– Imagina la cara de sorpresa que puso cuando yo me ofrecí voluntario.
– Imagínate la mía -dijo Lisa con los ojos muy abiertos.
El parecía muy satisfecho de sí mismo.
– Como puedes suponer, tengo un motivo oculto.
Ella soltó una carcajada.
– Sin duda.
– Querida mía -señaló-, tú siempre estás hablando de las ganas que tienes de tener una familia. Vamos a ver qué es lo que pasa cuando pruebes tener una de verdad.
Ella frunció el ceño. Carson debía de estar hablando en broma.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir pañales sucios, dar de comer a las dos de la mañana y niños con la nariz llena de mocos. Ya es hora de ver cómo son las cosas de verdad -dijo, acariciando la mejilla de Lisa-. Estoy hablando de bebés de verdad. No esos bebés recién bañados que tú ves en la guardería de Loring's.
Parecía que Carson hablaba en serio. Le había preparado un escenario para que ella pudiera ver el error de sus sueños. ¿Qué pasaría si lo lograba? Su espíritu de lucha surgió a la superficie. No, ella iba a demostrarle un par de cosas. Estaba dispuesta a pasar la prueba.
– Habrá suciedad, y a lo mejor sangre -seguía diciendo él-. ¿Crees que podrás con ello?
Lisa le hizo un saludo militar.
– Haré lo que pueda, señor.
– Creo que voy a disfrutar mucho de esto -dijo él con una sonrisa malévola-. La desilusión de Lisa Loring.
Ella sonrió también.
– Es posible.
Era evidente que él no tenía la menor duda.
– Escucha -dijo él entonces, tomándola de la mano y mirándola con sonrisa de simpatía-, vamos a hacer un trato. Si esta experiencia te ayuda a decidir que en realidad no te apetece nada todo ese asunto de tener niños… Entonces… ven a Tahití conmigo.
Lisa no se lo esperaba. Sintió que se le aceleraba el pulso.
– Pero sólo tienes un billete -le recordó.
– Lo venderé a cambio de un pasaje en un barco lentísimo, con tal de que tú vengas conmigo.
Lisa pensó que le encantaría ir a Tahití con él. Pero no era aquella la clase de propuesta que ella estaba esperando. El la deseaba en aquellos momentos, pero ¿cuánto duraría eso?
– Acepto lo del experimento con los niños -dijo-. Pero lo de Tahití…
– Muy bien -dijo él, sin intentar presionarla-. El sábado por la noche. No te olvides.
¿Cómo iba a olvidarse? Carson se lo recordaba cada vez que la veía. Y por fin llegó la noche en cuestión, y los dos fueron juntos a la casa de los Capalletti.
Todo empezó de forma bastante tranquila. Los Capalletti tenían una preciosa casa en lo alto de una colina desde la que se dominaba el océano. Carson les fue presentado a todos los niños, y luego Lisa vio las habitaciones de todos. Se quedó un rato contemplando las ropitas del pequeño, que tenía dos años, y en la habitación del bebé. Qué preciosa era aquella ropa diminuta, los gorritos, las botitas, los diminutos calcetines. Todo le encantaba y le resultaba nuevo. Aquellos preciosos niños, aquella preciosa casa. ¿Cómo se le había ocurrido a Carson que esta visita la iba a hacer cambiar de idea?
Las cosas empezaron a ir mal cuando el bebé empezó a quejarse.
– ¿Qué crees tú que quiere? -le preguntó Lisa a Carson preocupada.
– Ni la menor idea -dijo él-. Yo no hablo su idioma.
Lisa intentó jugar con el bebé, intentó distraerle, pero él se quejaba cada vez más, y Lisa empezó a preocuparse. ¿Y si le pasaba algo de verdad? ¿Cómo iba a saber qué era lo que quería el bebé si no sabía hablar?
Carson le calentó un biberón, pero el bebé lo rechazó y se puso a llorar.
– Rápido -dijo Carson-, antes de que se ponga a dar gritos horribles, ponte a caminar con él.
– ¿Caminar con él?
– Sí, eso es lo que hay que hacer. Te lo pones sobre el hombro y te pones a caminar de un lado para otro durante horas. Créeme. Una vez que empiezas, ya no te dejan parar jamás. Les encanta.
– Pero… pero, ¿cómo voy a cuidar de los otros niños si tengo que estar paseando al bebé?
El sonrió.
– Ya empiezas a comprender.
Lisa comenzó a pasear con el niño. Lo cierto era que le encantaba sentir su cuerpecito sobre su hombro. Y lo bien que olía. Sólo eso ya compensaba el esfuerzo. Pero Carson tenía razón, una vez había comenzado a andar, el bebé no la dejaba parar. En cuanto comenzaba a moverse más despacio, empezaba a protestar de nuevo. De modo que caminó a través de toda la casa, salió al patio, atravesó la cocina. Y allí fue donde se encontró con Billy. Billy tenía doce años, e iba con un bate de béisbol por todas partes, moviéndolo peligrosamente cada vez que estaba cerca de algún objeto frágil y valioso. Lo atrapó cuando estaba a punto de salir por la puerta de atrás.
– ¿Dónde te crees que vas? -preguntó.
– Fuera, a jugar.
– Ya es de noche -dijo ella.
– Mamá siempre me deja -dijo él con seguridad.
¿Sería eso posible? Carson estaba mirando desde la puerta de la cocina. Lisa le miró y él negó con la cabeza.
Se volvió al niño.
– Lo siento, pero no me encuentro cómoda dejando que salgas a jugar una vez que ha anochecido. Tendrás que esperar a que venga tu madre, y pedírselo a ella.
– Pero si no viene hasta mañana -dijo el niño con gesto de horror.
– Eso es -dijo Lisa intentando mantenerse firme.
El cambió de táctica.
– Entonces, ya no tengo otra cosa que hacer, ¿podemos alquilar un video?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque estamos demasiado ocupados.
– Yo no estoy ocupado.
Buena respuesta. Tenía que pensar en algo rápido.
– ¿Quieres trabajo? Hay que fregar los platos.
El no se molestó ni en contestar esa propuesta tan ridícula.
– ¿Puedo invitar a mis amigos a que pasen la noche aquí?
– Me parece que esta noche mejor no.
– ¿Por qué no?
Lisa tragó saliva y contó hasta diez.
– Porque yo lo digo. Y ahora, ¿por qué no vas a…?
– ¿Puedo meter la televisión en mi cuarto?
Dios mío, nunca se rendía. Además, el bebé había empezado a protestar porque ella no estaba caminando.
– No sé -dijo desesperada-. ¿Te deja tu madre hacerlo?
– Claro. Todos los días.
Carson acudió en su ayuda.
– No le creas ni por un minuto -dijo entrando en la habitación.
Billy miró a Carson disgustado y se marchó por fin.
– No sé -dijo Lisa-. Prácticamente le has llamado mentiroso en la cara.
Carson sonrió.
– Es un mentiroso.
– Pero parece un buen chico…
– Claro que lo es. Y cuando crezca se convertirá en un miembro ejemplar de la comunidad. Pero ahora mismo tiene doce años. La realidad no existe para él. Y dirá cualquier cosa con tal de conseguir meter la televisión a su cuarto.
Lisa miró a Carson divertida. ¿Se daba él cuenta de lo mucho que sabía sobre los niños?
– Y, ¿qué te parece si nos reunimos todos en el salón de estar y vemos la televisión? -dijo ella-. Será como una auténtica reunión familiar.
– Sí -concordó-. Una reunión de la Familia Monster. No lo hagas. Lo lamentarás.
Lisa se cambió al bebé de hombro y movió el brazo para hacer circular la sangre. No entendía por qué aquello no era una buena idea.
– Pero, ¿por qué? -preguntó.
Carson la miró sonriente, divertido al comprobar lo poco que sabía ella del tema. De pronto se daba cuenta de que de ellos dos él era el más experto. Había olvidado lo mucho que recordaba de la época en que cuidaba a los niños de su tía.
– En teoría es bonito -le dijo a Lisa con paciencia-, pero no funciona. Mira, los bebés no ven la televisión. Además, uno de sus mayores placeres es molestar a los demás cuando quieren verla. Y los niños de dos años tampoco ven realmente la televisión. Lo que hacen es gritarle a la tele. O tirarle cosas. Pueden incluso levantarse y besarla. Pero nunca la ven. De modo que, ¿con qué nos quedamos? El niño de siete años querrá ver dibujos animados. Y el de doce años, querrá ver una película de balazos. Entonces, ¿qué dices? ¿Nos ponemos a ver dibujos animados y películas de balazos?