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Ni se detuvo para cerrar la puerta de un puntapié al salir a la noche barrida por la nieve.

El ruido de los golpes en la puerta arrancó a Laura del sueño. Pensando que era Dan, posó los pies en el suelo helado y corrió hacia la sala, donde continuaba el estrépito, como si estuviese tratando de romper la puerta.

– ¡Laura, abre!

Supo que era la voz de Rye en el mismo momento en que el viento le arrebató la puerta de la mano y la golpeó contra la pared con ruido sordo.

– ¿Rye? ¿Qué pasa?

Él entró, llevando algo en los brazos.

– Laura, cierra la puerta y enciende una vela.

Aún antes de que ella fuese capaz de moverse para obedecerla, él ya se encaminaba hacia la puerta del dormitorio. La sombra voluminosa de Ship se escabulló dentro, luego la puerta dejó el viento afuera y ella buscó a tientas el pedernal. En la oscuridad, volcó un cesto de bayas de laurel y oyó cómo rodaban por el suelo, pero no les prestó atención, y preguntó en voz alta:

– Rye, ¿qué ha sucedido?

– Trae aquí la vela. Necesito tu ayuda.

– Rye, ¿se trata de Dan?

Le tembló la voz.

– Sí.

Por fin, la vela se encendió y Laura avanzó hacia la entrada del dormitorio con creciente temor. Dentro, Rye ya había acostado a Dan en la cama y se inclinaba sobre él, palpándole el cuello con las yemas de los dedos. El susto hizo que el estómago de Laura pareciera perder peso de golpe y, con la misma rapidez, cayese como una bola de plomo. Se le humedecieron las manos y corrió al otro lado de la cama, para inclinarse sobre el hombre inconsciente.

La conmoción despertó a Josh, que se bajó de la cama y siguió a su madre hasta la entrada del dormitorio, donde se quedó mirando a los dos mayores, que ignoraban su presencia.

– ¡Oh, Dios querido! ¿Qué le pasó?

– Se emborrachó en el Blue Anchor y se cayó cuando volvía para acá. Al parecer, estuvo ahí tendido una hora hasta que Ephraim Biddle se tropezó con él.

– ¿Está vivo?

– Sí, pero tiene los dedos congelados y no sé qué más.

Josh percibió el miedo en la expresión de su madre y el apremio de Rye, viéndolos a los dos inclinados sobre Dan desde los lados opuestos de la cama. Casi no se miraban entre sí, pero los dos tocaban a Dan como si quisieran reanimarlo. Luego, Rye empezó a quitarle los zapatos a Dan, con verdadera prisa.

Laura apoyó una mano en la sien y en la frente de Dan, esforzándose por controlar el miedo que la hacía temblar y le estrujaba los músculos del pecho. Se mordió los labios y sintió que empezaban a agolpársele las lágrimas a medida que el temor y lá impotencia la dominaban. «¡Laura Morgan, no te hundas ahora!». Se enjugó esas lágrimas inútiles con el costado de la mano, se volvió hacia Rye y logró controlar sus emociones.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó en tono vivaz.

– Quítale los calcetines. Tenemos que ver si también se le han congelado los dedos de los pies.

Le sacó el primer calcetín, y comprobó que tenía los dedos enrojecidos pero flexibles.

– Gracias a Dios, no se congelaron -suspiró Rye, examinando el cuarto con mirada práctica, mientras su mente se adelantaba-. El doctor Foulger viene hacia aquí. Necesitaremos un martillo y un punzón, y puedes encender fuego fuera de esta habitación, pero poco a poco. -Se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, y se volvió otra vez hacia Dan. -Y trae un paño absorbente y una jarra pequeña. -En ese momento, vio al niño en camisón, agarrado al marco de la puerta, con los ojos agrandados de miedo e incertidumbre. Cuando Laura se dirigía hacia la sala, le dio otra orden, pero en tono más suave-: Y manten al niño fuera de aquí.

– Ven, Josh. Haz lo que Rye dice.

– ¿Papá está muerto?

– No, pero está muy enfermo. Y ahora, vete a la cama, donde estarás abrigado, y yo iré…

– Pero quiero ver a papá. ¿Va a morirse como el abuelo?

– Rye está cuidándolo. Por favor, Josh, ahora apártate.

Mientras buscaba las cosas que Rye le había pedido, Laura no tenía demasiado tiempo para ocuparse del chico. Tampoco lo tenía para preguntarse para qué las quería.

Le llegó su voz firme desde la puerta del dormitorio:

– Laura, ¿tienes una tabla pequeña, de esas para cortar el pan?

– Sí.

– ¡Tráela!

Cuando iba a buscarla, Ship soltó un ladrido agudo, y por primera vez Laura advirtió a la Labrador, que estaba tendida sobre una alfombra. Acababa de levantar la vista cuando se oyó un golpe impaciente en la puerta, y al abrirse la puerta, en lugar del doctor Foulger entró Nathan McColl, el boticario, llevando un maletín de cocodrillo.

McColl entró sin detenerse.

– ¿Dónde está?

– Ahí dentro.

Laura indicó con la cabeza hacia el dormitorio, y siguió al hombre enfundado en una capa negra, llevando en las manos los elementos que le había pedido Rye.

Al entrar el recién llegado, Rye se incorporó, con una profunda arruga cruzándole la frente.

– ¿Dónde está el doctor?

– Varado en el otro lado de la isla. Como Biddle no lo encontró, tuvo el buen tino de acudir a mí.

Si bien médicos y boticarios estaban autorizados a practicar casi los mismos métodos, Rye jamás había confiado en McColl, ni le agradaba, pero no tenía demasiadas alternativas puesto que el sujeto ya se adelantaba con aires de importancia.

McColl le tomó el pulso a Dan, y luego le examinó una mano.

– Helado.

– Sí, y no hay que perder un minuto mientras se descongela -afirmó Rye, impaciente, recibiendo las cosas que le daba Laura.

– No se las puede salvar. Será mejor que nos concentremos en prevenir que contraiga neumonía.

Rye miró, ceñudo, a McColl.

– ¡Que no se las puede salvar! ¡Hombre, usted está loco! ¡Pueden y deben salvarse, si actuamos rápido, antes de que se descongelen!

El rostro de McColl adquirió una expresión de astucia, y echando un vistazo a la tabla, el martillo y el punzón, dijo:

– Por lo que dice, deduzco que usted cree saber más que yo de medicina.

– Deduzca lo que quiera, McColl. Usted jamás ha estado en un ballenero ni ha visto las manos de un marinero que ha estado toda la noche tirando de las cuerdas en una tormenta de nieve. ¿Qué supone que hace el capitán con los dedos congelados? ¿Cree que los corta? -El semblante de Rye era amenazador-. No permitiré que esos dedos se descongelen sin intentar hacer todo lo que pueda para salvarlos. De todos modos, si no puedo, el dolor no será peor. Necesitaría una mano.

Se acercó a la cama como para acomodar los elementos, pero McColl se adelantó, interponiéndose.

– Si va a hacer lo que yo creo, no pienso participar. No quiero que me hagan responsable por huesos rotos e infecciones que…

– ¡Quítese de mi vista, McColl! ¡Estamos perdiendo tiempo!

Viendo que se esfumaban minutos preciosos, la expresión de Rye se tornaba dura y colérica.

– ¡Dalton, se lo advierto…!

– ¡Maldito sea, McColl, este hombre es mi amigo y se gana la vida como contable… escribiendo! ¿Cómo podría hacerlo sin dedos? ¡Ahora bien, o me ayuda o se aparta de mi camino! -Su voz fue casi un bramido. Empujó al otro con el hombro y se inclinó sobre la cama-. ¿Laura?

– ¿Qué?

Rye apoyó la tabla sobre el pecho de Dan, una mano de este sobre la tabla y, al fin, miró a Laura a los ojos:

– Como McColl ha decidido no ayudarme, tendré que pedírtelo a ti.

La mujer asintió en silencio, amedrentada por la tarea, porque sin duda lo que Rye tenía en mente debía de ser algo difícil de soportar.

– Sólo dime qué hacer, Rye.