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Levantó el auricular, marcó y colgó, dominado por una obstinación masculina. Apoyó la cabeza en las manos. Oyó a Alfonso moviéndose en el exterior y lo llamó.

– ¿Sabes dónde está Catalina?

– ¿Yo, señor? -el joven respondió con demasiada rapidez, y el rubor lo delató.

– Sí, tú. Eres tú quien sigue con mayor precisión sus movimientos. ¿Tienes algún éxito? -añadió con ironía.

– No, señor -repuso abatido.

– No -musitó-. Parece que ese es el mal que impera por aquí.

– ¿Señor?

– Nada. Trata de encontrarla.

Alfonso se ausentó largo rato, y al regresar informó incómodo de que Catalina había desaparecido.

– ¿Quieres decir que ha salido?

– No solicitó un coche.

– Entonces aún andará por aquí.

Después de diez minutos de búsqueda, fue Alfonso quien la descubrió en el jardín de los pájaros, oculta detrás de unos árboles. No estaba sola.

– ¿Por qué nos espías? -exigió con vehemencia.

– Señorita… por favor… -comentó consternado.

– Muy bien, Alfonso. Yo me ocuparé -intervino Sebastián al aparecer a su espalda-. Buenas noches, señor Ruiz.

– Buenas noches -respondió José con toda la dignidad que pudo mostrar-. Si pudiera explicarle…

– No des ninguna explicación -desafió Catalina-. Nuestro amor no le importa a nadie más que a nosotros.

– Puede que tengas razón -la sorprendió-. Pero deberías dejar que él lo dijera. Quería verte para que lo llamaras -se dirigió a José-. ¿Mi mujer te ha dicho que el nombre de tu primo ha sido limpiado?

– Sí.

– Ven a mi estudio en diez minutos. Eso te dará tiempo para limpiarte el carmín de la cara. He de decirte algunas cosas, y luego te escucharé mientras tú hablas.

– ¿Se refiere acerca de mis… posibilidades para mantener a una esposa?

– Eso puede esperar hasta otra ocasión. Esta noche quiero que me cuentes todo lo que puedas recordar sobre tu primo. Hay preguntas que tendría que haber formulado hace mucho tiempo, pero era demasiado orgulloso. De no haber… -una sombra de dolor cruzó su rostro-. Bueno, algunos errores se pueden subsanar y otros hay que sobrellevarlos toda la vida. Quizá nunca conocemos la diferencia hasta que no es demasiado tarde.

El segundo día se convirtió en el tercero, el cuarto, en una semana. Maggie guardó sus pertenencias y ató los cabos sueltos que quedaban hasta que no le quedó otra cosa que entregar el apartamento. Lo postergó durante un día, y luego otro. Se preguntó si Sebastián la llamaría.

Quizá lo hiciera para recordarle que pronto sería su cumpleaños. Pero el teléfono permaneció en silencio, y Maggie lo entendió. Dejaba que tomara su propia decisión sin ninguna presión.

Al final, descubrió que esa decisión ya había sido tomada en algún momento del pasado que no era capaz de localizar. Entregó el apartamento, arregló que le enviaran sus pertenencias y tomó el siguiente avión a Málaga.

No le dijo a nadie que regresaba. Era noche cerrada cuando el taxi la dejó frente a la residencia. Entró en silencio y vio a Catalina y a Isabel.

– ¡Menos mal que has vuelto! -exclamó la joven-. Ha sido como un león, gruñéndole a todo el mundo y trabajando hasta tarde. Ahora se encuentra en su estudio. Pobre Alfonso, lo tiene casi muerto.

El pobre Alfonso puso expresión agradecida cuando vio aparecer a Maggie en la antesala donde tenía su mesa.

– Alfonso -llamó Sebastián por la puerta entreabierta-, ¿vas a tardar toda la noche en traer esa carpeta?

Maggie se la quitó de las manos y entró en silencio en el estudio. Sebastián se hallaba con la camisa remangada y no parecía un autócrata, solo un hombre cansado que necesitaba dormir, pero que era renuente a meterse en la cama. Junto a él en el escritorio, había una botella vacía de vino y una copa. De pronto se le encogió el corazón.

– Tráela deprisa -ordenó sin alzar la vista. Sin decir una palabra, ella se dirigió a la mesa y la depositó a su lado-. Espero que la hayas leído como te pedí – gruñó-. ¿Qué te parece?

– Creo que ya era hora de que regresara a casa.

Sebastián levantó la cabeza y por un momento la miró fijamente, como si no pudiera concentrar la vista. La copa se cayó. El sillón se desplomó sobre el suelo y él rodeó el escritorio para envolverla en el abrazo más intenso que jamás le había dado.

– Has vuelto -musitó-. Has vuelto a mí.

– Por supuesto -repuso cuando pudo hablar-. Tenía que traerte tu regalo de cumpleaños.

– El regalo eres tú -volvió a besarla.

– Pero traigo otro. Aquí -le tomó la mano y la apoyó con cuidado en su vientre.

– ¿Qué… qué intentas decirme? -le temblaba la voz.

– Cuando estábamos en las montañas -sonrió y lo besó con ternura-, dijiste que no sabías cuál era la respuesta y que quizá no hubiera una -le recordó-. Yo tampoco sé cuál es la respuesta para nosotros. Pero estoy convencida de que hay una. Y al estar lejos de ti, comprendí que debíamos encontrarla aquí, juntos.

Capítulo 12

Toda la casa comenzó a prepararse para el nacimiento del hijo de Sebastián, ya que era impensable que un hombre de poder y respeto no fuera padre primero de un varón. Desde luego, el niño recibiría el nombre de su progenitor. Pero Sebastián no participó en eso, y dijo que el destino enviaría lo que considerara oportuno. Nadie se tomó esa necedad en serio, pero lo respetaron por la galantería que representaba hacia su esposa.

Nadie sospechaba que detrás de la fachada ideal, don Sebastián y doña Margarita contenían el aliento. Tenían su bebé y eran felices, pero aún debían resolver algo. Había pensamientos que compartían, pero de los que jamás hablaban.

Por José ella sabía de la noche en que había hablado con Sebastián sobre Rodrigo y el comportamiento mostrado durante el matrimonio, pero Sebastián nunca lo mencionaba.

Algo precioso florecía entre ellos, pero crecía despacio y aún no había alcanzado el punto de confianza mutua. Ambos lo comprendieron la noche en que una fotografía cayó de entre las páginas de un libro que Maggie había llevado consigo desde Inglaterra.

– No sabía que estuviera aquí -se disculpó ella, tratando de adelantarse a su marido sin conseguirlo, debido al embarazo.

Era la foto de una boda. La novia era muy joven, con el rostro abierto, inocente y expresión de adoración. A los ojos de Sebastián, la cara del novio le pareció más depredadora, pero no dijo nada. Se la entregó y sonrió para esconder sus celos.

– Pensé que las había roto todas -explicó ella.

– No hace falta que las rompas por mí -mintió, deseando que lo hiciera. Por un momento pensó que lo haría, pero Maggie esbozó una sonrisa tensa y guardó la foto en un cajón-. ¿Aún te sientes culpable?

– Solo por todo lo que tengo. Parece terrible ser feliz cuando él está muerto.

– ¿Lo eres de verdad? -preguntó con un destello de añoranza.

– Sabes que sí.

– Yo solo sé la felicidad que me brindas -se apoyó en una rodilla y posó la mano sobre el vientre de ella-. Ojalá hubiera algún regalo que pudiera ofrecerte a cambio.

– Pero me lo das todo.

– No me refiero a esos regalos. Hablo de la paz mental… de la libertad para ser feliz…

– ¿Acaso alguien la tiene?

– Yo sí… o, más bien, la tendría si tú también la tuvieras. Desearía… -calló y suspiró-. Pero, ¿qué puedo hacer?

– Nada -respondió, comprendiéndolo-. Debemos atesorar lo que poseemos y no pedir más.

No pudo encontrar las palabras para decirle que eso no le bastaba. De algún modo, en alguna parte, había un regalo de amor que podía ofrecerle, y si estaba atento a la oportunidad, sin duda se le presentaría.

Sin embargo, cuando llegó el momento, a punto estuvo de pasarlo por alto.