La mirada de Rye rozó la suya y se apartó.
– Pocas.
– ¿Has devuelto las trampas?
– No; las coloco todas las mañanas, y las saco al terminar el día.
– ¿Hoy vas a sacarlas?
El muchacho apretó un poco los labios y pareció remiso a contestar, pero por fin gruñó:
– Sí.
– ¿A qué hora?
– Más o menos a las cuatro.
– ¿Quieres… quieres que te ayude?
La miró por el rabillo del ojo y luego volvió la vista a la bahía de Nantucket, pero en lugar de la invitación entusiasta de siempre, se encogió de hombros.
– Tengo que irme, Laura.
Mientras lo veía alejarse, sintió que se le destrozaba el corazón.
A las cuatro en punto estaba esperándolo en el esquife. Cuando Rye la vio se detuvo de repente, pero ella, empecinada, se mantuvo en sus trece. No pronunciaron palabra mientras ella se encargaba de soltar la cuerda de proa, y él la de popa. Tampoco hablaron mientras iban a recoger las trampas y a izarlas hasta el bote. Rye había atrapado dos langostas de buen tamaño que metió en un saco de arpillera antes de enfilar otra vez hacia la costa.
Cuando la embarcación chocó contra los pilotes, Rye arrojó una de las trampas hacia el malecón.
Laura lo miró, sorprendida.
– ¿Qué vas a hacer con esa?
Le contestó al tiempo que recogía la segunda trampa y la arrojaba junto a la primera, sin mirarla.
– Ya las he tenido demasiado tiempo. Es hora de que vuelva a guardarlas en la caseta del viejo Hardesty.
El corazón de Laura osciló, con una mezcla de alegría y anticipación.
Amarraron juntos la embarcación, cada uno recogió una trampa y caminaron juntos sin hablar, pasando ante el viejo capitán Silas, que los saludó con la cabeza y chupó la pipa sin decir palabra. Cuando lo dejaron atrás se miraron con aire culpable, pero siguieron en dirección al almacén de los botes.
Dentro, la caseta estaba tal como la habían dejado, con la única diferencia de que ese día había un velo de niebla en la ventana, lo que le daba un aspecto más secreto y prohibido aún. En cuanto cruzó la puerta, Laura se detuvo de golpe, con los dedos apretados en una barra de la trampa que apoyaba sobre las rodillas. Saltó y se dio la vuelta cuando Rye dejó caer la trampa que llevaba, y que cayó con estrépito al suelo. Rye recogió la de ella y también la dejó en el suelo, pero cuando se incorporó, ninguno de los dos sabía a dónde mirar. Él metió las manos en la cintura de los pantalones, por detrás, y ella las apretó con fuerza, delante de sí.
– Tengo que irme -anunció Rye de repente-. Mi madre me pidió que llevara las langostas a casa para la comida.
Pero el saco de arpillera estaba olvidado, junto a la puerta.
– Yo también tengo que irme. A mi madre le gusta que vaya a ayudarla a preparar la comida.
El muchacho había dado tres pasos hacia la puerta cuando Laura se atrevió a pronunciar la palabra que lo hizo detenerse:
– Rye.
El muchacho giró sobre los talones y le dirigió una mirada escudriñadora, que revelaba lo que venía obsesionándolo desde hacía diez días:
– ¿Qué?
– ¿Estás… estás enfadado conmigo?
La nuez de Adán se agitó.
– No.
– Bueno, entonces, ¿qué pasa?
– Yo… no lo sé.
Laura sintió que le temblaba la barbilla y, de pronto, la imagen de Rye pareció ondular, al tiempo que ella hacía el mayor esfuerzo posible para no soltar las lágrimas. Pero él las vio brillar y, de repente, sus piernas largas cubrieron la distancia que los separaba y, un minuto después, Laura estaba aplastada contra su pecho. Sus brazos, que todavía no habían terminado de crecer, tenían la fuerza de los de un adulto cuando la acercó con ímpetu hacia él, mientras ella se le colgaba del cuello. El beso también tuvo la intensidad del de los adultos, y dentro de Laura surgió la necesidad de dejarse llevar cuando la lengua de Rye entró en su boca, le lamió el interior de las mejillas, trazó círculos alrededor de la de ella, y la obligó a arquearse tanto que sintió un dulce dolor.
Los labios se separaron, él la estrechó más, meciéndola atrás y adelante y refugiando su cara en el hueco del cuello de Laura. De puntillas, ella se aferró a éclass="underline" Rye había crecido tanto desde el invierno anterior que ya no tenían la misma altura.
– Rye, cuando hoy en la calle no me has mirado, me has asustado mucho. -La voz salió medio ahogada por él grueso suéter castaño, mientras él continuaba meciéndola con intenciones de calmarla, aunque más bien la excitaba. Laura se echó atrás para mirarlo-. ¿Por qué te comportaste así?
– No lo sé.
Los ojos azules adoptaron una expresión atormentada.
– No lo hagas nunca más, Rye.
Él se limitó a tragar con dificultad, y pronunció su nombre de una manera extraña, adulta:
– Laura.
La atrajo con brusquedad hacia sí otra vez y se dieron un beso que no acababa, asustados de lo que sus cuerpos exigían pero haciéndoles caso, de todos modos, pues no pasó mucho tiempo antes que se acercaran a la lona donde se habían tendido la vez anterior, incluso sin advertirlo. Por un acuerdo tácito, se pusieron de rodillas sin dejar de besarse, y luego se tendieron sobre caderas y codos, buscando esa cercanía que habían experimentado y que no podían olvidar.
Y esta vez, cuando la mano de él se deslizó bajo las faldas, las piernas de Laura se abrieron, dispuestas, anticipando la excitación de la íntima caricia. Como antes, su cuerpo ansió la exploración y floreció al contacto. Cuando la mano se acercó al botón de su calzón, supo que debía detenerlo, pero no pudo. La mano se metió dentro, recorriendo la superficie tibia de su vientre y encontrando sin demora el nido de vello recién nacido, titubeando en el umbral de su femineidad, hasta que ella se removió, inquieta, y de su garganta escapó un gemido suave.
Laura sintió que le explotaría el corazón de ansiedad mientras aguardaba al borde de lo prohibido. Sin embargo, cuando al fin los dedos recorrieron los milímetros finales para descubrir la esencia de su sedosa feminidad, se sobresaltó.
Rye retiró los dedos de inmediato y se retrajo.
– ¿Te he hecho daño?
Los ojos azules estaban agrandados de miedo, viendo cómo luchaban dentro de Laura el deseo carnal y la moral.
– No… no. Hazlo otra vez.
– Pero, ¿y si…?
– No sé… hazlo otra vez.
Cuando los dedos inexpertos la sondearon por segunda vez no saltó, pero cerró los ojos y descubrió una gran maravilla. Rye siguió, torpe, todavía sin destreza, aunque eso no importaba porque no necesitaba dominar la técnica sino explorar.
– Rye -susurró unos instantes después-, ahora ya es seguro que nos iremos al infierno.
– No, no nos iremos. Le pregunté a alguien, y me dijo que hace falta mucho más para irse al infierno.
Laura se apartó con brusquedad y le retiró la mano.
– ¿Qué? ¿Le preguntaste a alguien? -repitió, horrorizada-. ¿A quién?
– A Charles.
Suspiró aliviada al oír mencionar a un primo mayor de Rye, casado, al que ella casi no conocía.
– ¿Qué le preguntaste?
– Si creía que un hombre podía irse al infierno por acariciar a una mujer.
– ¿Y él, qué dijo?
– Se rió.
– ¿Se rió? -repitió Laura, perpleja.
– Después me dijo que si así fuese el infierno, él podría prescindir del paraíso. Y me dijo…
Se interrumpió en mitad de la frase, y acercó otra vez la mano al sitio secreto.
Pero Laura lo interrumpió otra vez, preguntando:
– ¿Qué te dijo?
Vio que Rye enrojecía y apartaba la vista. En algún rincón del almacén, el gato emitió un ruido suave.
Por fin él la miró de nuevo y exhaló un hondo suspiro.
– Cómo hacer las cosas.
Laura se quedó mirándolo, muda, y de repente la asaltó un miedo abrumador ante esos misterios que Rye ya conocía.