– ¿Podría alguien? -inquirió con suavidad.
– En realidad no tengo sentido del humor, ¿verdad?
– A veces he pensado que estaba en tu interior luchando por salir, pero no es una parte grande de ti, no. Y esta noche… bueno… tendrías que ser un santo.
– No lo soy, solo soy un hombre que quiere atacar a esos que le hacen daño y emplear la fuerza para que el mundo realice su voluntad. Pero resulta que el mundo es una joven necia y un joven con una cara bonita.
– Y no puedes asesinarlos. Sería una reacción demasiado excesiva.
– Cuando no funciona el humor inglés, hay que recurrir al sentido común anglosajón -volvió a sonreír-. Qué vidas aburridas debéis de llevar en las islas.
– Sebastián… ¿de verdad crees que provoqué esto adrede?
– No. Jamás te rebajarías de esa manera. No tendría que haber hablado como lo hice, pero me dominaba la furia -la miró a los ojos-. Perdóname.
– Por supuesto.
– ¿Nos separaremos como amigos?
– Amigos.
Bajó la vista a sus dedos aún unidos. Le alzó la mano y posó los labios en su dorso, y luego en su mejilla. Algo en el ángulo vencido de la cabeza de él le hizo daño.
– Sebastián -susurró-. Por favor, no te preocupes tanto.
– Claro que no. No es sensato, ¿eh? Dime, Margarita, ¿qué te preocupa a ti? -la observó largo rato en silencio y comprendió que una puerta se había cerrado en el interior de Maggie.
– Pocas cosas me preocupan mucho -repuso-. Ya no.
– ¡Qué Dios te ayude si eso es verdad! -exclamó.
– Qué Dios me ayude si no lo es. Resulta peligroso para la mente.
– En este momento hay algo en tus ojos que ya he vislumbrado fugazmente con anterioridad. Si te vas ahora, jamás conoceré tu misterio.
– No hay ningún misterio, Sebastián. Solo una chica que realizó un giro equivocado cuando era demasiado joven e ignorante, y que luego descubrió que no había marcha atrás.
– Me niego a creer que alguna vez hicieras algo mal.
– Fue peor que mal. Fue estúpido. Ese es el verdadero delito, y para esos actos se reservan los peores castigos.
– Lo sé -convino-. Lo he averiguado esta noche.
Él apoyó la mejilla sobre la mano de Maggie, y ella le acarició el cabello negro. Eso era lo que recordaría de Sebastián… no su autoridad, sino su vulnerabilidad. Cuando alzó la vista, la expresión en su cara la hizo respirar hondo. Nunca lo había visto más desnudo e indefenso. Pensando solo en consolarlo, posó los labios en su boca.
Al principio, él no supo cómo responder. Movió levemente los labios, luego se quedó quieto, a la espera de la reacción de ella. Maggie se sentía bien de poder besarlo con libertad, sin ira ni culpa. Parecía correcto.
Los brazos de Sebastián jamás habían sido tan delicados como al apoyarle la cabeza en su hombro, pero los labios no tardaron en dejar la ternura para adquirir un objetivo. No paró de besarla una y otra vez, en cada ocasión con más intensidad, mientras el corazón de ella se aceleraba. No era eso lo que había pretendido… ¿o sí?
– Sebastián… -realizó un último esfuerzo-… déjame ir -murmuró.
– Jamás. Tú me besaste, y ahora debes asumir las consecuencias.
– ¿Puedes leerme la mente?
– ¡Desde el primer momento! -dijo sobre sus labios-. Tus pensamientos son los mismos que los míos… pensamientos ardientes y vehementes de nosotros juntos, desnudos, disfrutando el uno del otro y que el mundo se vaya al cuerno. Sabes lo que quieres de mí… ¿no… no?
– Sí -dijo sin saber muy bien qué palabras emplear o lo que significaban.
– Y también sabes lo que harías para instarme a satisfacer tus deseos. Creo que eres muy hábil en las caricias que podrían enloquecer a un hombre. El diablo ha puesto brujería en tus labios para que los besos jamás sean suficientes. No habrá paz para mí hasta que te tenga en la cama.
No había duda respecto a cuáles eran en sus intenciones. Ella había entrado en una trampa con los ojos bien abiertos. Estaba decidido a hacer que se casara con él… de un modo u otro. Cuando las palabras fallaban, recurría a la acción directa, dándole una falsa sensación de seguridad mientras la tentaba a ir hacia él. En ese momento la tenía donde quería, y supo que no le permitiría marcharse hasta que aceptara.
Sabía que no era un personaje admirable. Era un hombre áspero y cínico que tomaba lo que quería con arrogancia y sin piedad. Pero sus labios poseían una destreza antigua para persuadir, capaces de empujarla al borde de la locura.
Las manos de él se ocupaban de los cierres del hermoso vestido de terciopelo, que abrió para bajárselo con movimientos veloces y concentrados. Luego siguió el sujetador, después las braguitas, y en ese momento Maggie se vio arrancándole la ropa, igual de impaciente, hasta que ambos quedaron desnudos.
La pegó a él y la besó con labios que quemaban, acariciándola con dedos que conocían la delicadeza y sabían cómo dejar un recuerdo abrasador a su paso. Desde que huyó de él aquella noche en el jardín, ese momento los había estado esperando. En ese instante no supo de qué había escapado. ¿Quizá de la profundidad de su propia reacción, que incluso la había alarmado a ella?
Lo miró a la cara, esperando ver triunfo en su expresión. Pero si este anidaba en el interior de Sebastián, se hallaba confundido por otras emociones: sorpresa, desconcierto, sobresalto a perder el control, ansia por descubrir lo desconocido. Durante un instante a Maggie le pareció estar contemplándose en un espejo.
Pero el momento pasó cuando él volvió a besarla con labios encendidos y fieros, acercándola cada vez más al momento de la verdad. Ella le devolvió el beso, buscando y exigiendo como una igual. Le sucedía algo extraño. Sebastián había dicho que sabría cómo instarlo a satisfacer sus deseos, y en ese instante descubrió que era misteriosamente cierto. Un instinto profundo e insondable le dijo lo que él quería, lo que podía dar.
Él había hablado de las caricias que podían enloquecer a un hombre, las mismas que le ofreció sin vergüenza, con una especie de gloria en su propio poder. Cuando Sebastián introdujo la rodilla entre sus piernas, lo pegó a ella en el acto.
Entonces él volvió a sorprenderla. En vez de reclamarla como vencedor, la penetró despacio, casi con ternura, brindándole el tiempo que necesitaba para familiarizarse de nuevo con la sensación de tener otra vez a un hombre dentro. Era una sensación tan grata. En una ocasión había jurado que jamás volvería a experimentarla. En ese momento se preguntó cómo había podido esperar tanto. Echó la cabeza atrás en un gesto de absoluto abandono sensual y se empujó hacia él.
Solo cuando Sebastián supo que era bien recibido, se permitió perder los últimos vestigios de control. Ya la conocía, sabía que era una mujer que podía estar a la misma altura que él como hombre. Cuando llegó el momento se encontraron a merced del otro, llevándose mutuamente en la larga caída hacia el olvido, mientras se aferraban como el único punto de seguridad en un mundo desvanecido.
Se separó de ella, pero solo un poco. Aún tenía un brazo debajo de sus hombros, sosteniéndola con firmeza al tiempo que le servía como apoyo para la cabeza.
– Nos casaremos el dieciséis. Sabes que debemos hacerlo, ¿verdad?
– Ya no sé lo que sé -susurró-, salvo que eres el último hombre en el mundo con el que debería casarme… si tuviera algo de sentido común.
– ¿Eres una mujer sensata?
– Lo intento -soltó una risa fugaz-. A veces me cuesta.
– Y yo soy un hombre sin nada de sentido común -gruñó-. Porque si lo tuviera, te echaría de mi casa como haría un hombre con un demonio que se hubiera presentado para atormentarlo -ella se movió, pero al instante el brazo de Sebastián la pegó contra su cuerpo-. Pero toda cordura parece haberme abandonado. Voy a retener aquí a mi demonio para que me atormente.
– Olvidas que te oí decir cosas que te condenan acerca de lo que hacía que un hombre fuera un buen marido. «Mantenía feliz en la cama y lo demás vendrá por sí solo» Eso a mí no me basta. Quiero fidelidad, y me parece que a ti te costaría dármela.