Выбрать главу

Sebastián se puso pálido como la muerte, pero al hablar lo hizo con dominio de sí mismo.

– Como bien dices, este no es el momento ni el lugar. Por favor, llévate a Catalina y cuida de ella. Tú… -indicó a José-… has abusado de la hospitalidad de mi casa y te marcharás de inmediato.

Maggie pasó un brazo alrededor de Catalina y se la llevó. José parecía confuso.

– Sal de aquí mientras puedas hacerlo -espetó Sebastián con salvajismo.

Al siguiente instante volvió a ser el anfitrión, sonriendo, escoltando fuera a todo el mundo y disculpándose por la finalización prematura de la fiesta. No le costó deshacerse de los invitados. Era demasiado rico, poderoso y atractivo para no tener enemigos, y todos estaban ansiosos por hacer correr la hilarante noticia.

Cuando se hubo marchado el último invitado y Maggie terminó de calmar a una histérica Catalina, y luego a una histérica Isabel, volvió abajo y se enfrentó a Sebastián en su estudio.

No sabía lo que podía esperar, pero no estaba preparada para lo que le aguardaba. El hombre cuya gentil resignación había conmovido antes su corazón, había desaparecido. En su lugar había un desconocido con los ojos llenos de odio.

– ¿Crees que no sé a quién culpar de esto? -dijo con voz helada.

– La única persona culpable eres tú -informó Maggie.

– ¿Quién me dijo que provocaría algo parecido? ¿Quién me advirtió hace semanas de que se esforzaría en socavar mi influencia, en humillarme ante el mundo? Como un necio no te creí. Confié en ti, y te aseguro que jamás volveré a confiar en una mujer.

– ¿Me culpas a mil -inquirió indignada.

– ¿A quién si no? Amenazaste con hacer todo lo que estuviera en tu poder para que Catalina me traicionara. No lo niegues.

– Dije que intentaría que abriera los ojos. Jamás fue mi intención que sucediera algo así.

– ¡No mientas! -exclamó furioso-. Prácticamente la arrojaste a los brazos de ese jovenzuelo. Tú lo invitaste a esta casa, tú le dijiste que os ibais a esquiar para que pudiera seguiros, y cuando lo descubrí allí, me dijiste que iba detrás de ti.

– Porque eso creía -gritó. Horrorizada, empezaba a comprender lo que podía parecer.

– Le dijiste dónde ibais.

– Solo de pasada. No fue una insinuación para que nos siguiera.

– Claro, y esperas que te crea -repuso con amargura.

– ¿Cómo te atreves a llamarme mentirosa? -espetó Maggie.

– No es nada comparado con lo que me gustaría llamarte. He sido insultado delante de todo el mundo, y eso es por tu culpa, bruja taimada y manipuladora.

– No fue así. Ha sido una sucesión de accidentes y…

– ¡Pensar que te introduje en esta casa! -musitó, como si no la hubiera oído.

– Y yo no quería venir -le recordó-. Pero estabas tan decidido a salirte con la tuya que me arrastraste, como haces con todo el mundo. Me trajiste aquí como la acompañante de tu prometida, y no llevaba ni dos días bajo tu techo cuándo trataste de seducirme.

– No hables como una joven ignorante, porque no lo eres. Eres una mujer cosmopolita que solo aceptarías a un hombre en la cama como tu igual.

– Pero no te acepté en mi cama. Y cuánto me alegro de ello. Para ti no es más que una especie de juego de poder, y ya te he dicho que jamás tendrás poder sobre mí.

– No, prefieres que el poder esté de tu lado -dijo, con los ojos brillándole con una luz extraña-. Esta noche lo has demostrado muy bien.

– ¿Cómo puedo convencerte de que no fue una conspiración? -exigió.

– No lo intentes. Sería demasiada coincidencia achacarlo a un accidente.

– Cree lo que prefieras, Sebastián -suspiró-. De todos modos lo harás. Será mejor que le pongamos fin a esto.

– ¿Y qué sugieres?

– Pensaba que sería obvio. Es hora de que me vaya. Debes estar impaciente por perderme de vista.

– ¿De verdad crees que te vas a ir sin reparar el daño que me has hecho? -la miró fijamente.

– ¿Cómo podría arreglar la situación? Si piensas que voy a convencer a Catalina para que se case contigo…

– Claro que no -cortó con impaciencia-. Nuestro matrimonio ya es imposible. Sin embargo, aún quedan la catedral, el arzobispo y los cientos de invitados, todo preparado para dentro de diez días.

– Tendrás que cancelarlo. La gente lo entenderá.

– Oh, sí, lo entenderá… y se partirá de risa.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya ha pasado.

– No seas estúpida, Margarita. La respuesta tendría que ser tan evidente para ti como lo es para mí. He preparado casarme el día dieciséis, y eso es lo que voy a hacer. Cualquier otra cosa solo le daría a la ciudad más causa de burla.

– Pero no tienes novia -manifestó con incredulidad-. ¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a una de tus conquistas para que desempeñe el papel? ¿O te vale con cualquier mujer?

– No cualquiera -repuso con esa extraña luz otra vez en sus ojos-. Tú.

Lo miró desconcertada. Entonces sintió un nudo en la garganta y se obligó a emitir una risa breve y ahogada.

– Yo no me rió -indicó Sebastián.

– Tienes razón. Es la broma menos graciosa que he oído jamás.

– No tengo ánimos para hacer bromas con mi vida. Tú no entiendes el honor español. Quizá tu pueblo carezca de honor, pero aquí se trata de un asunto muy serio. Quien ofende es quien compensa. Me has ofendido, y eres tú, nadie más, quien ha de arreglarlo.

– Creo que te has vuelto loco -afirmó con frialdad.

– Es posible -asintió-. La cabeza me da vueltas con tantos pensamientos terribles, que quizá me he vuelto loco. Pero cuídate de mi locura, Margarita, porque no tolerará oposición. Un loco no es un hombre civilizado. Es alguien que hará lo que sea necesario para conseguir lo que busca.

– Entonces será mejor que recupere la cordura – espetó-. No soy yo quien ha olvidado que esto es España, sino tú; es uno de los países más burocráticos del mundo. Primero tendremos que solicitar el permiso a las autoridades, y eso puede llevar un mes…

– Tengo amigos que se ocuparán de que no sea así.

– Oh, sí, tus amigos en las altas esferas. ¿Ellos también conseguirán mi partida de nacimiento de Inglaterra, la traducirán y obtendrán la certificación de defunción de mi marido?

– De eso se ocupará Alfonso.

– Es imposible a tiempo.

– Mañana a primera hora saldrá para Inglaterra.

– Y yo también.

– No -apoyó una mano en su brazo-. Te quedaras aquí, porque dentro de diez días nos vamos a casar.

Maggie comenzó a percibir la fuerza de su voluntad. Habló en voz baja porque su férrea inflexibilidad no requería ruido. Sebastián había expuesto lo que quena, y eso era lo que iba a tener.

Pero ella también poseía un núcleo de fortaleza que no toleraría ninguna rendición. En ese momento salió a la luz.

– No vamos a casarnos -manifestó con claridad-. Lamento lo que te pasó, pero creo que tú mismo te lo buscaste. Jamás estaremos de acuerdo en esto, y cuanto antes me vaya, mejor. Me despediré ahora porque mañana me marcharé muy temprano, y ya no volveremos a vernos.

Casi esperó que la detuviera, pero él permaneció en silencio mientras ella abandonaba la estancia.

– ¿De verdad vas a dejarme? -preguntó Catalina con pesar mientras veía cómo Maggie hacía el equipaje.

– ¡No emplees ese tono! Esta noche te saliste con la tuya, así que no me pidas que me lamente por ti.

– ¿En qué me he salido con la mía? Sebastián dice que no permitirá que me case con José.

– ¿Qué esperabas después del modo en que lo dejaste? -exigió Maggie. La exasperaba el egoísmo juvenil de la joven.