humeante asado de ternera, rodeado de zanahorias glaseadas y patatas aromatizadas con hierbas.

Laura no tuvo más remedio que aceptar el plato principal. Pero la carne se le atascó en la garganta, acompañando al coqueteo que matizaba la conversación al otro lado de la mesa.

La enamorada señorita Hussey seguía explicando la doctrina de la orden de las damas isleñas, que reservaban su amor sólo a los balleneros probados, hasta que Rye no pudo menos que preguntar, cortés:

– ¿Y usted es miembro del grupo… señorita Hussey?

En ese preciso instante, Laura casi se ahogó con un trozo de ternera, pues sintió que algo blando y tibio se le metía bajo las faldas y le acariciaba la pantorrilla por debajo de la mesa.

¡El pie de Rye!

¡Qué descaro, hacer semejante cosa mientras, al mismo tiempo, sonreía a DeLaine Hussey con aire inocente! ¡Pero si esa era la antigua señal de que querían hacer el amor cuando regresaran al hogar!

Mientras el pie de Rye le provocaba oleadas de estremecimientos, la señorita Hussey, con sus ojos de cierva, seguía agitando las negras pestañas y lanzándole miradas devastadoras, preguntándole con toda intención:

– Señor Dalton, ¿usted ha matado ya su primera ballena?

Rye rió francamente y se echó atrás, alzando la barbilla, para después dedicarle otra subyugante sonrisa a su vecina de mesa.

– No, señorita Hussey, no lo he hecho, y usted bien lo sabe. Soy tonelero, no timonel de barco -repuso, usando la denominación oficial de los arponeros.

En ese momento, los dedos de los pies subieron un poco más y se enroscaron en el borde de la silla, entre las rodillas de Laura, mientras su dueño no dejaba de sonreír a DeLaine Hussey, mirándola a los ojos. Esta vez, Laura saltó de manera evidente, y un trozo de ternera se le atascó en la garganta, provocándole un espasmo de tos.

Solícito, Dan le palmeó la espalda e indicó a un camarero que le sirviera más agua en la copa.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– B-bien.

Tragó, esforzándose por recuperar la compostura, pero ese pie tibio le rozaba la cara interna de las rodillas, impidiéndole juntarlas.

Por desgracia, la tos atrajo la atención de la anfitriona al plato de Laura, y la señora Starbuck tuvo ocasión de observar lo poco que había comido, y de preguntarle si la comida estaba bien. En consecuencia, Laura no tuvo más remedio que tomar otro bocado y tratar de tragarlo.