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Y entonces tuvo el final a la vista. Llegó jadeante y sintiendo como si un viento purificador hubiera pasado por su mente, dejándola vacía de todo. No había dolor, ni miedo, ni desesperación, ni júbilo, ni amor. No había nada.

Sebastián apareció casi en el acto. Le dio la impresión de que había desaparecido la hostilidad de la cara de ella, pero buscó en vano algo más suave que hubiera podido reemplazarla.

– Bien, ya lo has hecho -dijo, respirando agitadamente.

– Sí. Y pienso repetir. Tú no tienes por qué acompañarme.

– Te acompañaré -repuso con tono sombrío-, porque cuando te rompas el cuello, quiero estar a tu lado para recordarte que ya te lo había dicho.

– Perfecto.

Al llegar a la cima, ella volvió a lanzarse sin ninguna vacilación, pero en esa ocasión Sebastián estaba preparado. Descendieron casi lado a lado y frenaron juntos.

– ¡Se acabó! -exclamó él.

– Puede que para ti, pero yo subiré otra vez.

– ¿Qué te sucede? -gritó-. ¿Qué intentas demostrar?

– Nada que tú tengas que demostrar conmigo.

– Sabes que no es así.

Obstinada, regresó a la cima, pero supo que había cometido un error. Estaba cansada y había perdido la tensión que la había llevado a bajar dos veces con éxito. Pero se dijo que la experiencia que tenía de la pendiente lo compensaría.

Sin embargo, calculó mal. El descenso parecía más veloz, más pronunciado, y sus reacciones más lentas. Era como si el final no fuera a llegar nunca.

Lo que sucedió a continuación fue demasiado veloz. De pronto el suelo dio la impresión de desvanecerse. Tuvo una visión enfermiza del valle y de la nada que iba a su encuentro. Buscó dónde apoyar los pies pero la montaña se había convertido en una enemiga. Oyó el grito de Sebastián y al momento siguiente se encontró en una caída libre. Recurrió a todo su pericia, sin tratar de luchar, sino de controlar la caída. Aun así, supo que era afortunada de haber llegado abajo de una pieza.

Pero eso no mitigó la furia que sintió al haber fallado delante de él. Cuando el mundo dejó de girar, se sentó y aporreó la nieve con el puño, en el momento en que Sebastián se ponía de rodillas a su lado.

– Te podrías haber matado -gritó, aferrándola por los brazos-. ¿Me oyes? ¡Te podrías haber matado!

– Eso habría solucionado tu problema -gritó ella.

– De todas las estupideces… vamos -la ayudó a ponerse de pie. Pero ella se soltó enseguida-. En cuanto regresemos al hotel, te verá un médico.

– Estoy bien. Solo un poco magullada.

– Te verá un médico -repitió con exasperada paciencia-. Si me has catalogado como un bravucón dominador, me comportaré como tal.

Ella no respondió y trató de pasarse los esquís sobre los hombros, pero le dolía todo. En silencio Sebastián se los quitó y regresaron al hotel. La caminata le pareció más dura de lo que habría imaginado. Las montañas seguían girando a su alrededor y solo tenía ganas de descansar.

Habían reservado la habitación más lujosa del Hotel Frontera. Tenía dos camas dobles y una chimenea enorme que funcionaba con radiadores, pero que creaba la atmósfera rústica adecuada.

Maggie comenzó a quitarse la ropa exterior, despacio y con muchas muecas. Le fue imposible alcanzar las botas.

– Deja que te ayude -se arrodilló para liberar las hebillas y Maggie contuvo el aliento cuando se las quitó-. Lo siento. ¿Te ha dolido?

– Diría que no más de lo que merezco -repuso con risa hosca.

– Por el bien de la armonía, no te responderé -llamaron a la puerta. Sebastián fue a abrir y regresó con dos copas de brandy-. Hará que te sientas mejor.

Al rato llegó el médico, un agradable hombre de mediana edad que la examinó y anunció que no tenía ningún hueso roto, ni siquiera astillado.

– Muchos golpes, pero nada más grave. No intente esquiar por la misma pista hasta que no se encuentre mejor. He visto a personas romperse el cuello.

– ¿Quieres contarme la verdad? -preguntó Sebastián al quedarse solos-. ¿Qué pretendías conseguir?

– ¿Romperme el cuello? Desde luego que no. No sé cómo expresarlo… a veces es agradable correr riesgos y dejarlo todo en manos del destino. Cuando no sabes cuál es la respuesta y estás dispuesta a aceptar lo que sea, puede representar una de las sensaciones más emocionantes del mundo.

– Lo sé. Yo mismo lo he hecho. Nadie que no tenga un toque de fatalismo subiría jamás a las pistas más arriesgadas.

– Cuando esté mejor, volveré -aseveró.

– Muy bien, iremos juntos. Pero en esa ocasión, lado a lado, sin competir. Sin importar lo que puedas pensar, ver cómo te matas no solucionará mi problema. Aunque existe la posibilidad de que el cuello que se rompa sea el mío -añadió con ironía-, y entonces se solucionaría tu problema.

– No -contradijo-. Rodrigo murió, pero eso no me liberó de él. Simplemente se volvió más destructivo. Pensaba que había escapado de su sombra, pero ahora es más grande que nunca.

– ¿Por mí? -quiso saber con voz tensa.

– En ciertos aspectos tú eres como él.

– ¿Yo soy como ese insensible criminal? -alzó la cabeza.

– Hacía lo que le apetecía y me lo contaba después, igual que tú en nuestra boda.

– Hice lo que consideré apropiado -frunció el ceño-, pero quizá… quizá me equivoqué.

– ¿Y qué pasaba con lo que yo pensaba? No importaba, ¿verdad? Olvídalo. Ya está hecho. Me voy a dormir.

Al día siguiente Maggie permaneció en reposo mientras Sebastián esquiaba. Descendió por el Muro de la muerte dos veces por la mañana y dos veces por la tarde, preguntándose qué intentaba demostrarse y sin querer buscar una respuesta. Comió fuera antes que regresar al hotel donde sabía que no era bienvenido.

Por la noche encontró a Maggie levantada y vestida, con mejor aspecto, aunque aún se movía con rigidez.

Con cortesía ella le preguntó si había pasado un buen día, y comentó que quizá al día siguiente se atreviera a ir a dar un paseo por el pueblo.

– Debes estar hambrienta -comentó él-. ¿Quieres que llame al servicio de habitaciones?

– No hace falta. Me encuentro lo bastante bien como para bajar al restaurante.

La cena educada que mantuvieron resultó más terrible que una pelea amarga. Al terminar, ella dijo que se iba a retirar temprano. Cuando Sebastián subió después de tomar una copa, encontró la luz apagada y a Maggie, al parecer, dormida.

Despertó al oír el ruido de agua. A través de la rendija de luz que salía por la puerta entreabierta vio la sombra de ella al meterse en la bañera. Pasado un rato, captó lo que parecía un jadeo de dolor, seguido de un juramento. Se levantó, se puso una bata de seda y se acercó.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– No -repuso ella transcurridos unos momentos.

– ¿Puedo pasar?

– Sí -estaba sentada en la bañera, con las manos en los bordes y una expresión de frustración en la cara-. Pensé que un baño caliente me sentaría bien. Pero ahora no soy capaz de levantarme. Me duele cuando lo intento.

– Rodéame el cuello con los brazos -se inclinó.

Ella obedeció y él se incorporó despacio, levantando todo su peso. Cuando la vio desnuda, soltó una exclamación. Los moretones parecían haber madurado plenamente y todo su cuerpo estaba negro y azul.

– Hay un albornoz en la puerta -indicó Maggie.

Sebastián se lo puso con cuidado y la ayudó a salir. Luego la alzó en brazos con gentileza y la llevó hasta el sofá frente a la chimenea. Después fue a buscar una toalla y, para sorpresa de ella, se sentó enfrente y comenzó a secarle los pies.

– Puedo hacerlo yo -protestó.

– No puedes. Comprueba lo que pasa cuando tratas de llegar a tus pies -ella lo hizo y se rindió con una mueca de dolor-. No tendrías que haberte metido sola en la bañera. ¿Por qué no te diste una ducha?