Más allá de los árboles y setos había unos arcos de compleja decoración, cuyos pilares retorcidos parecían demasiado frágiles para la carga que soportaban. Sin embargo, la impresión global era de perfección. Todo era apacible simetría, jubilosa armonía.
Cuando Maggie salió al exterior a respirar el aire dulce, vio que la luna se elevaba en un cielo de una claridad deslumbrante. Costaba recordar que Inglaterra se hallaba bajo la nieve. Tan lejos al sur, las noches de diciembre a menudo eran agradables, aunque al pie de las montañas eran más frescas que en la ciudad, y ella solo llevaba puestos un camisón y una bata finos. Pero hasta el frescor resultaba agradable, y quizá la armonía del jardín pudiera restaurar la armonía en su mente.
La cena había sido agotadora. Unos parientes de Sebastián, que vivían cerca, se habían presentado para celebrar su regreso, y a ellos se habían unido algunos personajes distinguidos del gobierno local.
El único que sobresalía en la mente de Maggie era Alfonso, un primo lejano de veintitantos años que desempeñaba la función de secretario de Sebastián. Era atractivo y a primera vista mostraba el porte altivo de un Santiago. Pero su sonrisa era encantadora, y cuando miraba a Catalina mostraba una especie de conmoción anonadada en sus ojos que hizo que Maggie sintiera pena por él. Habría sido un marido mucho más apropiado que Sebastián para la joven.
Se inclinó para observar su propio reflejo iluminado por la luna, dispersándolo al mover los dedos, pero se agrupó otra vez cuando el agua se quedó quieta.
– Eres como yo -musitó en la noche-. Rota un momento, apacible al siguiente. Pero la paz es una ilusión; se puede resquebrajar con tanta facilidad. ¿Por qué acepté venir aquí?
– ¿Por qué, ciertamente? -murmuró una voz detrás de ella.
En el mismo instante vio su silueta en el agua.
– No sabía que estuviera aquí -repuso Maggie, volviéndose.
– Lamentó haberla sobresaltado -se disculpó Sebastián.
– Siempre se debería poder caminar por un jardín cerrado a solas -asintió ella-. De esa manera se encuentra la paz y el paraíso.
– ¿Comprende el simbolismo? -inquirió complacido.
– Sé por qué la arquitectura árabe se alza en torno a lugares como este -comentó-. Pero no estoy segura de aceptarlo. ¿Cómo se puede alcanzar la verdad o el cielo cuando el entorno deja tantas cosas fuera?
– Pero olvida que también simboliza la totalidad del cosmos, el mundo y el infinito. Aquí, toda la belleza se puede contener en la palma de la mano.
Introdujo la mano en el agua y la alzó, para que se escurriera y dejara solo un poco en la palma ahuecada, hasta que Sebastián abrió los dedos y permitió que cayera toda. A la luz de la luna brillaba como si fuera mágica, capturando la mirada de Maggie, casi hipnotizándola.
– Puede aceptar el simbolismo como más le plazca.
Le habría gustado quedarse a contemplar el agua para siempre, mientras sentía cómo la paz invadía sus huesos. Sería fatalmente fácil rendirse a la magia del lugar. También Maggie introdujo la mano para volver a alzarla, fascinada por las gotas. Sebastián tomó sus dedos y los apretó con suavidad.
– Gracias por todo -musitó-. Por calmar los temores de Isabel y por ser amiga de Catalina, por ser sabia y fuerte.
A través del agua fría pudo sentir la calidez de la mano de él, que sostenía la suya con un poder oculto pero ineludible. Intentó hablar, pero no pudo. Algo le dificultaba respirar.
– Creo que su lugar está en un jardín cerrado -continuó Sebastián.
– ¿Aislada del mundo? -trató de escapar del hechizo-. No.
– No, no aislada. Traería el mundo al interior, con usted, y lo contendría en una mano, y el hombre que viniera a buscar la verdad y la sabiduría, las encontraría en usted. Entonces él sí que podría aislar el resto del mundo, ya que aquí poseería todo lo que necesitaba.
– ¿Es de sabios darle tanta importancia al simbolismo? -preguntó en voz baja-. Si nos cegamos con los símbolos, ¿dónde queda la realidad?
– Me pregunto de qué realidad habla.
– ¿Hay más de una?
– Hay un millón, y cada hombre elige la suya.
– Es posible que cada hombre -ironizó-. Pero, ¿Cuán a menudo puede elegir una mujer? Casi siempre le imponen la realidad de un hombre.
– ¿Se la impusieron a usted? ¿O la eligió libremente… para luego descubrir que había elegido cegada?
– ¿Acaso las elecciones no se realizan a ciegas? Para descubrir demasiado tarde que nos equivocamos -experimentó un leve temblor.
– Tendría que haberse vestido con más sensatez para salir aquí -indicó Sebastián. Se quitó la chaqueta y se la pasó por los hombros-. Si enfermara, mi prometida no me lo perdonaría. Ya está enfadada conmigo por «obligarla brutalmente» a venir a un lugar donde su corazón se romperá por los recuerdos de su gran amor perdido.
– ¡Santo cielo! Le he pedido que no me viera a través de un filtro de trágico romance.
– Pierde el tiempo. Le encanta verla de esa manera. Luego querrá vagar por las calles de Granada en busca de los lugares que conoció con él.
De pronto Maggie fue consciente del peligro. Había estado presente en todo momento, pero lo había soslayado hasta que casi fue demasiado tarde. Se apartó de él.
– Pierde su tiempo, Sebastián. No hablo de mi marido con Catalina y tampoco lo haré con usted.
– No obstante, vino a Andalucía a encontrarlo… o a deshacerse de una vez por todas de él. Me pregunto qué será.
– Puede seguir preguntándoselo. No es asunto suyo.
– ¡Cuánto se enfada cuando se menciona!
– ¡Tampoco mi enfado es asunto suyo!
– Entonces permita que le de un consejo. Si desea mantener sus secretos, esconda su ira. Revela demasiado sobre usted.
El último vestigio del hechizo se desvaneció. ¿Cómo se atrevía a pensar que podía divertirla con esas tonterías sobre los jardines y la verdad?
– No sabe nada de mí -aseveró-, excepto que le puedo ser de utilidad. Eso es lo único que necesita saber y lo que jamás sabrá. Mis «secretos» no le atañen, mi vida privada no le atañe, y si alguna vez vuelve a mencionarlos, me marcharé -se puso a temblar. Para ocultárselo, fue a darse la vuelta, pero él la detuvo con una mano en el brazo.
– Lo siento. No me percaté de que resultara tan doloroso.
– Buenas noches, don Sebastián -respiró hondo.
– No se vaya todavía.
– He dicho buenas noches.
Él quiso apretar los dedos, pero descubrió que no aferraba nada. Maggie se había escabullido, dejándolo con la chaqueta vacía en la mano.
El tiempo que quedaba hasta la boda era breve, y la primera prioridad de Catalina era visitar a la señora Diego, una modista de Granada en cuyo local encontraría una selección de vestidos de novia entre los que poder elegir. A la mañana siguiente, el coche estaba listo para llevarlas. Durante el trayecto, Maggie notó con ironía que el estado de ánimo de la joven había vuelto a cambiar. La tristeza de la noche anterior había sido sustituida por la emoción de dedicar un día a compras caras.
Se probó un vestido tras otro, hasta que al final las tres coincidieron con uno de encaje que potenciaba sus delicados atractivos. Era un poco grande, pero se lo podía retocar de inmediato. Catalina se entregó con entusiasmo a unas pastas dulces mientras esperaba la siguiente prueba.
– ¿Te importa si me marcho un momento? -preguntó Maggie-. Regresaré en una hora.
Con la boca llena, la joven le hizo un gesto para que se fuera. Maggie había quedado consternada al descubrir que la tienda se hallaba a solo unas calles del lugar donde había estado situado el negocio de Rodrigo.
En el último momento estuvo a punto de cambiar de parecer, pero algo la impulsó a girar por la esquina y ahí lo vio, el local que en una ocasión había contemplado con tanto pavor. En ese momento era diferente, más cuidado, con un aspecto más próspero. Quienquiera que lo hubiera ocupado, había tenido éxito. El nombre grabado en la puerta ponía José Ruiz, lo que hizo vibrar un recuerdo.