De pronto, Rye gimió, la sujetó por las caderas y hundió la cara en la carne fragante, atrapando otra vez el pecho y obligándola a quedarse quieta mientras él soltaba el botón de la cintura, y empujaba hacia abajo camisa, calzones, enaguas y vestido, que quedaron a sus pies en un amontonamiento de color limón.
– Siéntate. Te quitaré los zapatos.
Con ruido sordo, Laura cayó sobre la nube de prendas: parecía el pistilo en el centro de una margarita amarilla y blanca, mientras Rye se arrodillaba ante ella, aflojaba rápidamente los cordones del zapato, se lo quitaba tirando del talón y le quitaba la media para luego alzar la vista.
– El otro -le ordenó, ya impaciente.
Estaba enganchado en la cintura de la enagua, y él lo soltó, y luego descalzó el otro pie sin desperdiciar un solo movimiento.
Mientras Rye tiraba con destreza de los cordones, ella le acariciaba el muslo con el pie desnudo, contemplando la coronilla que se inclinaba sobre el otro pie.
– ¿Tienes idea de lo mucho que ansiaba hacer el amor aquel día que me senté en tu regazo, sobre la silla?
Rye alzó la vista, asombrado:
– El día que me echaste -recordó.
– Sí, el día que te eché -respondió, y siguió en tono seductor-: Esa noche, cuando me acosté, me satisfice yo misma.
Rye se quedó boquiabierto, con expresión atónita en el rostro petrificado. El zapato cayó al piso.
– Después de cinco años, aún estás llena de sorpresas.
Laura giró las rodillas a un lado, rodó sobre la cadera y se inclinó hacia él con una mano apoyada en el suelo.
– Bueno, no me digas que tú no hiciste lo mismo muchas veces, en los años que estuviste a bordo del ballenero.
Al tiempo que hablaba, sus manos se acercaron a los pantalones.
Simultáneamente, Rye manipulaba los botones de la camisa, sonriéndole:
– No lo niego. Pero cada vez que lo hacía pensaba en ti. -Aferrando la pechera de la camisa, se la quitó a tirones, con impaciencia, sacándola por los hombros. La sonrisa se hizo más audaz-. Creo que, en adelante, no habrá mucha necesidad de autosatisfacción, ¿no le parece, señora Dalton?
– Oh, espero que no.
Con los pantalones ya desabotonados, Rye se sentó y empezó a tironear de una de las largas botas negras bajo la mirada acariciadora de Laura. La bota no salía. Ahogó una maldición, y siguió tirando mientras Laura, de rodillas, asió las puntas del corbatín con las manos, lo atrajo hacia sí y le pasó la punta de la lengua por la ceja izquierda.
– Esta condenada bota…
En ese preciso instante, se salió. De inmediato la emprendió con la otra mientras Laura repetía el tratamiento con la otra ceja, obligándolo casi a irse hacia atrás con su provocación, acariciándole los párpados con la lengua húmeda, pasándola por el costado de la nariz para terminar mordiéndole el labio superior.
– ¿Quieres que te ayude con esa bota? -murmuró, atrapando entre los dientes un mechón rebelde de la patilla, tirando con suavidad, besuqueando en dirección a la oreja.
Hundió la lengua ahí, y Rye dio un brutal tirón que hizo volar la bota a la otra punta del camarote.
Giró sobre las caderas, haciendo caer a Laura al suelo debajo de él, los pechos aplastados bajo el rizado vello de su tórax. Le sujetó la cabeza por los lados, asaltando la boca con la suya, pasando la lengua ansiosa sobre los dientes de Laura, bajo la lengua de ella, encima, hundiéndose una y otra vez con sugestivo ritmo.
Aún le colgaban los pantalones de las caderas, pero la espalda desnuda de Laura estaba apretada contra el suelo áspero del camarote, a través del cual se percibía el palpitar de la máquina. Sintió la repercusión de los golpes a través de los músculos, mientras Rye se colocaba sobre ella hasta hacer coincidir un cuerpo con otro. En la profundidad del barco, los pistones se hundían en las válvulas de vapor de la máquina, y el firme tamborileo hacía vibrar el navio con un constante ruido ahogado.
Los brazos de Laura rodearon los hombros de Rye y pasó las yemas por cada vértebra de la columna hasta donde llegaba, mientras las caderas del hombre empezaban a moverse al mismo ritmo que la potente letanía de la maquinaria que los dos sentían y oían.
Sincronizaron los movimientos cuando Laura se unió a él en esa cadencia de impulso y retirada, y luego, maniobrando con un pie, lo enganchó en la cintura del pantalón y empezó a bajarlo por las nalgas. Él la ayudó con una mano y cuando la prenda salió por los talones, las plantas de los pies de Laura acariciaron las partes traseras de los muslos y exploraron los huecos de las rodillas.
Rye se sostuvo con los brazos en el suelo, encerrando la cabeza de la mujer entre las manos, derramando una lluvia de besos en su cara.
– Te amo… Laura, Laura… tantos años… te amo.
Hizo ondular las caderas, y encontró en ella acompañamiento. El cuerpo de la mujer se alzó hacia él dándole la bienvenida, y los dedos de Laura se deslizaron por la cabeza de él, atrayéndolo hacia ella, encima de su propia cabeza.
– Rye… siempre fuiste tú… te amo… Rye…
Los labios húmedos se apretaron contra los párpados cerrados, adoraron el hueco de la mejilla y reencontraron la boca querida, de la que conocían la forma, el calor, el tesoro que guardaba para ella, antes de que se cerrara una vez más sobre la suya.
Él se elevó.
Ella se estiró hacia él.
Él se equilibró.
Ella se colocó.
Él presionó.
Ella se abrió.
Él se hundió.
Ella lo rodeó.
Los dos juntos sumaron un ritmo más a los innumerables e incesantes ritmos del universo. El cuerpo de Laura se abrió como la valva de una ostra, y las fluidas embestidas de Rye buscaron y rescataron la perla del interior, esa piedra preciosa de sensualidad que, al excitarse, disparaba una fuerza mágica que encendía sus miembros. Recibió cada embestida con la misma fuerza y, juntos, fueron en pos de la recompensa que habían ganado en aquel largo invierno de soledad.
El amor los hacía flotar, y una lujuria tan intensa y exigente como merecían sus cuerpos saludables los volvía poderosos. Laura desnudaba los dientes bajo los impulsos de Rye, de una potencia tan grande que pronto provocaron dentro de ella las primeras pulsaciones.
Sin advertirlo, estiró las manos sobre la cabeza y las apoyó contra la puerta del camarote, cuando las sensaciones explotaron en ella, atenazándole los músculos. Se estremeció, y la superficie de la piel se perló de miles de diminutos puntos estremecidos, como la de un estanque ondulado por la brisa.
En el fondo de la garganta de Rye resonó un gemido, y llevó a Laura más alto, aferrándole las caderas con las manos abiertas, mientras ella sesujetaba los codos sobre la cabeza y los potentes músculos de los brazos de él se ponían tensos como el cordaje de los aparejos de un velero. Lanzó un grito inarticulado de liberación, dio una última embestida y se estremeció apretado contra ella, con el cabello sobre la frente, sacudido por un interminable temblor, mientras sus dedos tensos dejaban diez marcas de posesión en las caderas de la mujer.
Luego, los brazos se aflojaron, los párpados bajaron, y dejó caer la cabeza hacia adelante, apoyando los labios abiertos en el hombro de Laura.
Debajo, la máquina seguía palpitando, Encima, la lámpara aún se balanceaba. Más allá, los camastros estaban intactos. Para hacerlo volver del estupor en que se había sumido, Laura le rozó el hombro húmedo.
– Rye.
– ¿Eh?
Su peso era como un regalo inmóvil depositado sobre ella.
– Rye, nada más. Siempre quiero decirlo… después.
Los labios que se apoyaban en el hombro se separaron, se apretaron en mudo homenaje, y la punta de la lengua le humedeció la piel.
– Laura Adele Dalton -repuso.
Laura sonrió. Rara vez usaba el segundo nombre, porque a ella no le gustaba pero, en ese momento, viniendo de los labios del marido, se impregnó de un nuevo sonido, que se unía a Dalton.