Выбрать главу

– Lo sabías -repitió-. Sabías que yo era la última persona con la que deberías casarte, y no me lo dijiste…

– Porque nuestro matrimonio tenía que seguir adelante -respondió con dureza-. Era demasiado tarde para cambiar algo.

– No tenías derecho a tomar solo esa decisión – gritó-. También me concernía a mí. ¿Se te ocurrió pensar que quizá el descubrimiento me horrorizaría tanto como a ti? ¿Por qué crees que recuperé mi apellido de soltera? Porque no quería ser la esposa de Rodrigo Alva. Pasé años tratando de ocultármelo incluso a mí misma, y ahora, cada vez que te mire, voy a recordarlo. Tendrías que habérmelo advertido.

– Ya era demasiado tarde -espetó.

– Demasiado tarde para ti, no para mí. Oh, Dios, ¿cómo ha podido pasar esto?

– Porque tú ocultaste la verdad sobre ti -soltó-. Si lo hubiera sabido hace meses, jamás te habría contratado, jamás te habría dejado acercarte a mi casa. Para mí, el nombre de Alva representa una pesadilla.

– Y también para mí, ¿es que no puedes entenderlo? Quería escapar de él.

– Que oportuno -se burló-. Felipe Mayorez jamás podrá escapar. Vive en una silla de ruedas, sin poder moverse. Algunos días logra susurrar unas palabras. Otros no. Su único consuelo es esperar la muerte.

– Lamento lo que le sucedió, pero no fue culpa mía.

– Eso dices tú. Sin embargo, intentaste darle a tu marido una coartada falsa.

– No es verdad -manifestó con vehemencia-. Rodrigo quería que dijera que esa noche había estado conmigo, pero yo lo negué. Por eso…

Calló. Iba a revelar que por eso la atormentaba el destino padecido por su marido. Si hubiera corroborado la mentira, quizá habría sobrevivido. Pero no podía decirle eso al nombre implacable con el que se había casado.

– ¿Por eso qué?

– No importa. Tú ya has sacado una conclusión y nada de lo que yo pueda decir te hará cambiar. No me juzgues, Sebastián. No tienes derecho. No conoces la verdad.

– Lo que sé es que mi querido amigo es un lisiado que no puede hablar.

– Y mi marido está muerto. Ahí tienes tu venganza, si es lo que buscabas.

– Pero te olvidas de que ahora yo soy tu marido.

– Que el cielo nos ayude a los dos -susurró. De pronto la dominó un ataque de risa. Le provocó convulsiones hasta el punto de tener que sollozar.

– ¿Qué sucede? -quiso saber Sebastián.

– Le dije a Catalina que ninguna mujer cuerda debería casarse con un español. Pensaba que yo misma había aprendido la lección. Tú no eres el único que resultó engañado una segunda vez, Sebastián. Jamás te perdonaré.

– Ni yo te perdonaré por la parte que has desempeñado en este asunto -replicó él-. Porque tú también te reservaste un secreto vital, ¿verdad?

– Te he explicado lo de mi apellido…

– No me refiero solo a eso. También hablo de José Ruiz. Entró aquí como amigo tuyo de los tiempos de tu matrimonio. Dime, ¿cómo llegaste a conocerlo? Dímelo.

– Es de la familia -admitió.

– ¿De la familia Alva?

– Sí, pero ese no es su apellido.

– ¡Su apellido! -exclamó con desprecio-. Como si este importara cuando por sus venas corre sangre Alva. Y metiste a esa criatura en mi casa para que corrompiera a Catalina.

– No la corromperá; la ama. Es un buen chico.

– Es un Alva -se miraron desde distintos lados de un abismo-. Vamos a tener un matrimonio interesante -comentó Sebastián al final.

– Matrimonio -repitió Maggie-. Esto no es un matrimonio -se puso a temblar.

Sebastián frunció el ceño. Con un movimiento brusco, recogió la manta de la cama y trató de cubrirla, pero ella lo apartó con los ojos encendidos.

– Aléjate de mí -ordenó con voz ronca-. No me toques. No intentes volver a tocarme jamás.

– Debes protegerte del frío.

– Mi bata está detrás de ti. Déjala en la cama.

Obedeció y dio un paso atrás, viendo a Maggie cerrársela como si buscara protección.

– Y ahora vete -dijo ella.

– No quiero dejarte de esta manera…

– ¿No puedes entender que odio verte? Vete, y no trates de acercarte a mí esta noche.

– ¿Y mañana?

– Mañana -suspiró-. Mañana llegará, ¿verdad? Ahora no puedo pensar en ello. Vete -observó el champán-. Deberías llevártelo. Aquí no hay nada que celebrar.

Fue a sentarse junto a la ventana. Inmóvil, se quedó allí durante horas. Era su noche de bodas, la noche que había esperado con expectación gozosa. Tendrían que haber visto juntos cómo amanecía, pero ahí estaba ella sola, con los ojos secos y los brazos cruzados como si se protegiera de alguna amenaza maligna.

Cuando la oscuridad dio paso a una luz grisácea, pudo ver sus maletas, listas para la luna de miel. «Una luna de miel que jamás tendrá lugar», pensó con determinación, recuperándose. Recogió la maleta más pequeña, la vació de su ropa hermosa y comenzó a guardar algunas cosas que necesitaría, sin incluir nada que le hubiera comprado Sebastián. Le bastaría con la ropa que había llevado a España. A partir de ese momento, volvía a ser una mujer independiente.

Se dio una ducha y se vistió. Luego oyó que alguien llamaba a la puerta. Sebastián apareció con el rostro tenso, reflejo de la noche que había pasado.

– Te has adelantado un poco -manifestó cuando ella lo dejó pasar-. El avión a Nueva York no sale hasta las tres de la tarde.

– No voy a Nueva York -anunció con voz débil-. He terminado contigo, Sebastián. No pienso permanecer casada con un hombre capaz de la crueldad de representar esta farsa para no decir la verdad hasta que todo ha pasado. Vete solo, y no me hables de tu reputación, porque no me importa.

– Puede que a ti no, pero yo debo pensar en ella. Allí donde vayas, iremos juntos, y la gente ha de creer que estamos disfrutando de una luna de miel feliz. ¿Adonde… a Inglaterra?

– No, a esquiar. Pienso probar el «Muro de la muerte» y averiguar si merece la fama que tiene.

– No irás sola -dijo de inmediato.

– Haré lo que me plazca.

– No en tu estado de ánimo actual. No pienso dejarte correr ningún riesgo. Cambiaremos los planes de la luna de miel y nos iremos a esquiar.

– Como quieras. Pero, por el amor del cielo, salgamos de esta casa.

Capítulo 9

El «Muro de la muerte» comenzaba cerca de la cumbre del Veleta, la segunda cima más alta de Sierra Nevada, y la más alta desde donde se podía esquiar. Desde allí descendía una distancia de seis kilómetros, casi en vertical en muchos puntos, hasta que terminaba cerca de su hotel.

A la hora de su llegada, subieron hasta lo alto de la montaña. De vez en cuando Sebastián la miraba, pero sin decir una palabra. Había algo en su pesado silencio que era reacio a interrumpir. Pero cuando estuvieron juntos en lo alto de la pista, habló:

– Espera hasta mañana. No estás preparada.

– Jamás estaré más preparada que en este momento -afirmó con la vista clavada en la pista.

– Quieres decir que jamás serás más imprudente. Margarita, escúchame…

Intentó tomarla por el brazo, pero como si el contacto hubiera sido un detonador, Maggie emprendió el descenso a tanta velocidad que casi la perdió de vista antes de poder recobrarse. Con una maldición, fue tras ella, dominado por el miedo. Había descendido esa pista en numerosas ocasiones, pero jamás sin una absoluta concentración. Sabía que abordarla en el estado mental en que se hallaba ella en ese momento, representaba una invitación casi segura a sufrir una lesión, o algo peor.

Logró alcanzarla, aunque poco más podía hacer. Adelantarla con la esperanza de frenarla podría provocar el choque que tanto temía.

Después del comienzo explosivo, Maggie supo que iba a necesitar toda su destreza y concentración para bajar de una pieza, pero sus piernas dieron la impresión de moverse instintivamente para esquivar todos los obstáculos y equilibrar su peso. En su interior creció la emoción al darse cuenta de que era lo bastante buena esquiadora como para conseguirlo. Y lo mejor de todo, lograba dejar atrás a los fantasmas.