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– ¿Estás segura…?

– Del todo. Quiero que la leas, Sebastián, porque si no lo haces, tú y yo jamás llegaremos a entendernos.

Despacio, casi a regañadientes, aceptó la carta y leyó el encabezado. De inmediato experimentó la primera sorpresa.

– Está fechada hace ocho años… antes de que os casarais.

– No me la escribió a mí -indicó Maggie-. Se la escribió a José, desde Inglaterra, poco después de que nos conociéramos. Léela.

Sebastián comenzó a leer.

Hola, primito:

¡Lo conseguí! Encontré a una heredera de verdad. Se llama Maggie, tiene dieciocho años y es bastante bonita, al estilo inglés, lo que significa que es un poco insípida para mi gusto. Pero está forrada, así que tendré que aguantar su aspecto. Sus padres acaban de morir, dejándole dos pólizas de seguro y una casa. ¡Tendrías que ver la casa! Casi hace que quiera quedarme a vivir aquí, aunque supongo que mis acreedores preferirían que la vendiera.

Nunca pensaste que pudiera conseguirlo, ¿verdad? O quizá esperabas que no lo hiciera. ¡Sé realista, chico! A tu edad, yo también ponía a las mujeres en un pedestal, pero, créeme, ese no es su sitio. Un hombre necesita dinero, en especial un hombre como yo.

Ella es joven y me adora. Puedo moldearla y seré un buen marido mientras se comporte. Además, todo el mundo conoce que las mujeres no saben manejar el dinero. Le estaré haciendo un favor.

Le he escrito a los más insistentes de mis acreedores para decirles que el dinero va de camino. Eso deberá tranquilizarlos; con un poco de suerte volveré en unas semanas con una esposa y suficiente pasta para vivir con estilo.

La vida va a ser buena. Además, sobran mujeres guapas que querrán divertirse con un hombre rico. Llevaré mi propia vida, y mi mujer hará lo que se le diga.

Había más, pero Sebastián estaba demasiado disgustado para continuar. Ahí se reflejaba quién había sido Rodrigo: un hombre egoísta, infiel, traidor y convencido de su propia superioridad y de su derecho divino sobre una mujer.

Y había algo más que le avergonzaba reconocer. Había palabras en la carta que podrían haber sido suyas. Es joven… y puedo moldearla… ¿No había dicho lo mismo él mientras se preparaba para casarse con una joven vulnerable a la que no amaba?

Pero eso había sido hacía mucho tiempo, en otra vida, antes de haber descubierto el valor del corazón de una mujer.

Miró a Maggie, que seguía con la vista clavada en el vacío.

– Jamás me amó -musitó ella-. Pronto comprendí que mi dinero le resultaba muy atractivo, pero me obligué a creer que también había amor de verdad. No había nada. Una parte de mí debió de sospecharlo, pero no quiso creerlo. Después de morir de aquella manera terrible, desterré lo malo y potencié lo bueno. Y cuando su nombre quedó limpio, me sentí tan culpable que olvidé la verdad sobre él.

– La verdad era que se trataba de un hombre desagradable -afirmó Sebastián-, que se buscó todo lo que le sucedió.

– Sí. Esa es realmente la verdad. Antes incluso de que nos casáramos, planeaba que yo le pagara sus amantes.

– Me pregunto cómo has encontrado el valor para volver a confiar en un hombre.

– No todos los hombres son iguales. Tardé mucho en comprender eso. Pero lo que sigo sin entender… -se levantó y lo miró a la cara-… es por qué me has dado esta carta, si pensabas que era una carta de amor.

– Pensé que te podría ayudar a encontrar la paz. No hay nada que no te diera o hiciera para conseguirte esa paz.

– ¿Me amas tanto? -le tocó la mejilla con un brillo extraño en los ojos.

– Sí -afirmó con sencillez-. Te amo tanto.

– Y gracias a tu amor, soy libre. Es como si me hubieran quitado un peso terrible de encima. Podría haberme aplastado toda la vida, pero tú me liberaste.

Quedó aturdido por el recuerdo de lo cerca que había estado de quemarla. Al mirarla a los ojos, abiertos y sin sombras por primera vez, reconoció el poder que le había impedido arrojarla a las llamas. Quizá algún día en un futuro lejano, podría decirle: «Tú también me has liberado, y así es cómo sucedió».

O quizá para ese entonces ya no necesitaran las palabras.

– Sebastián -musitó ella-, ¿te he dicho alguna vez que te amo?

– No -movió la cabeza-, pero yo tampoco te lo he dicho.

– No con palabras, pero sí de muchas más maneras.

– Eres todo mí ser y mi existencia -susurró él-. Eres mi amor y mi vida. Lo eres todo para mí. Incluso eres más que nuestro hijo.

– Perdí la fe en el amor. Gracias por devolvérmela.

– ¿Y… él?

– ¿Quieres saber si te amo como amé a Rodrigo? No. Y me alegro. Tú también deberías alegrarte. Siempre hubo algo equivocado con ese amor y ahora sé qué es. Él no merecía ser amado. Ese es el mayor dolor, desperdiciar el amor en alguien que no lo merece. Contigo jamás conoceré ese dolor -arrojó la carta al fuego, recogió la fotografía y la estudió-. Está ahí, ¿verdad? -comentó al fin-. La astucia y la mezquindad… estuvieron en todo momento en su cara. Pero yo no me permití verlas -con movimiento rápido la tiró también al fuego. Lo último que vio antes de que se consumiera, fue el rostro de Rodrigo emborronándose hasta desaparecer-. Por fin se ha ido. Ahora solo estamos nosotros.

– Solo nosotros -repitió, tomándola en brazos-. Sí, solo nosotros. Para siempre.

En la iglesia de San Nicolás el verdor navideño inundaba todos los rincones. Las luces brillaban de forma tenue sobre la cuna. El niño de madera estaba con los brazos levemente alzados hacia el bebé de carne y hueso que lo miraba con ojos grandes y oscuros.

– Mira, cariño -murmuró Sebastián-, te saluda. Dile hola.

– Sebastián -reprendió Maggie-, la niña solo tiene tres meses.

– No importa. En los años venideros, sabrá que vino aquí en los brazos de su padre. Puede que no lo recuerde, pero lo sabrá.

– Una niña hermosa -comentó el padre Basilio. Y entonces, como a pesar de su santidad era un hombre y español, añadió con tono de consuelo-: Y el próximo bebé quizá sea un varón.

– No deje que Sebastián lo oiga -rió Catalina-. Cree que su pequeña Margarita es una reina.

– El destino nos envía lo que tiene que enviarnos -comentó Sebastián, acomodando a la pequeña al hombro-. El destino envió a esta pequeña para que fuera la joya de su papá.

– ¿Quién hay en la puerta? -preguntó el padre Basilio.

– José y Alfonso -respondió Sebastián-. Es hora de que te decidas por uno, Catalina. Proyectas el escándalo sobre mi casa.

Catalina avanzó por el pasillo hasta donde esperaban los otros dos. El viejo sacerdote la siguió para saludarlos.

Por encima de la cabeza de la pequeña, Sebastián miro a su esposa. Maggie le sonrió, luego volvió a observar la cuna y tocó al bebé de madera con la mano.

– Así es cómo te vi el año pasado por estas fechas -le recordó él-. Y creo que en aquel momento entendí que para mí eras mucho más que una mujer a la que no había podido conquistar. Me tocaste el corazón y ahí fue cuando empecé a tener miedo.

– ¿Miedo? ¿Tú?

– No pedías ni ofrecías cuartel. Fui yo quien cedió. Y desde entonces me siento feliz. Aceptaste un robot al que le diste vida -besó a su hija-. Y solo la vida puede crear vida.

– Volvamos a casa -pidió al acariciarle la mejilla-. La vida acaba de empezar.

Salieron juntos de la iglesia. Ante la puerta ella se volvió para observar la escena navideña con una sonrisa en los labios.

El año siguiente estaría allí.

Lucy Gordon

***