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Catalina mostraba un interés apasionado por el embarazo de Maggie. Leía libros, estudiaba dietas, pensaba en nombres y así estableció una gran proximidad con Isabel, absorta en los mismos dilemas. Sebastián, que notó esos cambios, observó que ya era hora de que se casara.

– Entonces será mejor que te abras más a José -le comentó Maggie cuando iban a acostarse.

– Lo he hecho. Le permito dar vueltas por la casa como un burro enfermo. Ella sale con él, siempre vuelve más tarde de lo que promete y yo hago que no me doy cuenta. Y hoy le he dicho que si deseaba prometerse, lo toleraría.

– Veo que lo has hecho con toda tu gracia y encanto -rió ella al acomodar las almohadas.

– Ya te lo dije -gruñó-. No me gusta y maldito sea si voy a fingir lo contrario.

A la noche siguiente, Catalina cenó en la ciudad con José. Al regresar, fue directamente al estudio de Sebastián. Él alzó la vista, sorprendido de verla sola.

– ¿Dónde está José?

– No quería entrar.

– Pero, ¿no es esta una noche para celebrar? – frunció el ceño-. ¿No os habéis prometido? Catalina, ¿qué ha pasado? -preguntó, al notar la incomodidad de la joven.

– No estoy segura… quiero decir… no nos conocemos tan bien.

– ¿Después de todo este tiempo? Además, pensaba que estabas decidida a casarte con él.

– Eso fue cuando tú te oponías -repuso con sinceridad.

– Comprendo -sonrió-. Ahora que he dicho que sí, se ha convertido en un cortejo aburrido y convencional, sin el aliciente del drama.

– El mundo está lleno de hombres jóvenes y atractivos -expuso ella con tono soñador-. Le he dicho a José que lo veré, pero que no podemos prometernos y que me considero libre para salir con otros hombres.

– ¿Qué?

– Alfonso es muy agradable.

– Alfonso es demasiado bueno para ti.

– Él no lo cree -rió entre dientes-. Dice que estoy tan por encima de él que no se atreve a esperar…, pero yo le dije que ningún hombre debería abandonar la esperanza.

– Ahórrame los detalles. De modo que planeas mantenerlos a los dos en ascuas. Empiezo a sentir pena por José. Creía que tú eras la víctima, pero de hecho lo es él. ¿Se mostró muy contrariado?

– Puede que algún día me case con él -se encogió de hombros-, si es que no me caso con Alfonso, pero primero quiero divertirme un poco -la sonrisa se desvaneció de su cara y pareció nerviosa.

– ¿Hay algo más? -inquirió Sebastián.

– José me dio esto -sacó un sobre del bolso-. Para Maggie.

– ¿Te indicó qué había dentro? -lo aceptó con el ceño fruncido y notó que estaba cerrado.

– Solo que era una carta, de Rodrigo. La tiene desde hace años, y ahora quiere que ella la lea. Me explicó que no se la entregó antes porque la veía tan amargada y desdichada, que temía que empeorara las cosas. Oh, Sebastián, ¿no ves lo que significa? Rodrigo debió de escribirla en la cárcel, mientras se hallaba moribundo, y se la confió a José. Deja que la queme.

– ¿Qué?

– ¿Qué bien puede hacer que la lea ahora? Adivinas lo que pone, ¿no?

– Sin duda repite sus protestas de inocencia -repuso cansado-. Que ahora sabemos que son ciertas.

– Pero supón que sea algo peor. Supón que dice que la ama. Maggie es tuya ahora, pero si lee esto…

Entonces la última declaración de amor de su marido, hecha desde el lecho de muerte, la reconciliaría con su recuerdo con una contundencia que volvería a dejar fuera a Sebastián. Se apartó de los ojos astutos de Catalina y se acercó a la ventana, dominado por la tentación.

– ¿Por qué titubeas? -exigió la joven-. Quémala, ahora… por vuestro propio bien.

– ¿Por mi bien? Quizá ella necesite leerla.

– Pero, ¿qué bien aportará… ahora que ya es demasiado tarde?

– No lo sé -concedió-. Solo sé que no entregársela sería deshonesto. Y si dos personas no tienen honestidad entre ellas, no tienen nada.

– Entonces, ¿qué he de hacer?

– Déjamelo a mí. Y por el momento no le digas nada a Margarita.

Al quedarse a solas, sus propias palabras se burlaron de él. Honestidad, sí, pero, ¿a qué precio? ¿Al precio de ver el corazón de Rodrigo Alva reivindicado en el corazón de la mujer que lo había amado… que quizá aún lo amaba?

La vida de Sebastián se había alzado sobre principios sólidos: honestidad, deber, honor. De pronto le resultaron demasiado duros, exigiéndole algo que podía desgarrarle el corazón. Sin embargo, si podía darle paz a Maggie y mitigar su sufrimiento… ¿qué derecho tenía a negárselo?

Sostuvo el sobre entre los dedos, dándole vueltas, deseando poder saber qué había en su interior. Se levantó y se acercó a la chimenea. Había llegado el verano, pero en las colinas a veces todavía hacía frío por la noche. Permaneció largo rato contemplando los troncos que ardían. Luego, despacio, extendió la carta hacia las llamas.

Maggie estaba lista para meterse en la cama cuando llegó Sebastián. La encontró sentada en su propio dormitorio ante el fuego, contemplando la foto de la boda con Rodrigo. De pronto él pensó que la miraba mucho cuando creía que no la observaba.

Al acercarse Sebastián, Maggie alzó la vista rápidamente y le enseñó la foto.

– Pensaba que ya era hora de romperla.

– No lo hagas -dijo-. Espera hasta ver esto.

– ¿Qué es? -preguntó, inquieta por el rostro serio de su marido.

– José se la entregó a Catalina esta noche, para que te la diera a ti. Es una carta de Rodrigo.

– ¿Una carta… para mí?

– Debió de escribirla en la cárcel antes de morir. José la ha guardado todo este tiempo, a la espera del momento adecuado.

La extendió y Maggie la aceptó con manos temblorosas, observando las marcas negras del fuego antes de abrirla. Despacio la desplegó y la apoyó en su regazo. Pero no la leyó. Entonces dijo algo extraño.

– No fui una buena esposa. Era demasiado joven y no sabía nada. De haber sido mayor, quizá hubiera llevado mejor a Rodrigo, tal vez lo hubiera ayudado.

Sebastián quiso gritar: «No lo excuses». Pero era demasiado tarde. Comprendió que ella había adivinado el contenido de la carta, igual que él, y se preparaba para ello. Le había entregado el instrumento que los destruiría a los dos.

– ¿Te dejo para que la leas sola? -preguntó.

Ella no respondió. Se hallaba con la quietud de la muerte. Miraba el papel que tenía en las manos. Al final lo alzó y leyó lo que había escrito. Luego volvió a leerlo, y al hacerlo la cabeza fue descendiendo hasta que se tapó los ojos con la mano.

Él se sintió dominado por un temor helado. Se acercó y apoyó los dedos sobre los hombros de Maggie, poniéndose de rodillas a su lado.

– Margarita -susurró-. Cuéntame.

– En mi corazón siempre lo supe -ella levantó la cabeza y clavó la vista en el vacío-. Ojalá José me la hubiera dado antes. Sé que creía que hacía lo mejor…, pero si la hubiera leído antes…

– ¿Habría marcado tanta diferencia? -preguntó Sebastián con tristeza.

– Oh, sí… toda la diferencia del mundo. A veces se puede creer que se sabe lo que anida en el corazón de un hombre, pero cuando queda plasmado con sus propias palabras… -suspiró con dolor.

– ¿Y sabes lo que había en su corazón? -ella asintió-. Margarita, no te entristezcas -suplicó-. Sé que cuesta leer sus palabras de amor cuando ya es demasiado tarde, pero lo que tuviste nadie te lo podrá arrebatar. Aférrate a eso. Ámalo si debes. Tal vez un día te entregues a mí por completo, pero hasta entonces puedo conformarme con lo que tenemos. Vale la pena esperar por ti.

– ¿Qué crees que pone en esta carta? -preguntó ella al final, mirándolo.

– Creo que te habla de su amor. Eso te duele ahora, pero algún día te dará paz.

– Léela -empujó la carta hacia él.