Josh corrió junto a la cama, se arrojó sobre ella boca abajo y gritó, alborozado:
– ¡Papá, papá, estás despierto!
Laura estaba detrás del chico, inclinándose para tocar la frente de Dan.
– Dan, gracias a Dios que te has curado. Estábamos muy preocupados. -Le sonrió con ternura, la frente crispada por un mundo de aflicción, aunque más aliviada ahora que lo veía de mejor color-. Ven, Josh, no debemos traerle el frío a papá con nuestros abrigos. Primero, caliéntate junto al fuego y luego podrás hablar con él, pero sólo por unos instantes. Tiene que descansar.
– Pero, mamá, tengo que hablarle a papá de mis esquíes, y contarle cómo Rye lo trajo hasta aquí, y que el señor McColl trató de…
– Después, Josh.
A Dan no le pasó por alto la inmediata interrupción de Laura, ni el modo en que eludía el mérito de ella o de Rye por haberle salvado la vida. Pero en los días siguientes, se enteraría por Josh de todo lo que había ocurrido. El niño pintó los hechos con vivos colores de modo que, al final, Dan tenía un cuadro muy preciso de todo lo que Rye y Laura habían hecho todo el tiempo que él permaneció inconsciente.
La recuperación fue lenta y dolorosa. Tuvo que guardar cama durante dos semanas, arrasado por una tos que, en ocasiones, parecía ahogarlo. Pero, a medida que pasaban los días, iba fortaleciéndose. Como pasaba horas y horas acostado, tenía tiempo de reflexionar sobre el curioso hecho de que, cuando él necesitó ayuda, la gente de la isla acudió a Rye como la alternativa más lógica; de que cuando el boticario declaró que perdería los dedos, Rye se negó a aceptar su palabra sin discutirle; de que cuando McColl pretendía cubrirle el pecho de crueles quemaduras, Rye se enfureció hasta perder el control; de que durante cuatro noches y tres días Rye y Laura habían luchado tenazmente para salvarle la vida… y habían ganado.
Como tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo, Dan los observaba, pues Rye iba todos los días a acarrear leña y agua para Laura, llevaba leche fresca desde el pueblo, saludos de los isleños, un bálsamo analgésico para los dedos de Dan, un poderoso remedio para la tos. Lo que no le ofrecía eran licores espirituosos, ni siquiera como medicina.
También su madre iba todos los días, y por ella pudo conocer los pocos datos que no había podido sacarle a Josh.
Dan no podía menos que notar el cambio de actitud del chico hacia Rye. Era obvio que Josh había aceptado la presencia cotidiana de Rye en la casa, y aunque seguía llamando papá a Dan, existía una camaradería entre el otro hombre y el niño que no tenía mucho que ver con la consanguinidad.
Un día, a mediados de diciembre, Josh estaba sentado con las piernas cruzadas a los pies de la cama de Dan, y Laura, en una silla cercana, cosiendo dobladillos de sábanas.
– Papá, ¿cuándo me enseñarás a patinar? -preguntó Josh. Laura levantó la vista y lo regañó con dulzura:
– Josh, tú sabes que papá no está lo bastante bien para salir a la intemperie.
Dan no había interrogado a Laura con respecto a la afirmación de Rye de que iría con él a Michigan en la primavera pero, si no equivocaba la cuenta, esa era la séptima sábana que la veía cosiendo. Vio el relampagueo de la aguja cuando alzó la mano y el hilo se puso tirante. Entonces, Dan le dijo a Josh:
– ¿Por qué no le pides a Rye que te enseñe a patinar? Es muy buen patinador.
Laura levantó la vista, asombrada.
– ¿En serio?
Cada vez que se hablaba de patines, la voz de Josh subía un par de notas.
– Oh, es tan bueno como yo. Cuando éramos niños, patinábamos mucho juntos.
– ¿Y mamá también?
La mirada de Dan se posó en Laura.
– Sí, mamá también. Iba a todos los sitios a donde íbamos Rye y yo.
En la frase de Dan no había rencor. Siguió hablando en tono tranquilo, contando aquella vez en que habían encendido fuego en la superficie helada del estanque, el hielo se derritió y cayó en el estanque crecido por la primavera, casi arrastrándolos junto con él.
Mientras Dan hablaba, Laura sintió que se le quedaba el aliento en la garganta, y su corazón desbordó de intensa gratitud. «Dan, oh, Dan, entiendo el don que nos ofreces y sé lo que está costándote».
Aunque no la miró a los ojos, sabía que Dan percibía su mirada sobre él, su atención a cada palabra. Todavía estaba hablando cuando llegó Rye y fue asaltado de inmediato por Josh, que se aferró a sus piernas y, alzando la vista, rogó:
– Rye, ¿me llevarás a patinar? ¿Me llevarás?
Rye miró a Laura, luego a Dan y otra vez al niño, con la indomable cresta de gallo, que alisó distraído.
– ¿De quién fue la idea?
– De papá. Dijo que tú y él patinabais todo el tiempo cuando erais niños.
– Con que papá, ¿eh? -Echó una mirada hacia la cama donde Dan reposaba-. ¿Estás seguro?
Sin quitar la vista de Dan, Rye empezó a quitarse la chaqueta.
– Claro que estoy seguro. ¡Pregúntale a él!
En ese momento, Dan carraspeó:
– Yo… ehhh… le había prometido que le enseñaría, pero como no podré salir por un tiempo, pensé que quizá… bueno -hizo un gesto con las palmas.
Rye se acercó a la cama. Tenía los pulgares enganchados en la cintura del pantalón, pero tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y no oprimir el hombro de Dan.
– No digas nada más. Antes de que termine la semana, lo llevaré al hielo.
Las miradas de los dos se encontraron, se sostuvieron, vacilaron y, al fin, se separaron empujadas por inocultables emociones que emergieron a la superficie entre los dos.
No había pasado una hora cuando Laura se quedó sola con Dan, porque Josh insistió tanto que, al final, Rye accedió a llevarlo a la tonelería a buscar sus propios patines, y luego a uno de los numerosos estanques de la isla para aprovechar el par de horas de luz diurna que quedaban.
Cuando se fueron, la casa quedó en silencio, y Laura sintió la mirada de Dan que la seguía mientras se movía por la sala plegando sábanas, guardando aguja e hilo, echando un leño al fuego. Era la primera vez, desde hacía semanas, que estaban solos en la casa. Dan fue atacado por un espasmo de tos, y Laura, como siempre, le ofreció una taza de té que lo calmaba. Cuando se la llevó, Dan se acomodó sentado, con las almohadas en la espalda, recibió la taza y atrapó la mano de Laura antes de que pudiera irse.
– Siéntate.
Laura se acomodó en el borde de la cama y, por un momento, Dan retuvo su mano frotándola con gestos distraídos con el pulgar, hasta que la soltó y sujetó la taza con las dos manos.
– Rye dice que se va al territorio de Michigan tras el deshielo, y que tú te vas con él.
A la propia Laura la asombró la calma que sentía en ese momento, después de haber estado semanas imaginando la culpa que sentiría.
– Sí, Dan, es verdad. Ojalá… ojalá pudiese darte otra respuesta que no te hiriera, pero creo que, entre nosotros, ya es hora de hablar con sinceridad. Te lo habría dicho hace dos semanas, cuando Rye y yo adoptamos la decisión, pero estaba esperando a que estuvieras un poco más repuesto.
– Tengo ojos, Laura. He estado viendo cómo cosías esas sábanas para llevarte.
La mujer bajó la vista, y pensó algo para decir.
– Dicen que, en esta época del año, hace mucho frío en Michigan, y… que los asentamientos están alejados.
– Eso dicen.
Si bien la voz de Dan estaba más baja y ronca por tantos días de toser, habló con serenidad.
Laura alzó la vista y lo miró a los ojos.
– Nos llevaremos a Josh con nosotros, Dan.
– Sí, lo sé.
En el cuarto reinó el silencio. Fuera caía una suave nevada pero adentro ardía un fuego dorado y rosado. El rostro de Dan estaba pálido aunque cada día estaba un poco más fuerte; aún así, Laura entendía que necesitaba un poco más que fuerza física para afrontar la verdad.