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A mitad de la mañana, la tormenta no había cedido, y Rye se preparó para irse de la casa. Laura miraba cómo se abotonaba la chaqueta, cerca de la puerta, se encasquetaba la gorra de lana hasta las orejas y se ponía los mitones. Ship estaba a su lado, mirando arriba y meneando la cola.

Se volvió hacia ella.

– Pronto estaremos de vuelta. ¿Necesitas algo?

Por un momento, la cuchara que removía las bayas se detuvo, y las miradas se encontraron.

¿Necesitas algo?

La mirada de la mujer se demoró en la suya, aunque no olvidaba la presencia de Josh observándolos y se limitó a sonreír, negó con la cabeza, y siguió revolviendo.

Un súbito recuerdo transportó a Rye otra vez al comienzo de una primavera, a un día en que cruzó la puerta de la casa y la sorprendió de pie en el mismo sitio en que estaba en ese momento, así, con la cuchara en la mano. Irse de Nantucket para siempre le exigiría una disciplina que no estaba seguro de poseer.

Se dio la vuelta, abrió la puerta y ante él cayó un muro de nieve que entró en la sala, pues se había amontonado alrededor de la casa hasta la altura de las caderas. Encantado, Josh se acercó corriendo para comerse un puñado, al tiempo que Rye retrocedía mirando el suelo.

– La nieve ha ensuciado todo…

– Yo me ocuparé. -Laura ya se acercaba con la escoba. Cuando llegó junto a Rye, lo miró a los ojos y murmuró-: Abrígate.

– Sí.

Ship se precipitó hacia ese mundo de blancura y Rye la siguió, cerrando la puerta tras él.

Por las ventanas corría el vapor que se juntaba en las esquinas, formando triángulos de hielo. Laura limpió una parte de un cristal para ver cómo Rye y Ship se abrían paso entre remolinos de nieve: el hombre, con largas zancadas, y la perra, como un delfín que se zambullese y emergiera del océano. Pronunció por lo bajo una plegaria de gracias por contar con Rye cuando lo necesitaba, y entonces se ocupó de barrer la nieve.

Josh ocupó el puesto de centinela en la ventana, ansioso de tener otra vez la compañía de Ship. Una hora después, exclamó:

– ¡Mamá, vienen dos personas!

– ¿Dos personas?

– ¡Creo que es la abuela!

Laura fue junto a la silla de Josh y miró afuera. Era Hilda Morgan que había desafiado a los elementos, junto con Rye y la perra. Abrió la puerta y dio la bienvenida a la acongojada mujer con un breve roce en las mejillas. Junto con ella entraron la nieve y el viento, haciendo bailotear el fuego y las cenizas en el hogar, con la corriente que se formó.

– ¿Cómo está? -preguntaron al unísono Rye e Hilda, en cuanto la puerta se cerró.

– No ha habido cambios.

Se sacudieron la nieve de los pies, y Hilda vio la tienda casera que habían armado alrededor de Dan.

– Al parecer, habéis estado bastante atareados -comentó, al tiempo que le entregaba el abrigo a Laura y se acercaba a la alcoba.

La madre de Dan se quedó hasta el atardecer. Fue de gran ayuda para Laura, pues se turnó con ella para remover la infusión de bayas, colocó las mechas en los moldes y ayudó a verter la cera. Era una mujer astuta, que captó de inmediato la situación y la interpretó correctamente. Si bien Laura y Rye le habían ahorrado la verdad acerca del modo en que Dan se encontró en semejante atolladero, Hilda era la antítesis de Dahlia Traherne, y afrontaba la vida cara a cara, sin permitirse autoengaños. Había deducido que el apego de Dan al alcohol era responsable del estado en que se encontraba, antes incluso de que Josh le informara de todo lo que había sucedido en la casa la noche anterior. También notó el cuidado con que Rye y Laura evitaban mirarse o cruzarse en sus movimientos por la casa.

Pero cuando los tres hicieron una pausa a últimas horas de la tarde para compartir una sidra caliente, antes de que Hilda regresara a la casa, esta los sorprendió a los dos admitiendo, sin rodeos:

– Mi hijo es un tonto, y nadie lo sabe mejor que yo. Sabe perfectamente que vosotros dos os pertenecéis, pero se niega a admitirlo. El día que tú regresaste, Rye, le dije que si retenía a Laura lo haría contra la voluntad de ella. Se lo advertí: «Dan -le dije-, tienes que afrontar la realidad. El niño es suyo y la mujer también, y cuanto antes aceptes eso, mejor te sentirás».

Contempló las caras de sorpresa que tenía delante, y prosiguió con vivacidad:

– No soy tan ciega como para no ver lo que ocurrió aquí. Y no soy tan ignorante como para no comprender que podríais haberlo dejado perder los dedos o morir de neumonía. Lo único que espero, y rezo por ello, es que cuando despierte comprenda todo el amor que hizo falta, de parte de los dos, para hacer lo que habéis hecho por él. -Por encima de la mesa, cubrió las manos de ambos con las suyas, les dio un firme apretón, y agregó-: Os doy las gracias a los dos desde el fondo de mi corazón. -Luego, sin hacer caso de la incomodidad de ambos, dio un último sorbo a la jarra y se puso de pie-. Y ahora, será mejor que arrastre mis viejos huesos por la nieve, de vuelta a casa, antes de que caiga la noche. -Cambiando de tono, dijo con burlona severidad-: Bueno, Rye Dalton, ¿vas a quedarte todo el día ahí sentado, o vas a acompañarme hasta la puerta de mi casa?

Para mayor asombro de Rye, después de eso Hilda dijo una sola cosa. Se abrieron camino con dificultad entre la nieve, con las cabezas bajas para protegerse de la furia del viento y, cuando llegaron a la casa, encorvando los hombros, Rye esperó a que entrase para poder regresar.

La mujer se volvió hacia él. El viento le hacía revolotear el chal y le encendía la nariz de un rojo brillante, pero le gritó, sobreponiéndose a la tormenta:

– Esa mujer Hussey no es para ti, Rye, por si has pensado que lo era.

Tras lo cual abrió la puerta y desapareció. Rye se quedó mirando la puerta cerrada, atónito. ¿Había algún habitante de la isla que creyese que Laura pertenecía a Dan?

Adoptó la súbita decisión de pasar otra vez por la tonelería, para contarle a Josiah cómo iban las cosas. Y, mientras estaba allí, aprovecharía para lavarse, afeitarse, cambiarse la ropa y peinarse. Sólo entonces advirtió que la perra fiel se había quedado con su hijo.

Cuando abrió la puerta de la casa de la colina, lo primero que notó fue que Laura también había dedicado algo de tiempo a acicalarse. Tenía el cabello del color de la nuez moscada sujeto en una pulcra trenza en la nuca, y se había puesto un sencillo vestido limpio de velarte gris, sobre el cual había ceñido un delantal blanco, largo hasta el suelo. Rye colgó la chaqueta del perchero, se sacudió la nieve de los pantalones, y al acercarse a la mesa, vio que estaba puesta para tres. Josh y Ship estaban enzarzados en una batalla por un trapo, y Laura daba vuelta a unos panecillos, sacándolos de sus moldes de hierro. Por un momento, se permitió la fantasía de que todo era como aparentaba ser: un hombre que volvía al hogar, junto al hijo, al perro, y a su esposa, que circulaba por la cocina sirviendo la cena en la mesa.

«Qué ironía -pensó-. Es como parece, aunque no lo sea».

Un movimiento inquieto en la alcoba le recordó la presencia de Dan.

– ¿Cómo está?

– La tos es peor, pero más floja.

– Bien… bien.

Rye se acercó al fuego, extendió las manos y se las frotó entre sí. Laura iba de acá para allá, atareada en pequeñas labores domésticas. Los comentarios de Hilda perduraban en sus mentes, y en ese momento creyeron que no podrían mirarse.

– Me parece que el viento ha amainado un poco -comentó Rye.

– ¡Oh, qué buena noticia!