Pero, ¿qué diablos…? A lo mejor le estaba concediendo demasiada importancia a la atracción que sentía por ella. Cualquier día se marcharía de aquella ciudad para no volver. Y una mujer hermosa no sería suficiente para detenerle. Hasta aquel momento, nunca había dejado que lo detuvieran cosas como esa. Se sintió un poco más relajado.
– Espera un minuto -dijo-. Me gustaría que me contaras un poco más de este asunto. ¿Me estás diciendo que estás obsesionada con la idea de tener un hijo cuanto antes?
De modo que lo había comprendido, después de todo. Metió las revistas en el cajón y se volvió a mirarle, sintiéndose por alguna razón a la defensiva.
– ¿Qué sabes tú de eso?
El se encogió de hombros.
– Es algo de lo que se habla mucho en la televisión. Todas esas mujeres que llegan a los treinta y cinco… -dijo, sin saber si continuar o no. Pero siguió-. Llegan a los treinta y cinco y deciden de pronto que quieren tener un bebé, del mismo modo que otra gente… del mismo modo que otra gente se compra un perrito que ve en un escaparate de una tienda de animales… o igual que ciertos hombres se encaprichan de un coche de deportes… Es algo que no he logrado comprender nunca.
La miró, esperando encontrarse con una expresión iracunda en el rostro de Lisa. Pero Lisa estaba muerta de risa.
– No, es evidente que no lo entiendes en absoluto -señaló-. De otro modo, no se te ocurriría hacer esa comparación tan ridícula.
Por ridícula que fuera la comparación, todo aquello le estaba poniendo un poco incómodo. No era posible que ella dijera en serio todo aquello de tener un bebé. ¿O quizá sí? Al parecer, los treinta y cinco eran una barrera difícil de cruzar para una mujer. Era una lástima. Pero aquel día era su cumpleaños. Esa debía de ser la razón. Lo único que le pasaba era que se sentía un poco melancólica. Lo que había que hacer era ayudarla a pasar aquel día. Al siguiente, probablemente ya se habría olvidado de toda aquella aberración.
Ella se apoyó en su escritorio, mirando en dirección a la pared, y sus labios se curvaron en una sonrisa pensativa. Carson no podía imaginarse en qué estaría pensando. Parecía una persona mucho menos formal estando descalza y con el pelo suelto. Su vestido no revelaba mucho de lo que había debajo, y por un momento, Carson se encontró a sí mismo intentando imaginárselo. El atractivo de aquella mujer no le dejaba en absoluto indiferente.
– Mira, vamos a hacer una cosa -dijo entonces poniéndose de pie-. Vamos a salir a cenar algo. ¿De acuerdo?
Ella le miró con gesto de sorpresa.
– Yo… no puedo…
– Claro que puedes -dijo tomándole de la muñeca y sonriéndole-. Vamos mujer que es tu cumpleaños. Ya basta de trabajo por esta noche. Vamos a salir a celebrarlo.
Lisa se arriesgó a mirarlo a los ojos e inmediatamente lo lamentó.
– Tengo trabajo -dijo con voz insegura.
– Loring's no se va a ir a la ruina porque tú dejes de trabajar una noche. Vamos, ponte un vestido de noche. Además, ¿cuántas veces en tu vida vas a cumplir los treinta y cinco? Nunca más vas a tener una oportunidad de celebrar este cumpleaños.
Tenía razón. Se sintió culpable. Se sintió como una niña caprichosa. Y finalmente, se sintió dispuesta a probar cómo sería aquello de abandonar el trabajo e ir a divertirse. Y entonces su corazón se sintió más ligero.
– Muy bien -dijo suavemente, con los ojos muy brillantes-. Espera aquí.
Cuando desapareció, Carson quedó unos segundos inmóvil, todavía bajo la impresión de la mirada que le habían lanzado sus ojos los últimos segundos.
– Un billete de ida para Tahití -se repitió en voz alta, volviéndose para examinar las cosas que había por la habitación-. Eso es lo que me curará.
Y frunció el ceño, como en un intento de recordarse que de ningún modo quería tener una relación sentimental con nadie.
Había caído una hoja de papel de una de las revistas de Lisa. Se inclinó a recogerla y se quedó mirando el rostro de un bebé de nueve meses.
– Crece, pequeño -murmuró.
Parecía que ella quería de verdad tener una de aquellas criaturas ruidosas y llenas de babas. En las fotos siempre salían muy guapos, pensó, pero deja que uno de ellos se te suba a las rodillas.
Lisa se miró en el espejo como si contemplara su pasado a través de una ventana mágica. El armario al que había acudido a buscar un vestido de noche era el de su madre, no el suyo. Ni siquiera se había molestado en mirar en sus cosas. Tenía un par de vestidos de noche que todavía no había sacado de las maletas, pero no necesitaba mirarlos para saber que no serían adecuados. Aquella noche era especial. Había algo en el aire que le hacía desear vestir con elegancia… que le hacía desear ser como su madre.
Esa idea la atravesó como una inspiración súbita. Cuando era más joven, todo su deseo había sido ser tan distinta de su madre como fuera posible. En su casa era un lugar común decir que su madre había sido una vampiresa que sedujo a su padre y que lo apartó de sus responsabilidades, llevándoselo al Caribe, donde los dos habían muerto en un accidente. Su madre había vivido siempre para la diversión y para las fiestas. Pero Lisa no sería igual. Lisa era inteligente y trabajadora e iba a ser orgullo de la familia. Por lo menos, ese había sido el plan de su abuelo. Las cosas no habían ido exactamente según el plan, pero las ideas y valores que su abuelo le había transmitido seguían teniendo mucha fuerza sobre ella.
El armario de su madre estaba lleno de trajes de hacía veinticinco o treinta años. No se imaginaba cuál era la razón de que su abuelo no se hubiera librado de todo aquello tiempo atrás. Y allí estaba ella, enfundada en un diminuto vestido de cocktail , con unos finos tirantes sobre los hombros y una falda tan ceñida como una media de seda.
Rió al verse en el espejo. Ella nunca lograría llenar el vestido igual que su madre. Ella era más esbelta que su madre, no tan exuberante. Pero a pesar de todo, no estaba en absoluto ridícula con aquel vestido. De hecho, le parecía que estaba muy bien.
Luego se recogió el pelo con horquillas. En el joyero de su madre encontró unos pendientes, unos largos y balanceantes cilindros de oro que brillaban cuando les tocaba la luz. Eran perfectos.
Se sentía excitada y nerviosa. Hacía años que no hacía nada parecido. De pronto recordó el beso que Carson había estado a punto de darle en el sótano. Se apretó los dedos sobre los labios y se preguntó si él intentaría volver a besarla.
– Sí -se dijo con suavidad, mirándose a los ojos en el espejo. Y luego se echó a reír. Se sentía muy bien cuando reía. La hacía sentirse más joven.
Cuando bajaba las escaleras, sintió de pronto que se le caía el corazón a los pies. El vestido que tan bonito le había parecido al mirarlo en el espejo, de pronto le pareció absurdo y fuera de lugar.
Carson la esperaba en la parte baja de las escaleras, pero su rostro estaba oculto por las sombras, y Lisa no podía descifrar la expresión de su rostro. Se detuvo en mitad de las escaleras y sonrió sin saber qué hacer.
– ¿Qué piensas? -preguntó, lamentando al instante haberlo hecho. No había nada mejor que pregonar a los cuatro vientos que había perdido toda la confianza en sí misma.
El no contestó. ¿Por qué no decía ni palabra? Se preguntó qué pensaría que intentaba ella al ponerse aquel vestido. ¿Ser una vampiresa, igual que su madre?
Se volvió para subir de nuevo al cuarto de su madre y quitarse aquel horrible vestido de encima, pero antes de que pudiera dar el primer paso, Carson salió de las sombras. Le había costado recuperar el habla.
– Yo creo… -dijo, contemplando sus hombros cremosos y desnudos, la esbelta línea de su cintura, todas y cada una de las provocativas curvas-. Creo que treinta y cinco años es algo que merece de verdad la pena celebrar.