El momento de las celebraciones fue Nochevieja, y en particular la fiesta de Reyes, en enero. Se celebraban con el jolgorio que en Inglaterra se asociaba con la navidad, con mucho vino, buena comida y entrega de regalos. Diez días más tarde, Sebastián y Catalina se casarían en la catedral de Granada, y Maggie sería libre para regresar a casa.
Muchas veces se dijo que anhelaba ese momento. Una vez en Inglaterra, podría dejar atrás esas semanas extrañas y agitadas y situar a Sebastián en una perspectiva adecuada, un hombre grande debido a su poder y arrogancia, pero que no era demasiado importante en su vida.
Entre la Nochevieja y la boda, la mansión fue un caos de preparativos. De todas las fiestas de la ciudad, la celebración de don Sebastián en honor de su prometida era la fiesta. Todo aquel que fuera alguien asistiría. Hasta José había recibido una invitación.
No se dejó nada al azar. Se contrataron cocineros adicionales para encargarse del menú. Los equipos de limpieza no dejaron ni un rincón sin repasar. A falta de dos días, el clima era cálido y según todos los pronósticos, se podría celebrar una fiesta al aire libre. Los patios se llenaron de luces, y la iluminación le dio un intenso relieve a los arcos delicados al tiempo que proyectaba reflejos en el agua.
El mismo establecimiento que había confeccionado su vestido de boda, le preparaba a Catalina un vestido para la ocasión; la joven además había insistido en regalarle uno a Maggie. La ayudó a estudiar telas y estilos, pero al llegar el momento de la prueba, perdió interés y salió a realizar unas últimas compras.
El vestido era espléndido, largo, amplio por abajo y hecho de terciopelo carmesí oscuro. La mayoría de las mujeres rubias tendría problemas con el color, pero los ojos mediterráneos de Maggie resaltaban a la perfección.
La expresión de Sebastián así lo confirmó la noche de la fiesta, cuando bajó con su gloriosa creación y él le entregó un medallón antiguo, de oro sólido y engastado con rubíes, para que lo luciera.
– Catalina me contó el aspecto que tendrías, con el fin de que pudiera elegirte un regalo apropiado -comentó, abrochándoselo en torno al cuello.
– Es precioso -musitó casi sin voz-. Pero… es demasiado…
– ¿Demasiado por todo lo que te debo? No, Margarita. Ningún regalo es demasiado para ti. Qué sabia fuiste al mantenerme a distancia. De esa manera, restauraste mi honor. Por ti, lo habría arrojado al viento…
– Para lamentarlo.
– Quizá -repuso pasado un momento.
– Sí -afirmó mirándolo a los ojos.
– Siempre fuiste más sabia que yo -fue su respuesta melancólica.
– Sebastián, ¿puedo darte un pequeño consejo?
– Desde luego.
– Sé amable con Catalina.
– Siempre ha sido mi intención.
– No, me refiero a más. Quiero decir, sé leal con ella. Es joven y muy vulnerable. Podrías hacer que se enamorara de ti y…
– ¿Tan fácil es reclamar el amor de una mujer? – preguntó en voz baja-. Bueno, quizá en el pasado pensaba eso. Haré lo que pides… por gratitud. ¿Y tú? ¿Qué harás tú?
– Volver a casa en cuanto os caséis.
– ¿Y entonces?
– Conseguir otro trabajo.
– ¿Y vivir sola?
– No debes preguntarme eso -titubeó-. Nunca más hemos de hablar así.
– Creo que esta noche, y los próximos días -suspiró-, van a ser difíciles.
En ese momento apareció Catalina; parecía nerviosa y distraída, pero Maggie lo achacó a la naturaleza de la ocasión. Con posterioridad se preguntaría cómo había podido ser tan ciega.
Primero la larga fila de saludo, con la joven de pie junto a Sebastián, con una sonrisa mecánica, pareciendo más pequeña que nunca. Todo daba la impresión de tragársela, desde el modo en que le habían recogido el pelo largo y negro hasta el enorme diamante del anillo de compromiso que resplandecía en su dedo.
Luego, todos se trasladaron a las mesas largas, con la familia inmediata de Sebastián situada en la que se había erigido en un pequeño estrado. Isabel estaba allí, y Maggie, aunque hubiera preferido lo contrario. Le habría encantado perderse entre los invitados y de vez en cuando poder observar a hurtadillas a Sebastián. «Pero quizá es mejor que esté cerca de Catalina», reflexionó. A la pobre se la veía mortalmente pálida, casi enferma.
– Lo estás haciendo de maravilla -le susurró cuando la cena y los discursos terminaron-. ¿Te encuentras bien?
– Oh, Maggie, esto es demasiado para mí -la miró con cara angustiada-. Necesito estar a solas unos momentos.
– ¿Quieres que te acompañe?
– ¡No, no! Debo estar sola -casi corrió en su deseo de huir.
Los invitados pasaron de un gran salón a otro, donde el árbol se alzaba en sus espléndidos seis metros, iluminado por los adornos, su base llena de regalos.
– ¿Dónde está Catalina? -le murmuró Sebastián a Maggie-. Debe ayudarme a distribuir los regalos.
– Se sentía un poco abrumada. Salió a respirar aire fresco.
La búsqueda se inició con serenidad, ya que parecía seguro que la joven aparecería en cualquier momento, pero no tardó en quedar claro que se había desvanecido; Sebastián frunció el ceño. Peor aún, algunos de los invitados habían descubierto lo que pasaba y se incorporaron a la búsqueda con interés malicioso.
– ¡Malditos sean! -musitó con violencia-. No quiero que esto corra por la ciudad. ¿Dónde diablos está?
– ¿Adonde dan esas puertas?
– A una parte de la casa que empleo para mis negocios. Catalina jamás va allí. Además, siempre están cerradas con llave.
– Esta no -comentó Maggie al probar un pomo y encontrarse en un pasillo.
Un hombre regordete de mediana edad llamado Marcos avanzaba hacia ellos con sonrisa poco sincera. Era un oponente político de Sebastián.
– La pobre y joven dama probablemente ha ido a echarse. ¿Es aquí dónde tienes tu estudio? No me cabe duda de que está lleno de secretos -se dirigió hacia la siguiente puerta.
– ¡No! -exclamó Maggie, pues de pronto todo le resultó claro y supo lo que iba a suceder. Si Catalina tan solo hubiera tenido el sentido común de cerrar la puerta con llave…
Pero no fue así. En cuanto Marcos abrió la puerta del estudio de Sebastián, reveló a Catalina en un apasionado abrazó con José.
El tiempo pareció detenerse. En esa terrible pausa, un puñado de espectadores fascinados entró detrás de ellos. Tanto Catalina como José parecían paralizados. El pelo de ella caía desordenado sobre sus hombros. Tenía una tira del vestido bajada, exponiendo casi un pecho blanco y hermoso. El carmín estaba corrido y sus ojos exhibían la expresión obnubilada de una mujer enloquecida a besos.
De los dos, fue la joven quien se recobró primero. Se adelantó y se enfrentó a la multitud con acusación en la cara.
– ¿Qué miráis? ¿Es que nunca antes habíais visto a una mujer enamorada? Este es José. Me ama y yo lo amo. Voy a casarme con él -giró hacia Sebastián-. ¡Con él, no contigo!
– ¡Guarda silencio! -advirtió Sebastián.
– No. ¿Quién te crees que eres al traerme aquí y decir que debo casarme contigo, me guste o no?
– Yo jamás…
– ¡Sí, sí! ¿Qué elección tuve? El gran Sebastián de Santiago me escoge y se supone que yo debo desmayarme por el honor. ¡Bueno, pues digo que no! No me casaré contigo. Te odio.
La carcajada estalló entre la creciente multitud. Como si ese sonido fuera la gota que colmara el vaso, el valor de Catalina se desplomó y entre sollozos se arrojó a los brazos de José.
Sebastián dio un paso hacia ella, pero en el mismo instante algo se quebró en el interior de Maggie. Con celeridad, se interpuso delante de los dos jóvenes.
– Déjalos en paz -le dijo a Sebastián con calma-. Sea lo que fuere lo que tengas que decir, este no es el momento ni el lugar. Y vosotros… -se dirigió a los espectadores sonrientes-… ¿no tenéis piedad de ella? Es una niña. Jamás tendría que haber pasado por esto. ¿Cómo os atrevéis a estar ahí disfrutando de su desgracia? Deberíais sentiros avergonzados, todos.