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Poniéndose de puntillas, Laura le puso la gorra en la cabeza, colocó la visera en un ángulo atrevido y observó el resultado.

– Más vale que así sea -replicó, con voz suave.

Se besaron otra vez, mientras las manos de Rye recorrían, posesivos, el torso de Laura y ella le tocaba el mentón. Luego, la apartó y retrocedió un paso.

– Volveré lo más rápido que pueda. Entretanto, ve preparándote para nuestra boda… otra vez. Pero, en este caso, cuando diga hasta que la muerte nos separe, podrás creerle.

Se dio la vuelta y se fue.

Sonriendo en dirección a la puerta, Laura se volvió. ¡Sentía el cuerpo combustible! Tanta contención estaba haciendo trizas su compostura. Respiró hondo cuatro veces, pero no la ayudó demasiado y, al fin, se pasó una mano por la falda y se abrazó a sí misma, tratando de apaciguar las palpitaciones que habían desatado las caricias de Rye.

«¿Qué hora es? Todavía no es mediodía. ¿Cuántas horas habrá que esperar? Hasta las ocho de la noche; sólo entonces será respetable retirarnos. Dios mío, ¿cómo aguantaré tanto tiempo?»

Se quitó el sombrero y la capa y paseó por la pequeña cabina probando el colchón, empujando los baúles contra la pared. Como no había lugar para guardar la ropa, no se podía sacar nada. El tiempo se arrastraba.

Cuando volvió Rye, la encontró sentada en el camastro de abajo. En cuanto entró, ella se levantó de un salto, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

– A las cuatro en punto -anunció Rye, sin más preámbulo.

– A las cuatro en punto -repitió, como una letanía.

– Sí. En el camarote del capitán.

Inspeccionó el vestido amarillo con expresión de tensa impaciencia.

– Bien -suspiró Laura, levantando las manos y mirando alrededor, como si esperara que de las paredes brotara algún entretenimiento que la ayudase a pasar el tiempo.

Él hizo una profundísima inspiración y fue soltándola lentamente, al tiempo que empujaba la gorra hacia atrás con el pulgar. Se apartó de la puerta, la abrió y le cedió el paso.

– Vayamos a ver cómo están los pollos.

Laura sintió que se le aflojaban las rodillas de alivio. Los cuatro pasaron una hora muy grata observando a los pollos y a la perra, que ya no mostraba tanta curiosidad y permitía que le pusieran a las diminutas aves amarillas entre las patas y hasta en la cabeza.

Poco después de mediodía una campana anunció el almuerzo, que fue servido en un largo salón de proa, tan carente de lujos como el resto del navio. Llenaban el salón mesas y bancos, y había poco lugar para que pasaran los sirvientes del barco con el guiso de mariscos, y el duro pan negro que componían la comida.

Laura, sentada junto a Rye, sentía arder el muslo a cada roce del hombre. En torno a la mesa, la conversación era animada y los pasajeros intercambiaban datos sobre lugares de destino y de procedencia. No fue necesario revelar que Laura y Rye iban a casarse esa tarde, pues estando acompañados por Josh y por Josiah, todos los consideraban un matrimonio.

A la tarde, Rye salió del camarote para que Laura descansara, si quería, y él llevó su baúl al cuarto vecino. Pero estaba tan tensa que le era imposible relajarse. Comprobó que consultaba a cada instante el diminuto reloj de oro que llevaba prendido cerca de la clavícula y cuando, al fin, vio que eran las tres, fue al cuarto de al lado a buscar a Josh y, para horror del niño, le indicó que ya era hora de que se cambiara de ropa y se preparase.

Laura había decidido usar el vestido amarillo y se había recogido el cabello en un moño en lo alto de la cabeza, pero los nervios le impedían decidir si usar o no sombrero.

– ¿Qué opinas, Josh?

Josh no la ayudó mucho a decidirse: no hizo más que encogerse de hombros y preguntarse por qué su madre estaría comportándose como un pez fuera del agua.

A las cuatro menos diez se oyó un golpe en la puerta y Laura, haciendo una brusca inhalación, susurró:

– ¡Abre tú, Josh!

Al abrirse la puerta, dejó ver a un Rye Dalton recién peinado, ataviado con el mismo traje elegante que había usado para la cena en casa de Joseph Starbuck. Los pantalones verdes se le pegaban a los muslos como se adhiere el hollejo a una uva. La chaqueta delineaba los hombros y la musculatura con increíble precisión. La piel tostada estaba semioculta por los niveos volantes de las mangas, que le llegaban hasta los nudillos, y resaltaba contra el cuello alto que casi le llegaba hasta las patillas.

– ¿Estáis listos?

Yo lo estoy desde los quince años.

Laura frenó sus salvajes pensamientos, y logró decir, con voz ronca:

– Sí, los dos.

Rye asintió y se apartó de la puerta, hacia la cual se precipitó Josh para salir antes que su madre, pero la mano fuerte del padre lo detuvo a mitad de camino.

– Las damas primero, jovencito.

En la escalera se les unió Josiah, y los cuatro subieron a la cubierta principal de popa, donde estaba el camarote del capitán.

El capitán Benjamín Swain era un sujeto robusto, de grandes patillas, mejillas rojas y una voz áspera y chirriante. Los hizo pasar y los saludó:

– ¡Pasen, pasen! -Se sorprendió al ver al más pequeño del cuarteto, que entró pegado a los talones de la madre-. Bueno, ¿a quién tenemos aquí?

Josh lo miró:

– Soy Joshua Morgan, señor.

– Con que Joshua Morgan, ¿eh?

Josh asintió, y no ofreció más explicaciones al capitán.

El rubicundo capitán cerró la puerta y carraspeó, haciendo retumbar la cabina.

– Este es mi primer ayudante, Dardanelle McCallister -presentó el capitán Swain-. Me pareció que podían necesitar un testigo.

Rye y el ayudante se dieron la mano.

– Señor McCallister, se lo agradezco, pero no será necesario, pues mi padre actuará de testigo.

– Ah, muy bien, señor, entonces iré a ocuparme de mis tareas.

Se hicieron las demás presentaciones, y el capitán estrujó la mano de Laura en su poderoso apretón.

El camarote era la parte más lujosa de la nave. Las paredes eran de rica madera de teca, y había accesorios de fina factura, que no existían en los de la cubierta inferior. En un extremo del cuarto había una cama tallada, y en el otro, un gran escritorio con compartimientos y un gabinete cerrado que parecía un guardarropas. El centro del cuarto estaba ocupado por una mesa sobre la que había mapas, diarios de a bordo, un sextante de bronce y compases. Había más espacio que en sus camarotes, pero de todos modos, las cinco personas presentes lo llenaban todo.

El capitán Swain les indicó que se pusiesen a un lado del escritorio, y él se inclinó para sacar la Biblia del cajón inferior.

Laura estaba entre Rye y Josiah, mientras que Josh se colocó entre ellos, con las manos del padre sobre los hombros. El capitán se puso a hojear la Biblia pero, antes de que encontrase lo que buscaba, Josiah se inclinó hacia delante y le murmuró algo en el oído. Rye y Laura se miraron, intrigados, pero la conversación en murmullos continuó sin que ellos recibieran explicaciones. Luego, el capitán asintió, se situó en su lugar y alzó la vista, carraspeando por segunda vez.

– Entonces, ¿todos listos?

Josh asintió entusiasta, balanceando la cresta. El capitán exhaló, vaciando el pecho, y empezó a leer una sencilla plegaria. Laura sintió que el codo de Rye temblaba al rozar el suyo, y fijó la vista en los botones dorados que relucían en el vientre prominente del capitán. Concluyó la plegaria, y el hombre dejó el libro e improvisó:

– Se han presentado ante mí, el decimotercer día de marzo de mil ochocientos treinta y ocho, para unirse en matrimonio. ¿Es así, señor Dalton?

– Así es.

– ¿Es así, señorita Morgan?

– Así es… soy la señora Morgan.

El capitán arqueó una ceja.

– Señora Morgan, sí -se corrigió-. Según su leal saber y entender, ¿conocen algún impedimento para que el Commonwealth de Massachusetts no acceda a sus pretensiones?