– ¿Por dónde quieres ir a casa, por el camino o por el campo?
Rye alzó la vista. El viento hacía revolotear mechones de cabello color nuez moscada que se le atravesaban en la boca, y el muchacho se quedó mirándolas largo rato, para luego tragar con dificultad y responder, en falsete:
– Por el campo.
Enfilaron hacia el Oeste, por la franja de tierra entre las calles Orange y Copper, hacia el terreno ondulado al lado de First Mile Stone, a través de colinas bajas, hacia los establos de Miacomet. El pincel del otoño había pintado la isla, y caminaban entre alegres franjas de helécho, matas de cierta variedad de arándanos y madroños rastreros que cubrían los marjales como una alfombra llameante. Por senderos, cruzaron entre fragantes malezas de laurel silvestre, de un perfume que mareaba cuando se aplastaban sus hojas con los pies. Como de mutuo acuerdo, salieron del sendero y se metieron entre densos arbustos, en busca de excusas para algo que, en realidad, no las necesitaba.
Como fuese, ninguno de los dos llevaba un recipiente para guardar las bayas.
Ya fuera del camino, Laura se preguntó cuál sería el primer movimiento de Rye, pues vio que había perdido el coraje, aunque estaban cubiertos por la maleza. Por eso, volcó el cesto con almejas, y cuando el muchacho se arrodilló para ayudarla a recogerlas, se las ingenió para rozarle el brazo: fue suficiente con ese roce de las pieles entibiada por el otoño.
Las miradas se encontraron, los ojos dilatados, interrogantes, vacilantes; los dedos siguieron recogiendo las almejas hasta que, por fin, se tocaron y se entrelazaron. Contuvieron el aliento y se inclinaron hacia delante, en suspenso. Chocaron las narices, inclinaron, apenas, las cabezas… ¡y sucedió! El primer beso, infantil, seco, ausentes las lenguas. Pero, si bien faltó experiencia, sobró emoción.
Y ese beso abrió el camino a otros y, para darles lugar, ese otoño pleno de color estuvo lleno de caminatas a través de los arbustos de arándanos, donde cada sesión se hacía más audaz que la anterior, hasta que ya no les bastaron los juegos de lengua.
Llegó el invierno, desnudando los páramos de color y atavío. Perdieron el escondite, y fueron menos las ocasiones en que podían reunirse. Desdichados, esperaron que pasaran los meses helados hasta que, a comienzos de la primavera, empezó a aparecer la caballa y, por fin, encontraron un lugar y una excusa.
La primera vez que Rye tocó los pechos de Laura no usaba ballenas, pues aún no había terminado de crecer. Tampoco las manos del muchacho habían llegado a su tamaño definitivo, ni les había brotado el vello rubio en el dorso.
Estaban sentados en el esquife de fondo plano, uno frente a otro con las rodillas casi tocándose, haciendo como que disfrutaban de la pesca, pero lo único que lograba era contenerlos de hacer lo que habían estado pensando todo el invierno.
Laura se secó las manos en la falda y, al levantar la mirada, sorprendió a Rye mirándola, con la nuez de Adán bailoteándole convulsiva, como si tuviese una cascara de grano de maíz atascada en la lengua.
– No me gusta mucho pescar -admitió la chica.
– A mí tampoco.
Rye se pasó la lengua por los labios, tragó una vez más y, sin añadir palabra, Laura se desplazó para dejarle sitio en el asiento.
El bote se balanceó cuando él avanzó hacia ella y se sentó, sin apartar la vista de la cara de la muchacha, que sentía las manos heladas y las tenía apretadas entre las rodillas.Cuando al fin la besó, tenía la nariz y las mejillas frías pero los labios tibios como aquel día de otoño en que las narices de los dos se chocaron, en aquel brezal ardiente, entre perfumes y colores. Mientras sus labios se demoraban sobre los de Laura, esta apretó con más fuerza las rodillas, y pensó si él también sentía que había crecido mucho durante ese invierno que pasó. Un instante después, la lengua que buscaba la de ella con una insistencia nueva que la hizo girar en el asiento y rodearlo con los brazos, se lo confirmó y, al devolverle el beso, le dijo con la actitud lo mucho que había esperado.
Sintió que Rye se estremecía, aunque llevaba una gruesa chaqueta de lana que lo protegía de la fresca brisa de comienzos de primavera. El bote se balanceó, sacudiéndoles los cuerpos, pero los labios siguieron pegados, aunque el movimiento los empujó uno contra el otro y luego los separó.
Al principio no supo lo que Rye estaba haciendo, porque su chaqueta era tan gruesa y entorpecedora como la de él. Pero poco después supo que los dedos de él estaban desabotonándola, y se echó atrás, mirándolo a los ojos.
– Te-tengo las manos frías -dijo el muchacho con voz ahogada, presentando la primera excusa que se le ocurrió.
– Ah.
Laura tragó saliva y se dejó mecer por el balanceo del bote, acercándose a él, esperando, esperando la primera caricia adulta con la ansiedad de la juventud sin control. La mano se deslizó dentro, a ese lugar tibio, secreto y prohibido, y comprendió que estaban haciendo mal.
– Rye, no deberíamos hacerlo -protestó.
– No, no deberíamos -concedió con voz ronca.
Pero la mano no se detuvo en la primera exploración, conociendo la forma de los pechos florecientes a través del vestido, descubriendo cómo los pezones de una mujer se ponían rígidos, como si pidieran más. Como sucede siempre las primeras veces, era más exploración que caricia, búsqueda de las diferencias que los definían a ella como mujer, a él como hombre.
El aliento de Laura se volvió rápido y entrecortado y su corazón martilleaba, loco, bajo la mano de Rye.
– Pon tu mano dentro de mi chaqueta, Laura -le ordenó.
Le obedeció por primera vez, a la que luego siguieron muchas. Metió las manos entre la chaqueta y el suéter, y sintió que las costillas se alzaban como marea creciente, de tan dificultosa que era la respiración.
– ¡Ay, no tan fuerte! -exclamó la chica cuando la exploración del pezón se hizo demasiado entusiasta.
Desde ese momento admitieron juntos su sexualidad, y pudieron hablar de ello.
Cuando la tela de la camisa de lino le irritó el pecho, Laura tomó la mano exploradora y la pasó al otro, diciendo contra los labios de éclass="underline"
– Ese está inflamado.
Dos días después, Laura y Rye usaron otra vez la excusa de ir a pescar caballas, pero sus redes no se humedecieron, siquiera, hasta poco antes de llegar a la costa. Se sentaron al abrigo de la amplia intimidad del mar abierto, rodeados por la bahía de Nantucket, en el bote que se balanceaba arriba y abajo, mientras el sol se abalanzaba hacia ellos a través de las ondulaciones del mar. Sólo las gaviotas curiosas los observaban la primera vez que Laura, siguiendo instrucciones de Rye, le metió las manos bajo el suéter para sentir la piel cálida y desnuda que había debajo.
A eso siguió una penosa semana durante la cual Josiah absorbió todo el tiempo de Rye, que era aprendiz desde hacía cuatro años, y ya casi conocía tan bien como su padre el oficio de tonelero.
Cuando llegó el domingo, estaba libre para encontrarse otra vez con Laura, y ya los dos estaban tensos y desesperados. Durante la semana él había planeado a dónde irían para estar solos. El viejo Hardesty tenía un almacén para guardar botes en la zona de la costa cercana a la calle Easy, donde había viejas trampas para langostas y redes de arrastre. Le había cedido el uso de cualquier pieza de ese equipo en desuso cada vez que al chico se le antojase.
– Ma quiere que le lleve un par de langostas para mañana -dijo Rye, cuando fue a buscar a Laura-. ¿Me acompañas al almacén del viejo Hardesty a buscar una trampa?