– Todo este tiempo… -dijo como para sí misma mientras iba de un lado a otro de la estancia-… todo este tiempo lo he odiado… y era inocente…
– No lo odiabas solo por esto -le recordó.
– Lo sé, lo sé. Intento ser sensata, pero es duro. ¿No ves que lo abandoné? Si me hubiera quedado…
– Maggie, él se lo buscó.
– ¿Él se buscó que Vargas mintiera? -espetó, mirándolo.
– Sí -gritó Sebastián-. En primer lugar, ¿de qué conocía a Vargas? Porque eran cómplices en los delitos. Si hubiera sido un hombre honesto, jamás se habrían conocido. Sí, él se lo buscó, y si pensaras con serenidad, lo verías.
– ¿Cómo puedes pedirme que piense con serenidad cuando puedo oírlo en mi cabeza, suplicándome que no lo abandonara? Era capaz de enfrentarme a eso cuando lo consideraba culpable, pero… ¡Oh, Dios! ¿Qué voy a hacer ahora? Si me hubiera quedado para luchar por él, quizá seguiría con vida. Me suplicó que le creyera, y yo asumí lo peor.
– Porque te había dado motivos más que justificados -cuando ella no respondió, algo se quebró en el interior de Sebastián. La aferró de los hombros y la obligó a mirarlo-. Escúchame -soltó con voz fiera-. Te conozco como una mujer fuerte y sensata. Es así como siempre has querido que te viera. Bueno, pues actúa como tal. Mira cómo era de verdad, un despilfarrador y un vividor que te utilizó y te rompió el corazón. No lo conviertas en un santo porque era inocente de este único delito. Es un sentimentalismo que no esperaba de ti -no consiguió ninguna reacción-. Tuviste agallas para enfrentarte a mí -gritó, sacudiéndola-. ¿Por qué no tienes agallas para oponerte a él? ¿Cuánto quieres luchar contra él?
– ¿Qué…?
– ¿Por qué no lo reconoces? -exigió con amargura-. Sigue siendo él, ¿verdad?
– No… ¿qué intentas decir? Claro que no es verdad.
– Palabras -espetó-. Todo en tu actitud me indica que es él a quien aún llevas en el corazón.
– ¿Y si fuera así? -replicó-. ¿Tendrías derecho a quejarte? Te casaste conmigo por tu orgullo. Pues has recibido lo que querías. Mis sentimientos no son asunto tuyo. Y ahora ¡déjame en paz!
Abandonó la habitación a la carrera, dejándolo solo.
Él jamás supo adonde fue y ella nunca le contó las horas que dedicó a vagar por los rincones más apartados de la propiedad. Nadie la vio llorar mientras trataba de controlar sus terribles pensamientos. Él había sido inocente y ella lo había abandonado.
«Sigue siendo él, ¿verdad?»
«¡No! ¡No me mires así… como si vieras lo que a mí me da tanto horror ver!»
Luego volvió a ponerse a llorar, hasta que quedó demasiado extenuada para continuar.
A primera hora de la noche fue a buscar a Sebastián a su estudio.
– Los dos dijimos muchas cosas que no queríamos -comenzó.
– Yo solo quería ayudarte a pasar por esto -sonrió con tensión-. Probablemente fui torpe, por lo que me disculpo -«dime que ya no lo amas».
– No, no, tenías razón. Es una cuestión de sensatez -sonrió-. Dame un poco de tiempo para aclararme.
– Margarita, no finjas porque creas que tienes que hacerlo. Soy tu marido. Si esto te resulta duro, quiero compartirlo.
– ¿Compartirlo? ¿Tú y yo? -emitió una risa ahogada.
– No me dejes fuera -suplicó.
– No lo hago -repuso con demasiada celeridad-. No hay nada de lo que aislarte. Me encuentro bien, en serio. No marcará ninguna diferencia entre nosotros.
A Sebastián se le hundió el corazón. Sus palabras sensatas y su sonrisa brillante fueron como un portazo.
Una semana más tarde, Sebastián entró cuando Maggie colgaba el teléfono.
– ¿De qué se trata? -preguntó al verle la cara.
– Hablaba con mi casero de Inglaterra. Quiere saber qué va a pasar. Al marcharme, dejé pagados dos meses, pero ahora he de decidir qué voy a hacer.
– ¿Qué hay que decidir? Eres mi mujer. Ahora esta es tu casa.
– Sí, por supuesto. Me refería… hay que arreglar algunas cosas. Al irme, pensé que iba a estar ausente unas semanas. Tú tienes que pasar un tiempo en Sevilla, así que será un buen momento para regresar a solucionar todo en Inglaterra -rió con tono trémulo-. Me deben esperar unas buenas multas por los libros que saqué de la biblioteca.
– Llama a tu casero -indicó él pasados unos momentos de silencio-. Que los devuelva él. Yo enviaré a alguien a recoger tus cosas…
– No… no quiero que nadie hurgue entre mis pertenencias. Y he de ver a gente… viejos amigos, tengo que despedirme…
– No te vayas, Margarita -experimentó un escalofrío-. Otros se pueden encargar de todo.
– No… quiero ocuparme yo.
– Muy bien -aceptó-. ¿Cuándo te marcharás?
– Cuanto antes, mejor.
Él mismo la llevó ese mismo día al aeropuerto de Málaga. Esperó mientras ella facturaba las maletas. Se comportaron con una corrección serena. Nada en el aspecto de Sebastián indicaba que lo consumía un gran temor.
– ¿Cuánto tiempo estarás ausente? -inquirió.
– No lo sé -respondió con dificultad-. ¿Cuánto tardan estas cosas?
– No mucho, si alguien quiere regresar pronto a casa. Me pregunto la prisa que tendrás tú.
– Sebastián…
– ¿Vas a volver conmigo? -le apretó la mano con mucha fuerza.
– Si dijera que no… ¿qué harías?
– Margarita…
Se anunció la última llamada para embarcar y la gente los separó. Maggie no supo cómo sucedió. Lo último que vio fue a Sebastián alargando la mano por entre la gente, para tocar solo aire, el rostro lleno de preocupación.
Cuando el avión aterrizó en Londres, Maggie se dio cuenta de lo mucho que deseaba regresar a su pequeño apartamento. Era pequeño y viejo, pero allí podía ser ella misma. Le daría la bienvenida.
Pero al principio no fue así. Nada más entrar, tembló por el frío. De inmediato encendió las luces y activó la calefacción. Miró alrededor, tratando de experimentar placer en un entorno familiar. Sus libros, sus discos, todo hablaba de su gusto, de su personalidad.
Pero su personalidad parecía haber sufrido un cambio. Ya no era la misma mujer que al marcharse. Esa mujer vivía en el pasado. Pero desde entonces había conocido a Sebastián, le había caído mal, la había desafiado, en contra de su voluntad se había sentido atraída por él.
En ese momento se hallaba en un puente. El futuro la llamaba, pero seguía sumido en la bruma, y el pasado aún no la había soltado. Otrora había sido perseguida por el fantasma de Rodrigo, pero, misteriosamente, en ese instante se veía acosada por el de Sebastián.
Sin importar lo que hiciera, su rostro siempre estaba presente, con sus diferentes facetas.
– Tuve que dejarte para saber lo mucho que te amo -murmuró-. Y si regreso junto a ti… ¿seguiré amándote? ¿Qué hombre serás entonces?
Pero notó que había alguien más, una presencia amarga y no grata, que le reprochaba su abandono y le prohibía que volviera a amar.
– ¡Vete! -gritó-. Ya no puedo ayudarte. Miró alrededor y comprobó que estaba sola.
Sebastián permaneció en Sevilla por asuntos políticos hasta el último momento y cuando febrero dio paso a marzo regresó a casa. Reinaba una expectación agradable en la mansión, porque ese mes era su cumpleaños y se esperaba que al volver doña Margarita quisiera celebrarlo a lo grande.
Mientras trabajaba en su estudio, Sebastián miró el calendario y notó lo próximo que estaba el día. Si su esposa se retrasaba, anunciaría a los cuatro vientos que algo iba mal, y su fiero orgullo se rebeló ante la idea.
Pero quizá ella desconociera la fecha. ¿Qué había más natural que llamarla, preguntarle cómo se encontraba y decírselo en la conversación? Si lo manifestaba con cuidado, no tenía por qué parecer una súplica.