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Laura alzó hacia Rye una mirada angustiada. Él se encorvó hacia delante con los labios apretados contra los nudillos del pulgar, fijando una intensa atención en el pecho de Dan. Como si hubiese notado que ella lo miraba, alzó la vista, pero Laura, a su vez, la bajó: no podía soportar mirarlo.

Sobre el alféizar de la ventana apareció una fina hebra gris claro, y con él, la respiración del enfermo se hizo más ardua, dejando escapar un ruidoso silbido. Esta vez, fue Rye el que primero levantó la vista. Laura también, como forzada por su mirada. Los ojos de la mujer parecían inmensos, fijos, sin parpadear.

– Creo que tiene neumonía.

Las palabras emergieron de los labios de Rye en un susurro ronco y áspero, que apenas llegó hasta el lado opuesto de la cama.

– Yo también -repuso ella, con voz trémula.

Ninguno de los dos se movió. Sus miradas se aferraron mientras, entre ellos, el pecho del hombre enfermo se alzaba trabajosamente, y el silbido era cada vez más fuerte a cada aliento que escapaba de los labios resecos. Afuera, una rama golpeteaba en los aleros, y en el otro cuarto el hijo de ambos daba vueltas y murmuraba en sueños. Sobre los muros de la habitación, la vela de laurel proyectaba dos sombras y lanzaba su agridulce y nostálgica fragancia sobre la cama que habían compartido en el pasado. Por un instante, se sintieron transportados hacia atrás en el tiempo, cuando nada se interponía entre ellos. Y allá lejos, en un lugar llamado Michigan, un nuevo comienzo esperaba a Laura y a Rye Dalton. Un lugar donde había altos árboles perennes, donde un tonelero podía fabricar barriles como para cien años, sin que se acabara la madera; un lugar donde un niño podía llegar a la edad viril sin recuerdos del pasado; un lugar donde nadie conociera sus nombres ni sus historias; un lugar donde un hombre y su esposa podían construir una cabaña de troncos y dormir en la misma cama, y regalarse mutuamente con el amor que ansiaban compartir.

En ese momento de claridad en que los pensamientos de Rye y de Laura se unían, cuando la revelación se les impuso, los dos corazones martillearon impulsados por la magnitud de lo que se les había ocurrido. El temor asomó a los ojos de los dos cuando comprendieron, con alarmante lucidez que eso -¡todo eso!- podía pertenecerles. Lo único que tenían que hacer… era… nada.

La solución a los problemas de ambos. La desaparición del obstáculo. El destino, que intervenía para devolverles lo que les había arrebatado. Comprenderlo los sacudió a los dos al mismo tiempo. Cada uno vio en los ojos del otro el mismo reflejo, mientras quedaban suspendidos en ese estremecedor punto del tiempo.

Nada. Lo único que tenían que hacer era nada, ¿quién podría culparlos? Ephraim Biddle podía jurar que había tropezado con un borracho inconsciente, tirado en la nieve, y si nadie creía en la palabra de un ebrio como Eph, Héctor Gorham podría verificar el estado de Dan cuando lo acostaron sobre una mesa del Blue Anchor. Incluso el enfrentamiento con Nathan McColl probaba que a Rye le importaba muchísimo la suerte del amigo. ¿Y no sabían, acaso, todos los habitantes de la isla que el doctor Foulger estaba varado en algún lugar al otro lado de la isla, en medio de la tormenta?

Como dos muñecos de cera, Rye y Laura se miraron por encima del cuerpo de Dan que luchaba por vivir, mientras las justificaciones desfilaban por la mente de los dos, conscientes de que ese momento trascendental cambiaría todos los momentos que sobrevinieran en sus vidas a partir de entonces.

Te amo, Laura, parecían decir los sombríos ojos azules. Te amo, Rye, respondían los angustiados ojos castaños. El instante no duró más que unos segundos, pero los derrotó, los alarmó, y se tendieron uno hacia el otro desde los duros asientos de las sillas de madera.

Entonces, de repente, como si se hubiese roto el hechizo de un brujo malvado, los dos al mismo tiempo se pusieron de pie y se convirtieron en dos borrones en movimiento.

– Tenemos que acercarlo más al fuego.

– Te ayudaré.

– No, tú ve a buscar a Josh y tráelo aquí. Cambiaremos de camas. Tienes sábanas de más, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Y te queda bastante cantidad de bayas de laurel para hervir en cera?

– ¡Más que suficientes!

– ¿Y cebollas para freír, y preparar una cataplasma?

– Sí, y si eso no da resultado, hay aceite de eucalipto y menta, y mostaza, y… y…

De repente se interrumpieron y las miradas se encontraron, encendidas con un fuego renovado de dedicación.

– Por Dios que vivirá -juró Rye-. ¡Vivirá!

– Tiene que vivir.

Los cuerpos de ambos durmientes fueron cambiados de cama sin problemas. La cama de Josh era ideal para hacer una cámara de vapor, pues tenía puertas articuladas. Ahí pusieron a Dan, y mientras Laura le frotaba el pecho con aceite de eucalipto, Rye reavivó el fuego y tiró el contenido de un cesto repleto de bayas de laurel en la olla de hierro, que luego colgó sobre las llamas. Laura preparó una gruesa cataplasma de cebolla frita con la que cubrió el pecho de Dan, y Rye armó una especie de túnel con sábanas de hilo a través del cual pasaba el vapor de las bayas que hervían hacia la abertura de la cama. Calentaron ladrillos, los envolvieron con mantas y los metieron bajo las sábanas, para mantener a Dan caliente.

Poco después de que el vapor se espesó alrededor de él, el dolor de las manos empezó a filtrarse en la semiinconsciencia del enfermo. Gimió y se revolvió, y Laura alzó las cejas, con expresión de angustia.

– ¿Cómo soportará el dolor?

Casi sin alzar la vista, Rye contestó con brusquedad:

– Lo mantendremos borracho. Por una vez, le hará bien en lugar de dañarlo.

Eso hicieron.

Así, lo que ayer fue su ruina, hoy era su bendición. El carácter analgésico del alcohol aturdió a Dan, y el tiempo empleado en fabricar velas suministró una comente continua de vapor que contribuyó a aflojar la congestión en el pecho del enfermo. Le dieron coñac a la fuerza a cada hora, abriendo por breves instantes las puertas de la cama, tratando de no dejar escapar el vapor. La combinación de alcohol, el ámbito caldeado y el vapor se sumaron, en un efecto parecido al de un narcótico, y adormeció a Dan. Permaneció en una especie de estupor durante las horas en que, de no ser así, lo más intenso del sufrimiento habría sido una tortura para sus dedos, que ardían y latían, al mismo tiempo que el aliento ya parecía una especie de tableteo, seguido por una tos devastadora que le encorvaba los hombros y lo hacía enroscarse como una bola, a medida que los expectorantes cumplían su función.

Esperaron que apareciera el temido síntoma de piel muerta en los dedos de Dan: la descamación de finas capas, pero no se produjo. Las yemas de los dedos estaban hinchadas y rojas, evidenciando que por ellas circulaba sangre sana. Cuando se desvaneció lo peor de sus temores, Rye dijo a Laura:

– Tendré que ir a casa de Hilda, a avisarle. Y también ver a Josiah, que estará preguntándose qué pasa.

Por un momento, la mujer lo observó. Durante la noche le había crecido la barba sombreándole el mentón y el labio superior. Tenía el cabello revuelto y los ojos enrojecidos.

– En cuanto hayas comido algo. Estás bastante demacrado.

– Puedo comer algo en la tonelería.

– No seas tonto, Rye. El fuego está encendido, y he descongelado un poco de pescado.

Frió un poco de perca con maíz, guisado como a él le gustaba, y Rye se sentó a comer por primera vez a su propia mesa, si bien no en las circunstancias que había imaginado. Josh se sentó enfrente, observando las idas y venidas, pero aún manteniendo la distancia con él. Laura cuidaba el oloroso potaje oscuro que hervía en el hogar, y que no podía descuidar por mucho tiempo. Desde la alcoba llegaba la tos seca y repetida de Dan, con tenues gemidos intercalados o murmullos demasiado confusos para entender lo que trataba de decir.