– ¿Algo mejor que un hogar en el que será mimada y consentida, en el que recibirá seguridad para criar a sus hijos? Sí, seré un buen marido desde mi punto de vista. Y este incluye algo de lo que usted jamás habla, quizá porque considera que no importa.
– Oh, sé lo que es la pasión -manifestó con una amargura que no pudo contener-. Sé lo peligrosa que resulta y lo sobrevalorada que está. Piensa que si la ciega de esa manera, nada más importará.
– Creo que un hombre que satisface a su mujer en la cama es un buen marido y que ha protegido la santidad de su hogar.
De pronto el tiempo dio marcha atrás y ella se vio una vez más ante Rodrigo, convencido de que su destreza técnica como amante tenía que silenciar todo argumento. Aterrada, lanzó las palabras más crueles que pudo encontrar.
– ¿Y cómo sabrá si está realmente satisfecha, Sebastián? ¿Cómo podrá estar seguro de que lo que ve no es fingido, de que su mujer no cumple el papel de prisionera aplacando a su carcelero? Ese es el problema cuando un hombre ostenta mucho poder. Jamás puede tener una convicción plena, ¿verdad? -la respiración brusca de él le indicó que había dado en el blanco.
– Tenga cuidado -dijo con aspereza.
– Es cierto. ¡Reconózcalo!
No sabía qué demonio la impulsaba a provocarlo hasta límites poco seguros. Solo sabía que haría cualquier cosa para resquebrajar su control y borrar la expresión de complacencia de su cara. Y que tenía éxito.
– Deténgase -ordenó él.
– ¿Por qué? ¿A qué creía que me refería al hablar de sus «conquistas fáciles»? Fueron muy fáciles, ¿no, Sebastián? Estoy convencida de que las mujeres se arrojan a su cama, pero, ¿es usted quien las complace o su dinero y poder? Nunca estará seguro, ¿verdad?
– Será mejor que lo juzgue usted misma -espetó.
Leyó sus intenciones en sus ojos y retrocedió, pero demasiado tarde. Sintió su mano en la cabeza y su boca en los labios antes de tener tiempo para pensar. Con el otro brazo la pegó a su cuerpo. Lo había provocado demasiado. En ese momento tenía algo que declarar y a los pocos segundos supo que lo iba a hacer con fuerza devastadora. No daría ni pediría cuartel.
«Pero eso también va por mí», pensó con furia. Qué placer sería yacer inmóvil en sus brazos y hacerle ver el poco impacto que establecía en una mujer que no quería nada de él. Sería satisfactorio enseñarle una lección.
Dejó caer las manos a los costados y no se resistió mientras sentía sus labios, hábiles, con un objetivo. No prestó atención a los movimientos que intentaban conseguir que reaccionara. Sin embargo, le costó más resistir su fragancia caliente y la sensación que le producía el contacto con su cuerpo. Era consciente de sus muslos, de sus caderas estrechas y del hecho de que había alcanzado una erección veloz.
Para su consternación, ese conocimiento envió destellos de excitación por el cuerpo de Maggie. No era eso lo que había querido que pasara, y no pensaba ceder. Debía recordar lo mucho que le desagradaba Sebastián, porque así no querría pegarse más a él.
Él levantó la cabeza y la miró con una sonrisa.
– No va a ser tan fácil -afirmó-. Para ninguno de los dos.
– ¡Vete al infierno!
– Por supuesto. Es ahí adonde me estás empujando. Vayamos juntos.
– ¡No!
– Es demasiado tarde para decir que no. Demasiado tarde para los dos. Deberías haber pensado en ello antes de provocarme. Ahora hemos de llegar hasta el final.
Le cubrió la boca con un movimiento rápido y hambriento, y Maggie cerró las manos. Costaba mantenerlas a los costados cuando querían tocarlo, excitarlo. Resistió el impulso, pero percibió que él sentía su lucha. Como si le leyera la mente, Sebastián le susurró sobre la boca:
– ¿Por qué te opones a mí?
– Porque alguien ha de hacerlo -soltó con vehemencia. Asombrado, él se echó para atrás y estudió su rostro-. Tu poder es mayor del que debería tener un solo hombre -explicó-. Pero mientras yo esté viva, jamás será completo. Jamás te concederé poder sobre mí. Ni por un instante.
– Creo que realmente lucharías contra mí hasta el último aliento -murmuró con voz ronca.
– ¡Ni lo dudes! Porque he visto quién eres.
– ¿Y qué crees ver?
– Que esto es una representación. En realidad no me deseas, no más que yo a ti. Lo que pasa es que no soportas que alguien no salte cuando chasqueas los dedos. Si dejo que me superes, me apuntarás como otra conquista y me olvidarás en un minuto.
– ¿Estás segura?
– Completamente.
– ¿Lo averiguamos?
– Jamás sucederá -respondió con lentitud. Se soltó y se alejó de él. Le costaba respirar, pero estaba al mando de sí misma-. Me marcharé de esta casa.
– ¡Lo prohíbo!
– ¿Y crees que solo te basta con dar tus órdenes? Conmigo no lo intentes, Sebastián. Me iré a primera hora de la mañana. Y considérate afortunado si no le cuento a Catalina con la clase de hombre que va a casarse.
– ¿Y tú lo sabes?
– Sé que sin importar lo que puedas ofrecerle a tu esposa, no será fidelidad.
– Me cuesta pensar en la fidelidad cuando estás cerca. Quizá deberías de culparte a ti misma por eso. ¿Por qué me incitas si no tienes nada para dar?
– ¡No trates de que la culpa recaiga en mí! Yo no te incito.
– Lo haces por el simple hecho de vivir y respirar. Me incitas cuando entras en una habitación, cuando te veo…
– Entonces, cuanto antes dejes de verme, mejor.
Se alejó a toda velocidad. El corazón le martilleaba y el cuerpo le temblaba por la fuerza de las sensaciones que él había despertado. Todo lo que había dicho Sebastián era verdad. Era una mujer que había aprendido los secretos del deseo y no podía olvidarlos. Los había contenido, pero seguían allí, a la espera del hombre equivocado que los devolviera a la vida.
Corrió a su dormitorio, anhelando estar sola, pero de pronto apareció Catalina, que sonrió al verla. Maggie pensó que esa era su oportunidad. Desde un principio había deseado parar esa boda, y si le contaba a la joven la verdad sobre su futuro marido, no harían falta más argumentos. Aunque existía la posibilidad de que la revelación provocara dolor sin conseguir nada.
– Pensaba que dormías -comentó.
– No puedo. No dejo de pensar en el precioso vestido. Seré la novia más hermosa.
– ¿Y después? ¿Será él un buen marido?
– Cuidará de mí -se encogió de hombros-, y yo tendré mucha ropa nueva.
Se acercaba tanto a lo que había dicho Sebastián, que Maggie experimentó un sobresalto. Algo en la prosaica actitud de Catalina hacia el matrimonio consiguió que las terribles palabras murieran antes de poder ser expresadas. Catalina le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso suave en la mejilla.
– Me siento tan feliz de que estés aquí -dijo-. Nadie jamás ha sido tan bueno como tú conmigo.
Se marchó por el pasillo. Al llegar a la puerta de su habitación, se detuvo, le sopló un beso a Maggie y entró.
– ¡Santo cielo! -musitó Maggie en el silencio.
– Gracias.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó al girar en redondo y ver que él terminaba de subir las escaleras.
– El tiempo suficiente para saber que podrías haberme traicionado y no lo hiciste.
– Por el bien de ella, no el tuyo.
– Lo sé -a la tenue luz del pasillo su rostro se veía tenso-. Esta noche me he conducido mal. Te alojas bajo mi techo… olvidé mi honor, el honor de mi casa. Si aceptas quedarte, te doy mi palabra de que jamás se repetirá algo así -titubeó y añadió-. Estarás a salvo, te doy mi palabra.
– Muy bien, me quedaré. Pero escúchame bien, Sebastián. Esta noche no podía delatarte, pero pienso emplear cada oportunidad que se me presente para socavar tu imagen a ojos de ella. ¿Me has entendido? Si logro convencerla de que no se case…, lo haré.