Выбрать главу

Danielle Steel

Dulce y amargo

Título de la edición originaclass="underline" Bittersweet.

Traducción de Margarita Cavándoli

1

India Taylor tenía la cámara preparada cuando el indisciplinado ejército de niños de nueve años corrió por el campo tras el balón de fútbol que perseguían acaloradamente. Cuatro cayeron y formaron una maraña de brazos y piernas. Supo que allí estaba su hijo Sam, pero no lo distinguió mientras disparaba la cámara sin cesar. Se había comprometido a hacer fotos del equipo y le encantaba asistir al partido esa cálida tarde de mayo en Westport.

Acompañaba a sus hijos a todas partes: al fútbol, al béisbol, a natación, a ballet y a tenis. No sólo lo hacía porque era lo que esperaban de ella, sino porque le gustaba. Su vida era un ajetreo ininterrumpido de trayectos en coche y actividades extraescolares, salpicado de visitas al dentista y al pediatra cada vez que enfermaban o necesitaban un chequeo. Con cuatro hijos entre nueve y catorce años, India tenía la sensación de que vivía en el coche.

Adoraba a sus hijos, su vida y a su marido. La vida los había tratado bien y, aunque no era lo que imaginaba en su juventud, lo cierto es que se había adaptado mejor de lo que suponía. Los sueños que Doug y ella habían compartido ya no tenían nada que ver con la existencia que llevaban, los seres en que se habían convertido y el lugar al que habían llegado desde que veinte años atrás se conocieron en una misión del Cuerpo de Paz en Costa Rica.

La vida que en el presente compartían era la que quería Doug, su visión de futuro y el sitio al que aspiraba a llegar: una casa grande y cómoda en Connecticut, seguridad para ambos, varios hijos y un perro labrador. Cada día salía a la misma hora para su trabajo en Nueva York y cogía el tren de las siete y cinco en la estación de Westport. Veía las mismas caras, hablaba con las mismas personas y llevaba las mismas cuentas en el despacho. Trabajaba para una de las empresas de investigación de mercados más influyentes del país, un trabajo bien remunerado. En el pasado, India no se había preocupado por el dinero; en realidad, le daba igual. Se había sentido feliz cavando canales de riego y viviendo en tiendas de campaña en Nicaragua, Perú y Costa Rica.

Aquellos tiempos la habían cautivado por el entusiasmo y los desafíos que entrañaban y por la sensación de que hacía algo por la humanidad. Los peligros a los que tuvieron que hacer frente incluso la animaban a continuar.

Había empezado a hacer fotos mucho antes, en plena adolescencia. Aprendió de su padre, que era corresponsal del New York Times. Durante la niñez apenas lo vio pues lo enviaban a cubrir peligrosos reportajes de guerra. No sólo le encantaban sus fotos, sino las historias que él contaba. De pequeña soñaba con llevar una vida como la de su padre. Sus sueños se hicieron realidad cuando colaboró de manera independiente con periódicos estadounidenses mientras formaba parte del Cuerpo de Paz.

Los reportajes la llevaron a internarse en la selva y tuvo que hacer frente a bandidos y guerrilleros. En ningún momento se detuvo a pensar en los riesgos que corría. Para India el peligro era emocionante y, a decir verdad, le encantaba. Adoraba a las personas, las vistas, los olores, la profunda alegría de lo que hacía y la sensación de libertad que le proporcionaba. Cuando ambos terminaron la colaboración con el Cuerpo de Paz y Doug regresó a Estados Unidos, India permaneció varios meses en América Central y del Sur y posteriormente cubrió noticias en África y Asia. Logró estar presente en los sitios más conflictivos. Dondequiera que hubiera disturbios, India acudía y sacaba fotos. Formaba parte de su alma y de su sangre de un modo que jamás lo había estado en las de Doug. Para él había sido una experiencia emocionante, algo que realizar antes de asentarse y llevar una «vida real». Para India, ésa era la vida real y lo que verdaderamente deseaba.

En Guatemala había convivido dos meses con el ejército insurgente, tomando fotos increíbles que recordaban las de su padre. No sólo las habían alabado en todo el mundo, sino que le otorgaron varios premios por el modo de cubrir la noticia, su impacto y su valor.

Al recordar aquellos tiempos se daba cuenta de que había sido distinta, una persona en la que a veces pensaba y se preguntaba qué había sido de ella. ¿Dónde se había metido esa mujer, ese espíritu libre, indómito y apasionado? India aún la recordaba, aunque también era consciente de que ya no la conocía. Su vida había cambiado tanto que ya no tenía nada que ver con aquella mujer. A última hora de la noche se encerraba en el cuarto oscuro y en ocasiones se preguntaba cómo era posible que la satisficiera una existencia tan alejada de aquella que en el pasado tanto le había gustado. Por otro lado, sabía con absoluta certeza que adoraba la vida que compartía en Westport con Doug y los niños. Cuanto hacía en el presente era tan importante como lo había sido su existencia anterior. No experimentaba la sensación de sacrificarse ni de renunciar a nada, simplemente consideraba que la había cambiado por algo muy distinto. Siempre había creído que los beneficios habían merecido la pena. Se dijo que lo que hacía por su familia era muy importante para Doug y los niños. Estaba convencida de ello.

Al contemplar sus fotos quedaba de manifiesto que había sentido pasión por esa actividad. Algunos recuerdos perduraban intactos. Todavía recordaba la emoción, la sensación febril de saber que corría peligro, el escalofrío de captar el momento perfecto, la explosiva fracción de segundo en la que todo se reflejaba a través del visor de la cámara. No había vuelto a experimentar nada parecido. Se alegraba de haberlo hecho y superado. Sabía que lo que sentía lo había heredado de su padre. Éste había muerto en Da Nang cuando India contaba quince años de edad; un año antes le habían concedido el premio Pulitzer. A India no le había costado seguir sus pasos. Fue una trayectoria que en aquel momento no quiso ni pudo alterar. Necesitaba recorrer ese camino. Los cambios llegaron más adelante.

Regresó a Nueva York un año y medio después que Doug, cuando éste le dio un ultimátum. Le dijo que si quería compartir el futuro con él le convenía «asentar el culo en Nueva York» y dejar de jugarse el pellejo en Pakistán y Kenia. India sabía que tenía por delante una vida muy parecida a la de su padre y que tal vez también conseguiría el Pulitzer, pero al mismo tiempo reconocía los riesgos de la situación. A la larga, a su padre le había costado la vida y, hasta cierto punto, el matrimonio. Los únicos momentos de la vida que le importaban verdaderamente eran cuando lo arriesgaba todo a cambio del encuadre perfecto mientras las bombas estallaban a su alrededor. Doug le recordó que si deseaba estar con él y disfrutar una existencia mínimamente tranquila, tarde o temprano tendría que decidirse y renunciar a su profesión.

A los veintiséis años se casó con Doug y durante un par de años trabajó para el New York Times haciendo fotos locales. Doug estaba deseoso de tener hijos. Jessica nació poco antes de que India cumpliese los veintinueve. Dejó su trabajo en el periódico, se mudaron a Connecticut y cerró definitivamente las puertas a su vida anterior. Fue el acuerdo al que llegaron. Cuando se casaron, Doug dejó claro que, en cuanto tuvieran hijos, India tendría que dedicarse exclusivamente a la familia. Ella accedió, pues pensaba que estaría preparada para esa renuncia. Tuvo que reconocer que dejar el Times y consagrarse a la maternidad había sido más duro de lo que creía. Al principio echaba de menos su trabajo. Luego lo recordaba con pesar y después ni siquiera le quedó tiempo de pensar en ello. Tuvo cuatro hijos en cinco años, por lo que apenas pudo tomarse un respiro o colocar un carrete en la cámara. Se dedicó a los trayectos cortos en coche, los pañales, la dentición, los cuidados infantiles, la fiebre, los grupos de juegos y un embarazo tras otro. Las dos personas a las que veía con más frecuencia eran el ginecólogo y el pediatra y, por descontado, las demás mujeres con las que se encontraba a diario, que llevaban una existencia idéntica a la suya y sólo se ocupaban de sus hijos. Algunas habían renunciado a su profesión o decidido moderar sus inquietudes adultas hasta que los hijos tuvieran una cierta edad. India se decantó por esta opción. Esas médicas, abogadas, escritoras, enfermeras, pintoras y arquitectas habían arrinconado sus profesiones a fin de ocuparse de los hijos. Algunas no hacían más que quejarse. Aunque añoraba el trabajo, a India no le molestaba lo que hacía. Adoraba compartir la jornada con sus hijos aunque al llegar la noche estuviese agotada y Doug llegara demasiado tarde para ayudarla. Era la vida que había elegido, la decisión que había tomado, el acuerdo que no había dejado de cumplir un solo día. No habría cambiado el cuidado de sus hijos por seguir trabajando. Si tenía tiempo, una vez cada equis años cubría una noticia. No disponía de tiempo para hacerlo más a menudo, como ya había explicado a su representante.