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Y en ese momento, cuando se hallaba menos preparada que nunca, sus emociones retornaban para subirle la sangre a las mejillas y ruborizarla. Lo miró a los ojos y vio que él lo había comprendido. Un suspiro de placer de Felipe los obligó a regresar al presente.

– Hermosos -dijo-. Magníficos.

– Sí, son hermosos -coincidió ella-. Gracias -entonces se puso a llorar. Era tan terrible verlo ahí, con la vida destrozada y saber que lo estaba engañando.

– No debes llorar -pidió Felipe.

– No puedo evitarlo -se llevó la mano a la mejilla-. Lo siento… lo siento tanto…

– No hace falta que lo lamentes… cuando hay una joven adorable que llora por mí -comentó con galantería. Intentó alzar el brazo y no lo consiguió-. Sebastián, consuélala.

Trató de parar, pero sin éxito. Había derramado lágrimas por su bebé, por Rodrigo, por sí misma, pero el llanto por Felipe le producía las lágrimas más amargas. Sintió que Sebastián la abrazaba y hacía que apoyara la cabeza en su hombro. No contuvo el llanto.

Pasado un rato, se obligó a calmarse y alzó la cabeza para sonreírle al anciano.

– Eres un hombre afortunado -le dijo Felipe a Sebastián-. A estas horas podrías estar casado con otra mujer. Pero esta es la esposa idónea para ti. Es una mujer buena y leal. Ningún hombre podría pedir algo mejor.

– Y tienes razón, viejo amigo -convino Sebastián con seriedad-. Ya lo sabía, pero me satisface oírtelo decir a ti.

De pronto el anciano suspiró. Cerró los ojos y la cabeza se le ladeó.

– Carlos -llamó Sebastián, y el joven apareció tan rápidamente que debía de estar cerca.

Se despidieron, pero Felipe no daba la impresión de poder oírlos, y se marcharon.

Maggie se había trasladado de la habitación que ocupó la primera vez, pero Sebastián había mantenido el dormitorio de al lado. A veces le llegaban sonidos débiles a través de la pared que los conectaba. Intentaba no escucharlos, aunque lo atormentaban.

La noche de la visita á Felipe estaba despierto, sin poder evitar escuchar. Pasada la medianoche, la oyó caminar por la habitación. Pero al rato los movimientos se detuvieron y el silencio fue peor.

Al no poder soportarlo más, salió al pasillo. No le llegaba ningún sonido del otro lado de la puerta; finalmente la abrió y la cerró a su espalda. Ella se hallaba de pie en medio de la estancia. Se volvió al oír el ruido.

– ¿No puedes dormir? -preguntó él.

– No quiero dormir. No después de esta tarde. Cada vez que cierro los ojos lo veo.

– ¿A Felipe?

– No… ¡a él! No soporto las pesadillas -añadió con tono desolado-. Siempre está presente.

– No ha de estarlo -se acercó-. Nadie ha de estar presente salvo yo.

– Entonces, expúlsalo -pidió desesperada-. ¿No puedes desterrarlo?

– Sí -la tomó en brazos-. Haré que se marche para que solo esté yo. Dime que eso es lo que quieres.

– Sí -susurró, rodeándole el cuello con los brazos-. Es lo que quiero.

Pero él aún no podía estar seguro, y su incertidumbre se reflejó en su beso, dulce y cariñoso, con la pasión contenida. En la reacción de ella había algo nuevo, una desesperación, casi una súplica, que le hizo daño. La besó repetidas veces, tratando de recuperarla.

– Margarita -musitó-, Margarita… ¿dónde estás?

– Contigo… donde quiero estar. Abrázame.

– ¿Qué deseas?

– A ti… a ti.

Quiso preguntarle qué significaba eso, pero la necesidad surgía en su interior, haciendo que sus caricias fueran más urgentes, los besos más profundos. Esa noche la belleza de Maggie poseía una cualidad especial. Le quitó el camisón y luego se desprendió de su bata, y pegó el cuerpo desnudo de ella contra el suyo.

– Sebastián… te deseo.

Era todo lo que necesitaba. Se sentó en la cama y la situó encima, para poder apoyar la cabeza sobre sus pechos, extasiándose en su calor y dulzura. Sus cumbres ya se erguían con orgullo, prueba de su deseo. Cuando las acarició con los labios, ella soltó un suspiro de placer y satisfacción, apoyando las manos detrás de la cabeza de él para invitarlo a continuar.

Se echaron en la cama y comenzó a darle besos sutiles y prolongados en la cara, en el cuello, llamándola en silencio para que retornara junto a él.

Sus anteriores actos de amor habían sido encuentros salvajes, buscando y ofreciendo placer casi como rivales. Pero en ese momento, Sebastián empleaba el deseo para darle otra cosa, algo que ella necesitaba mucho más que el placer. Con cada caricia le hablaba de ternura, protección, reafirmación, y los terrores comenzaron a desvanecerse. En su necesidad, se abrió a él y allí lo encontró.

– Margarita -murmuró.

– Abrázame -suplicó ella-. No me sueltes.

– Jamás -aseguró-. Estoy aquí… siempre… -su rostro estaba cerca y con los ojos la inmovilizaba-. Ahora-susurró-. ¡Ahora!

Ella respiró hondo y de pronto fue un torbellino en sus brazos, pronunciando su nombre, acercándolo, buscando algo que solo Sebastián podía darle. Durante un cegador momento todo estuvo bien entre ellos, tal como había sido cuando la pasión no era complicada y era lo único que pedían.

De repente todo se acabó y el corazón de él palpitó como nunca. Había sucedido algo, hermoso, alarmante y más allá de su experiencia. Ya no tuvo certeza de nada, salvo que la pasión sola nunca más volvería a ser suficiente.

Se tumbo de espaldas, con el brazo bajo el cuello de Maggie, mientras ella se volvía de costado y le pasaba un brazo por el pecho para acurrucarse contra él y quejarse dormida como una niña satisfecha y segura. Pasado un rato, también Sebastián se quedó dormido.

Despertó en plena noche para descubrir que aún seguía dormida en el hueco de su brazo.

– Margarita -musitó-, ¿estás despierta? -al no obtener respuesta, le besó la cabeza-. ¿Dónde nos encontramos ahora? -susurró-. Has venido a mí, pero, ¿por qué? ¿Solo para expulsar a tu fantasma? En ese caso, ¿cómo puedo quejarme? ¿Quién te va a defender de él si no yo, que lo traje para que te atormentara? ¿Qué dirías si te hablara de amor? ¿Eso te acercaría más a mí o te alejaría? ¿Por qué no he tenido el valor de correr el riesgo?

Se sentó con brusquedad y temió haberla despertado. Pero ella se dio la vuelta y se acomodó con más firmeza en la cama. Se levantó, se puso la bata y se acercó a la ventana que daba al jardín, para abrirla con sigilo y salir al fresco aire nocturno.

Supo que al descubrir algo del corazón y de la mente de Maggie, lo atormentaba más que nunca, planteando cuestiones que no podían contestarse en la cama, y que socavaban todo lo que había considerado seguro en su vida.

– Margarita Alva -murmuró con desesperación al cielo de la noche-. ¡Cómo desearía no haberte conocido jamás!

El recorrido de Maggie por las propiedades de Santiago fue un éxito rotundo. Las personas a las que conoció sabían únicamente que era inglesa y se habían preparado para lo peor. Pero la fluidez con la que hablaba el castellano los desarmó, y descubrir que era una Cortez, nacida en la región, completó su conquista. Incluso comenzaron a recurrir a ella como un canal de acceso a Sebastián.

– Desde luego, comprendo que te resulta increíblemente aburrido hablar de estas cosas con una mujer – se burló ella una noche.

– No, no, eso no te va a funcionar -se defendió él con una sonrisa-. Solo lo dije para irritarte -miró los papeles que ella le había puesto delante-. ¿Por qué la señora Herez no me planteó este problema hace siglos? Lo ha dejado hasta que ya es casi demasiado tarde para hacer algo.