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De pronto la puerta se abrió y salió un joven extremadamente atractivo. Cuando sus ojos se posaron en ella, por su cara se extendió una expresión de júbilo.

– ¡Maggie! -exclamó, avanzando con las manos extendidas. Se detuvo ante ella-. ¿No me recuerdas?

Entonces supo que era el joven primo de Rodrigo que había ido constantemente a su hogar.

– ¡José! -saludó complacida-. Por un momento no te reconocí.

– Entonces era un niño, ahora soy un hombre -anunció con orgullo.

El paso de los quince a los veintitrés años había sido amable con él. Tenía los hombros más anchos, el porte más maduro, aunque aún había risa en sus ojos.

– Me alegro tanto de volver a verte -dijo José-. Nunca olvidé lo amable que fuiste conmigo. Hay una cafetería una calle más abajo donde podemos tomar algo -fueron hacia allí y una vez sentados, él comentó-: Pensé que jamás volverías aquí.

– Yo también. Me ha traído el azar.

Le habló de su empleo y los ojos de José se abrieron mucho.

– Claro que he oído hablar de don Santiago. ¿Quién no por aquí? Es un gran hombre.

– Permite que lo dude. A mí se me ocurren otras palabras para describirlo. No creo que te gustara más que a mí.

– ¿Gustarme? -José pareció un poco asombrado-. Maggie, es un hombre de autoridad, de respeto, de poder. Sus propiedades son vastas, posee cultivos de naranjas y limones, viñedos. Uno no se atreve a juzgar a semejante hombre. Solo reza para no provocar su desagrado.

– No tengo paciencia con este tipo de charlas. Es un hombre como cualquier otro. De hecho, yo he provocado su desaprobación, pero me parece perfecto, porque él también tiene la mía.

– ¿Se lo has dicho? -José la observó fascinado.

– Desde luego.

– ¡Qué valiente eres!

– Háblame de ti. ¿Qué haces en ese sitio?

– Asumí el contrato de Rodrigo y comencé mi propio negocio. Exporto fruta de esta región e importo pequeños artículos de lujo de todo el mundo.

– Si no recuerdo mal, eso hacía Rodrigo, cuando se molestaba en hacer algo.

– No hablemos de él -se mostró inquieto-. Por suerte, mi apellido es Ruiz, no Alva, de modo que cambié el nombre del negocio y no lo dirijo como hacía él.

– Eres inteligente. Yo tampoco llevo ya su apellido -miró el reloj-. He de regresar. Catalina se estará preguntando por qué me retraso.

– ¿Es la prometida de don Sebastián?

– Sí. La dejé probándose vestidos de novia.

La luz del comercio iluminó los ojos de José.

– Deja que te acompañe, Maggie.

– Esos artículos de lujo que importas -sonrió-, ¿resultan apropiados para una boda?

– Muchos, sí. Pero pensaba más en que me presentaras a don Sebastián. Tiene influencia en el gobierno andaluz. Si pudieras presentármelo -suplicó José-. Hay contratos que podría conseguir… él conocerá a gente… por favor, Maggie -le tomó la mano y le imploró-. En nombre de nuestra vieja amistad.

– De acuerdo -aceptó, incapaz de no sonreír-. Haré lo que pueda por ti. Pero recuerda, para esta gente soy la señora Cortez. Ocurrió por error, pero necesitaría muchas explicaciones para arreglarlo.

– No mencionaré a Rodrigo -prometió-. No sé cómo darte las gracias.

La acompañó a la tienda y llegaron en el momento en que Catalina daba vueltas en un torbellino de encaje blanco.

– ¿No es perfecto, Maggie? -gritó Catalina-. ¿No estoy hermosa?

– Preciosa -concedió-. Catalina, te presentó a José, un viejo amigo -la joven realizó una reverencia teatral. José respondió con una correcta inclinación de cabeza-. José irá a verme esta noche después de cenar -añadió.

– Oh, no, debes ir mucho antes -indicó Catalina con un mohín-. Va a ser una cena tan aburrida, llena de tías viejas. Debes cenar con nosotros, y así no será tan aburrida.

José aceptó agradecido y se separaron con la promesa de que se verían más tarde. Maggie tuvo dudas de haber hecho lo correcto, pero la velada fue mucho mejor de lo que se había atrevido a esperar.

Como había dicho Catalina, la mesa enorme estaba llena de familiares mayores. El comportamiento de José fue perfecto. Se mostró cortés con sus mayores, encantador con las damas y escuchó con deferencia el consejo de los hombres. Maggie lo presentó a Sebastián, quien asintió con gesto educado antes de dar media vuelta. José no mostró impaciencia y al final se vio recompensado con quince minutos en su estudio. Antes de marcharse, apretó las manos de Maggie.

– Muchas gracias -dijo con un fervor que le indicó que la entrevista debía de haber salido bien.

Esa noche volvió a dar un paseo por el jardín, eligiendo un camino diferente que el de la última vez. Vagó entre las flores por los senderos plateados por la luna, que serpenteaban y terminaban en sombras. Los pájaros trinaban con suavidad en la noche y allí donde sus ojos se posaban había belleza.

– ¿Mi hogar la complace ahora que lo conoce mejor? -surgió una voz en la oscuridad. Salió de entre unos árboles, una silueta perfilada por la luna. Lucía la ropa con la que había cenado, pero llevaba la camisa abierta hasta la cintura. El pecho estaba cubierto de vello, elevándose y bajando como si hubiera corrido.

– Creo que vive en el lugar más hermoso de la Tierra -convino.

Sebastián llevaba dos copas de vino, una de las cuales le entregó, como si hubiera sabido que Maggie estaría allí.

– ¿Qué impresión le causa Catalina? -preguntó-. ¿Le parece feliz?

– Ahora sí, porque está rodeada de cosas bonitas y el gran día va a ser el centro de atención. Pero, ¿y después?

– Después, la mimaré como la niña que es, y no le faltará nada. Desde luego, puede que la vida le resulte carente de intereses intelectuales…

– Ya hemos acordado que no es una intelectual – ironizó ella.

– Siempre estará contenta mientras no le falte una generosa asignación y amigas con las que poder hablar de sus cosas -indicó con tono indulgente.

A Maggie le irritó no poder cuestionar su afirmación, pero había descubierto que la evaluación de Sebastián sobre su prometida era certera. Eso no hacía que estuviera de acuerdo con el matrimonio.

– ¿Y qué me dice de usted? -preguntó-. ¿Cómo se arreglará con una mujer que no es capaz de compartir sus pensamientos?

– Comparto mis pensamientos con los hombres, no con las mujeres -se encogió de hombros.

– ¡Santo cielo! -puso los ojos en blanco.

– Exige demasiado de un matrimonio. Ninguna relación puede satisfacer todas las necesidades. Catalina y yo formaremos un hogar juntos. La mantendré protegida, le daré hijos y satisfaré su necesidad de pasión.

– ¿Está tan seguro de que puede satisfacer eso? – espetó.

– Hasta ahora no he tenido quejas.

– Deténgase ahí mismo. No me apetece oír cosas sobre sus conquistas fáciles.

– ¿Por qué asume que fueron fáciles?

– Porque ahora lo conozco. Sé cómo hablan de usted… Don Sebastián, el hombre de autoridad, de respeto, de poder. El hombre cuya atención quiere captar todo el mundo…

– Como su amigo esta noche -murmuró.

– Sí. Por el amor del cielo, casi dio saltos de alborozo al enterarse de que lo conocía.

– Vaya, Margarita -musitó-. No sabía que llenara una parte tan importante de su conversación… o de sus pensamientos.

– No trate de tenderme trampas…

– Se las tiende usted misma. ¿Por qué le caigo tan mal?

– Porque… -de pronto le costó responder-… porque siento pena por Catalina. Desde su punto de vista sé que pretende ser un buen marido, pero su punto de vista es estrecho. Veo cómo la conduce hasta este matrimonio sin dejarle la oportunidad de encontrar algo mejor.