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Giró y sus pies volaron por la calle hacia su casa. El viento de marzo le hacía revolotear el sombrero, y miles de preguntas bailoteaban en su mente. Mientras fue Laura Morgan, no le parecía correcto hacerle esas preguntas a Rye, hablar con él de los planes comunes. Pero ya podía preguntarle cualquier cosa. Mientras avanzaba por el sendero de conchillas había una -sólo una- pregunta de la más fundamental importancia que desbordaba su palpitante corazón.

El mensaje llegó a la tonelería a última hora de la tarde, y Rye, reconociendo la letra de Laura, le arrojó una moneda a Jimmy Ryerson. Impaciente, subió a la vivienda de la planta alta y se encaramó al borde de su camastro mientras desgarraba el sello.

Querido Rye:

Lo siento. ¿De todos modos te casarás conmigo?

Te amo,

Laura

En su cara se encendió una enorme sonrisa. ¡Era libre! Lanzó un ronco grito de alborozo y mandó a Chad a la casa con una respuesta inmediata.

Querida Laura:

Yo también lo siento. Acepto tu propuesta.

¿Puedo ir a cargar agua para ti?

Te amo,

Rye

Querido Rye:

Mantente alejado de mí, macho cabrío lujurioso.

No es mi agua lo que te interesa.

Todo mi amor,

Laura

Querida Laura:

Entonces, ¿puedo cargar leña? ¿Qué me dices de calentar una salchicha?

Todo mi amor,

El macho cabrío lujurioso

Querido Rye:

Hasta que estemos casados, no. ¿Cuándo nos marchamos?

Ya está todo listo.

Con amor,

La mozuela desagradecida

P.S.: Necesito tres barriles grandes, o cuatro.

¡Pero no los traigas, envíalos!

Querida Laura:

Te mando a Chad con los primeros cuatro barriles. Si necesitas más, házmelo saber. Partimos en el buque Albany el jueves 30 de marzo. ¿Qué opinas de que nos case el capitán?

Te amo,

Rye

Querido Rye:

¡Sí, sí, sí! Todo está listo. He dejado espacio en uno de los barriles por si necesitas más lugar para tu ropa. ¿Cuándo te veré?

Yo también te amo,

Laura

Faltaban dos días para marcharse cuando entregaron un mensaje en la puerta de Laura. Pero esta vez, era Rye mismo el que lo llevaba.

Cuando abrió la puerta, Laura no lo encontró en el umbral sino a unos metros más atrás, sobre el sendero de conchillas.

– ¿Rye?

Al verlo, sintió que se le detenía el corazón en la garganta. Llevaba puesto un tosco suéter de color crudo, y pantalones marineros acampanados. Sobre el cabello alborotado se encaramaba una gorra griega de pescador, de lana cheviot negra, con la visera ladeada en travieso ángulo sobre la frente bronceada. La inclinación de la gorra subrayaba su apostura y su reciedumbre, dándole gran realce, y cuando los ojos oscuros encontraron la mirada de esos ojos azul oscuro, su rostro se iluminó con una sonrisa inmensa que Rye respondió al instante.

– Hola, mi amor.

Tragó saliva y no dijo más. Metió los dedos en la solapa de la cintura y la contempló como si no pudiese saciarse nunca, la sonrisa suavizada, mucho más elocuente en las facciones curtidas.

– Te he echado mucho de menos -admitió la mujer, sincera.

– Yo también a ti.

– Lamento las cosas que dije.

– Sí, yo también.

– ¿No te parece que somos unos estúpidos?

– No, es que estamos enamorados, ¿no crees?

– Sí, creo que sí. -La sonrisa de Laura tuvo un tinte melancólico. Y como Rye no se movía, lo invitó-: ¿Quieres entrar?

– Más que nada en el mundo.

Pero las botas negras parecían clavadas en las conchillas blancas.

– Bueno, entonces…

– Pero no entraré.

– ¿N-no?

Negó lentamente con la cabeza, y una sonrisa alzó un costado de la boca bien delineada.

– Dos días más… esperaré.

Laura exhaló un suspiro trémulo y dejó perder la vista en la bahía, para luego fijarla en el hombre.

– Dos días más. -Luego, confesó-: Estoy un poco asustada, Rye.

– Yo también. Pero, además, excitado.

Laura se permitió seguir contemplándolo.

– Sí, excitado -confirmó en voz queda, dejando escapar una doble intención al imitar el hablar marinero de él.

Rye carraspeó y pasó el peso del cuerpo de un pie a otro.

– Bueno, Josiah ya está listo para viajar. ¿Y Josh?

– Josh ha estado tratándome como si yo hubiese pateado a su perro. No sé cómo se comportará cuando llegue la hora de las despedidas.

Pensaron en Jimmy Ryerson, en Jane, en Hilda… Dan. Y por un momento, los dos semblantes se ensombrecieron.

– Sí, los adioses serán duros, ¿no es cierto?

La mujer asintió y, en bien de él, se obligó a sonreír.

– Bueno, entonces…

Rye retrocedió dos pasos.

Cuanto más se aproximaba la partida, lo definitivo de la aventura les provocaba más aprensión. Preveían muchas incertidumbres, una larga distancia que recorrer, peligros a enfrentar. ¿Cuál sería la actitud de Josh? Pero cuando la mirada de los ojos castaños se encontró con la de los ojos azules, Laura y Rye se apoyaron uno a otro, asegurándose de que juntos podrían encarar cualquier cosa que el futuro les pusiera delante.

– Yo mismo vendré a buscarte alrededor de las nueve del jueves.

– Estaremos preparados.

Pero siguió de pie sobre el sendero, contemplando los profundos ojos castaños, sin voluntad de irse hasta que, al fin, con un breve quejido, atravesó la distancia que los separaba y, levantando la mano de ella, sin sortija, la llevó a los labios.

– Josh se conformará -la tranquilizó.

Giró sobre los talones y bajó corriendo la colina.

En ese mismo momento, en un patio cerca del pie de la colina, Josh estaba de rodillas a un lado de un pozo de canicas, contorneado por una línea trazada en la arena. Hizo puntería con un ojo de gato equilibrado sobre el pulgar, y de pronto se enderezó y miró a Jimmy, que estaba al otro lado del círculo.

– Eh, Jimmy.

Jimmy Ryerson estaba contando las canicas de su escondrijo, y se interrumpió.

– Me has hecho perder la cuenta. ¿Qué? -le pregunto.

Josh se rascó la cabeza, dejando una mancha de polvo gris en el cabello rubio y, al fin, formuló la pregunta que lo tenía intrigado hacía semanas:

– ¿Qué es una aventura?

Capítulo22

En la mañana de ese jueves, la pequeña Dama Gris del Mar hacía honor a su apodo. Un fino velo de niebla cubría la costa y, sobre la isla, el cielo era de un sombrío gris acero. Despertó a la ciudad, como siempre, el sonido de las campanas matinales de la Iglesia Congregacionista, el clang del martillo del herrero, el restallar de las velas en el viento, el siseo de las olas contra los pilares, y el traqueteo de las ruedas de madera sobre los adoquines.

Un par de carretas de carga se detuvo junto al portón abierto de la tonelería, donde lo único que quedaba como siempre eran el hogar y el banco de herramientas. Bajaron dos estibadores, entraron y empezaron a trasladar los barriles haciéndolos rodar y cargándolos luego en las carletas. Un encorvado tonelero viejo, con una cabeza de rizos blancos, junto a otro más joven, alto y delgado, cuya melena rubia se enredaba en torno a la cabeza como un manojo de algas. Una lánguida voluta de humo azul ascendió sobre sus cabezas; el brazo del más joven rodeó los hombros del más viejo, y lo oprimió con fuerza.

– Bueno, viejo…