El huerto era ancho y largo, y se extendía en un laberinto de manzanos envueltos en la capa blanca de la niebla, luego aparecían membrillos, y por fin, ciruelos. La niebla lo cubría todo, ocultando a esos dos que se movían como espectros. La ancha falda de Laura podría tomarse como otra explosión de capullos de manzano, pues los árboles se inclinaban hacia la tierra, protegiéndose de los incesantes vientos marinos, y adoptaban la misma forma abultada que una falda armada con aros.
Por fin, Laura se detuvo alerta, escuchando, con una mano apretada contra los pechos que se alzaban, para sujetarse el vestido. Rye también escuchó, pero no oyeron ni el más débil acorde de música que proviniese de la casa. Estaban rodeados por ondas blancas, perdidos en la niebla, solos en una especie de cenador íntimo de membrillos donde no podían ser vistos ni oídos.
Todavía sujetaba la muñeca de Rye, y pudo sentir su pulso acelerado bajo el pulgar. Soltó la mano de golpe, y le espetó:
– ¡Maldito seas, Rye!
Pero este ya había recuperado el buen humor.
– ¿Ese es el modo de hablarle al hombre que acaba de aflojarte el corsé?
– Te dije que necesitaba tiempo para pensar y para resolver las cosas.
– Te he dado cinco días… ¿qué es lo que has resuelto?
– ¡Cinco días… exactamente! ¿Cómo puedo aclarar semejante embrollo en cinco días?
– ¿Así que quieres que te siga aquí, a la huerta de manzanos, donde solíamos hacerlo bajo las propias narices de Dan cuando éramos muchachos?
Se acercó más, con el aliento agitado después de la carrera.
– No vine aquí por eso -protestó, y era cierto.
– Entonces, ¿por qué? -Le puso las manos en la cintura para acercarla a él. Laura le sujetó las muñecas, pero Rye no se dejó apartar. Le acarició las caderas, y su voz suave se mezcló con la niebla, para confundirla-. ¿Recuerdas esa época, Laura? ¿Recuerdas cómo era… con el sol sobre la piel, los dos asustados de que Dan nos descubriese aquí mismo, a la luz del día, y…?
Laura le tapó la boca con la mano.
– Eres injusto -se quejó.
Pero el recuerdo ya había revivido, como pretendía Rye, y servía a sus propósitos, porque el aliento de la mujer no se hizo más fluido. Al contrario, era más agitado y rápido que cuando habían dejado de correr.
Rye le besó los dedos con los que quería impedirle hablar. Laura los retiró de inmediato, dejándole los labios libres, para asegurarle:
– Te lo diré bien claro, mujer: no tengo intenciones de jugar limpio. Jugaré todo lo sucio que haga falta para recuperarte. Y empezaré ya mismo, manchándote el vestido en este huerto si no te quitas esa maldita prenda.
Una vez más, las manos le agarraron las caderas, y luego subieron por el torso y se posaron en la espalda, encontraron la abertura de la ropa y, presionando sobre los omóplatos de Laura, la acercó hasta que los pechos de ella tocaron su chaqueta.
Laura apartó la boca.
– Si te dejo besarme una vez, ¿te darás por satisfecho y me dejarás regresar?
– ¿Qué crees? -murmuró, con tono áspero, rozándole con la nariz el costado del cuello, mordiéndolo suavemente, y provocándole estremecimientos en el vientre.
– Creo que mi marido me matará si no vuelvo pronto a casa.
Pero le acercó más los labios mientras lo decía.
– Y yo pienso que este marido te matará si lo haces -repuso, casi dentro de la boca de ella.
Rye olía a cedro, a vino y a pasado. Laura reconoció su aroma, que disparó en ella la vieja respuesta. El silencio los envolvió, tan inmenso y total que dentro de él los corazones de los dos resonaban como disparos de cañón. El primer día, cuando él la besó, ella se había quedado conmocionada. La segunda vez, la había tomado por sorpresa. Pero en ese instante… si la besaba, si se lo permitía, sería con toda deliberación.
– Una vez -susurró-. Sólo una vez, y luego tengo que volver. Prométeme que me atarás otra vez los lazos -le rogó.
– No -replicó, gruñón, echándole el aliento en los labios-. Nada de promesas.
Apelando a la sensatez, Laura se echó atrás, pero a Rye no le costó demasiado hacerla desistir. Le bastó con rozarle la comisura de la boca con los labios.
Y ahí estaba, una vez más, el viejo estremecimiento, fuerte y vital como siempre. Este hombre tenía esa virtud, Rye lograba eso que Laura había intentado olvidar desde que estaba casada con Dan. Lo llamara técnica, práctica, familiaridad… habían aprendido juntos a besar, y Rye sabía lo que a Laura le gustaba. Dejó que los alientos se mezclaran, le humedeció la comisura de la boca, hundiendo apenas la lengua para probar, antes de saborearla plenamente. Le gustaba que la excitara muy poco a poco, y Laura esperó, con el cuello tenso, y la respiración agitada, mientras Rye la sujetaba con una mano en el cuello, masajeándole con el pulgar el hueco bajo el mentón. El pulgar trazaba lánguidos círculos. Entonces, llegó la lengua, mojando el contorno de los labios con pacientes toques suaves, mientras percibía cómo se encendía el fuego en ella.
Los recuerdos llegaron a Laura en tropel… a los quince años, en un esquife, con los labios bien apretados y los ojos cerrados; a los dieciséis, en una caseta de botes, y ya conociendo bien el uso de la lengua; avanzando hacia la madurez plena, aprendiendo juntos cómo toca un hombre a una mujer, como una mujer toca a un hombre para provocar impaciencia, y luego, éxtasis.
Como si le leyese la mente, Rye murmuró:
– Laura, ¿recuerdas aquel verano, en el desván del almacén para guardar botes del viejo Hardesty?
Apretando su boca contra la de ella la hizo regresar a esos tiempos primeros, y su lengua invitó a la de ella a danzar. La cara interna de los labios del hombre tenía la sedosidad exacta, la tibieza justa, la humedad suficiente, la vacilación necesaria, la exigencia apropiada para borrar el día presente y llevarla de regreso, a través de los años, a aquellos primeros tiempos.
Se estremeció. Rye sintió el temor en la palma de su mano, sobre la nuca de ella, y la acercó a sí, para luego deslizar esa mano tibia, inquisidora, dentro del vestido que le colgaba suelto, desde los hombros. Pero cuando estaba a punto de bajárselo, Laura se apresuró a alzar los brazos hacia el cuello de él, y no se lo permitió. El vestido cumplía su función, porque entre las puntas de las ballenas y los puñados de tela fruncida, había poca posibilidad de acceder a las zonas íntimas de su cuerpo. El aro del miriñaque se apretaba contra sus muslos y se abría hacia atrás, como si lo inflase un viento huracanado.
Pero el huracán no soplaba en las faldas de la mujer sino en su cabeza y en su corazón, porque el beso iba adquiriendo sustancia. Era una caliente entrega de bocas, sin la menor reserva. Su lengua se unió a la de él y Laura recibió de inmediato la sacudida de la diferencia, como lo sabe cualquiera que haya besado a una sola persona durante mucho tiempo, como le sucedía a ella con Dan. El golpe debió de haberla enfriado, recordándole que no era libre para hacer tales cosas con este hombre, pero en cambio la alegró, y la hizo comprender que, desde que se casó con Dan, había estado comparando desfavorablemente el beso del esposo con este.
La admisión la hizo sentirse traidora y, en cierto modo, le devolvió la sensatez: deseó fervientemente que Rye se conformase con este beso, por el momento, porque la resistencia se le diluía a toda velocidad mientras él la abrazaba con firmeza y pasaba las manos por la piel desnuda de la espalda, única zona que podía tocar.
Rye arrancó sus labios de los de ella y dijo, con salvaje emoción:
– ¡Laura… por Dios, mujer!, ¿acaso te complace torturarme? -Alzó una mano, la deslizó por el brazo de Laura, le aferró la mano y, quitándola de su nuca, la llevó a la parte henchida de su cuerpo-. He estado cinco años en el mar, y mira lo que me has hecho. ¿Cuánto tiempo me harás esperar?