Выбрать главу

Con galantería, Sebastián informó a las mujeres de que se reunirían con ellas en una hora para comer. José y Horacio estaban invitados. Horacio se preparó para subir el botín de Catalina a su habitación, pero ante un gesto de Sebastián, Alfonso se encargó de los paquetes.

Comieron en la terraza del restaurante del hotel. Cuanto acabaron, terminaron por separarse: Maggie y Sebastián ansiosos por probar la pista más pronunciada, mientras los otros cuatro se decidieron por una un poco más segura.

– No hay nada como esta pista para eliminar las tensiones -dijo ella con alegría.

Esquiar con Sebastián fue incluso más jubiloso que hacerlo con José. Sebastián se plantó delante, en lo que bien podría haber sido un desafío silencioso. Maggie lo puso a prueba al incrementar la velocidad, pero él no tuvo problemas en mantenerse en la vanguardia.

Era hermoso de observar, fluido y grácil, sin perder en ningún momento el ritmo o el control. Ella requirió de toda su destreza para estar a su altura, pero lo consiguió. Al llegar al pie de la pista, guardaron un momento de silencio, apoyados en los bastones, con respiración entrecortada y amplias sonrisas.

– ¿Repetimos? -preguntó él.

Ella asintió.

Volvieron a subir; durante el ascenso, Sebastián giró la cabeza y le regaló una sonrisa sincera. Casi parecía un hombre diferente; como a Maggie le sucedía lo mismo, supuso que se debía al descenso vertiginoso.

También él había experimentado que dejaba atrás todas las preocupaciones mientras bajaba por la montaña, y por primera vez ella se preguntó cómo sería el peso de esas responsabilidades. Era un autócrata, y a veces demasiado severo, pero ya había comprobado cómo había cuidado de Isabel, no solo con llamadas telefónicas y órdenes, sino tomándole la mano para mitigar sus temores con amabilidad.

– De niño -comentó él al siguiente instante, como si sus mentes estuvieran conectadas-, prácticamente viví en estas montañas. Lo único que me interesaba era esquiar. Vivía y respiraba el deporte y soñaba con competir en la Olimpiadas.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Maggie.

– Cuando tenía dieciocho años mi padre murió, y tuve que ocuparme de todo.

– ¡Qué triste!

– ¡Tonterías! -gruñó él-. Siempre supe cómo sería mi vida. Mi padre me preparó para ella.

– Pero no creo que esperaras que muriera tan pronto, ¿verdad? Primero deberías de haber disfrutado de unos años para tus propios sueños.

– Sí -convino pasado un momento-. Debería haberlo tenido. Ya hemos llegado a la cima.

El momento había volado. Volvía a ser Sebastián, con el ceño fruncido para ocultar el bochorno que le producía haberle abierto una ventana a su corazón.

Esquiaron en esa pista cinco veces. Mientras regresaban al hotel caminando por la nieve, Maggie comentó:

– Aquí hay una pista tan empinada que recibe el nombre de «Muro de la muerte». Hasta ahora nunca me he atrevido a bajarla, pero pienso probarla una vez antes de irme.

– ¡No! -exclamó él en el acto-. Yo la he bajado y no es adecuada para una mujer.

– Menos mal que sé que estarás en tu luna de miel -expuso con sequedad-, lejos de mí e incapaz de darme órdenes.

– De todos modos, poca atención prestas a mis órdenes.

– Cierto. Y ten por seguro que esta ni la tomaré en cuenta.

Él se detuvo ante la entrada del hotel.

– No es una orden, Margarita. Es una súplica. He bajado por esa pista y te aseguro que no es por capricho que recibe el nombre de «Muro de la muerte». Eres una buena esquiadora, y quizá si te acompañara alguien, un amigo que te cuide… pero no lo tendrás. Me preocuparía pensar que realizas sola el descenso. Prométeme que no lo harás.

En su voz sonaba una nota poco familiar, casi el calor y la amabilidad de un verdadero amigo.

– De acuerdo, lo prometo -aceptó Maggie de forma impulsiva.

– Gracias -le tomó la mano-. Significa mucho para mí.

Pero entonces ella se recobró y recordó que en unas pocas semanas él estaría casado con otra mujer y fuera de su vida para siempre. Retiró la mano.

– Ese día contrataré a un profesional que me cuidará como si fuera una madre. ¿Entramos? Tengo hambre.

Encontraron a los demás ya sentados en la terraza de la cafetería. Los tres jóvenes se pusieron de pie al verlos llegar y Alfonso fue a llamar a un camarero. Sebastián ocupó la silla al lado de Catalina y le indicó a José que se sentara junto a su otro lado.

– Tenía intención de hablar contigo -le dijo a José-. Conozco a alguien que está interesado exactamente en los artículos que importas y me gustaría que arreglaras una entrevista -le puso un papel en la mano-. Ahí está su número. Llámalo ahora.

José desapareció y regresó con la noticia de que tenía una cita para la tarde siguiente.

– Entonces deberías marcharte de inmediato para pasar la tarde con tus archivos -aconsejó Sebastián con una sonrisa gélida-. Ese hombre esperará que estés muy bien preparado. Despidámonos ahora para no demorarte más.

Expuesto de manera tan directa, resultaba imposible malinterpretar su mensaje. José se obligó a sonreír, asintió y se fue, llevándose consigo al renuente Horacio.

Catalina estaba indignada.

– ¿Cómo puedes tratar así a la gente?

– Gracias a la práctica -afirmó Maggie.

– No es necesario… surge de forma natural -explicó él-. Ese joven se interponía. Es hora de olvidarnos de él. Tengo entendido que por las noches este hotel tiene un salón de baile, ¿es cierto?

– No tengo nada que ponerme -se quejó Catalina.

– Pues ve a comprarte algo y que lo carguen en mi cuenta -dijo.

Catalina se marchó volando. Maggie se levantó para seguirla, pero Sebastián la detuvo y le hizo un gesto a Alfonso, quien la siguió.

– Algún día espero poder ver cómo Catalina te tira la tarjeta de crédito a la cara -espetó con ojos centelleantes.

– ¿Crees que lo conseguirás?

– No -mordió-. Voy a retirarme pronto.

– Puedes dormir una siesta, pero esta noche estás de guardia. Alguien ha de hacerle compañía a Alfonso.

Maggie regresó a su habitación furiosa. Después de la maravillosa tarde que había pasado, se había sentido caritativa con Sebastián, pero todo eso se había desvanecido ante la indiferente exhibición de poder. Su estado de ánimo no mejoró al darse cuenta de que solo tenía el vestido negro de cóctel. Si se lo ponía esa noche, temía que Sebastián pudiera pensar que le enviaba un mensaje.

Bajó a la boutique del hotel, no encontró nada que le gustara y volvió hecha un basilisco a la habitación. Al final, se presentó a cenar con el vestido negro, preparada para saltar a la primera. Pero él no dio señal alguna de notarlo, ni siquiera de percatarse de forma especial de su presencia.

Eso tendría que haber hecho que se sintiera mejor, pero no fue así.

Los cuatro se habían reunido en el restaurante con pista de baile del hotel, situado en la segunda planta, con ventanales que daban a la calle principal del pueblo. Por el día desde allí se disfrutaba de una vista gloriosa de las montañas, pero en ese momento las cumbres se hallaban envueltas en la oscuridad.

Los hombres también se habían vestido para la ocasión, con esmoquin y camisas. La piel cetrina de Sebastián sobresalía contra el blanco brillante de su camisa, y sus ojos oscuros daban la impresión de absorber la luz.

– Isabel regresará a casa la semana próxima -anunció después de pedir la cena.

– Me alegro tanto de que se encuentre recuperada -afirmó Catalina con calidez.

– No del todo. Se recupera lentamente, y durante un tiempo tendrá que estar en un hospital de Granada. Pero espero tenerla con nosotros para navidad. Pareces sorprendida -se dirigió a Maggie.

– Es que hablé por teléfono con ella algunas veces, la última ayer, y no mencionó que volvía a España.