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Tardaron seis horas y media desde Westport hasta Harwich e hicieron varias paradas. Los niños estaban de excelente humor. Ansiaban llegar a la playa y reencontrarse con sus amigos de verano. Durante el trayecto no cesaron de hablar de todo lo que harían en Cape Cod. Sólo Jessica, que iba en el asiento del acompañante, reparó en que su madre parecía estar en otro mundo.

– Mamá, ¿tienes algún problema? – le preguntó.

India se emocionó al ver que su hija se percataba de su estado de ánimo. Doug ni se había enterado. Estaba muy ocupado e incluso pareció alegrarse de que se fueran para así dedicarse en cuerpo y alma a sus nuevos clientes.

– No; estoy bien. Simplemente me encuentro cansada. El ajetreo de las vacaciones me agota mucho.

Ese motivo justificaba su actitud. No quería que Jessica supiera que estaba enfadada con su padre. Por primera vez tuvo la impresión de que Doug y ella tenían un problema difícil de resolver.

– ¿Por qué no viene papá las dos primeras semanas?

Jessica había percibido que desde hacía un tiempo su madre estaba con la moral por los suelos y se preguntó si sus padres habían discutido, aunque lo cierto era que se peleaban menos que los de sus amigos.

– Está muy ocupado con los nuevos clientes. Vendrá el fin de semana de aquí a quince días y en agosto pasará tres semanas con nosotros.

Jessica asintió y se puso los auriculares del walkman.

El resto del trayecto India se sumió en sus pensamientos mientras, como cada verano, conducía hacia Massachusetts.

El día anterior había hablado con Gail, quien le había dicho que ese fin de semana volaban a París. Gail estaba tan poco entusiasmada como de costumbre. Lo había pasado bien con Dan Lewison y no le agradaba dejarlo, sobre todo porque sabía que era la clase de relación que no sobrevivía al tiempo ni a la distancia. Cuando Gail regresara, Dan habría continuado con su vida, y sin duda se habría relacionado con el tropel de divorciadas desesperadas y deseosas de devorarlo. Gail sólo podía ofrecerle una tarde ocasional y clandestina en un motel, pero había otras mujeres dispuestas a hacer lo mismo. No se hacía ilusiones con respecto a esta aventura. Al oír a su amiga, India se deprimió todavía más. Le deseó buen viaje y le pidió que llamase cuando regresara. La invitó a pasar unos días con sus hijos en Cape Cod mientras Jeff estuviera trabajando. Gail aseguró que le encantaría.

Al caer la tarde llegaron a la casa de Harwich. India se apeó, estiró las piernas y, con una profunda sensación de alivio, contempló el océano. Estar allí era precisamente lo que necesitaba. Era un marco maravilloso que albergaba una cómoda casa victoriana en la que encontraba la paz. Amigos de Boston y Nueva York también pasaban el verano allí y le encantaba reunirse con ellos. Pero este año deseaba pasar unos días a solas con sus hijos, necesitaba tiempo para pensar, para recobrar fuerzas y recuperarse del golpe que su marido le había asestado en aquella fatídica cena. Por primera vez en catorce años no tuvo ganas de llamar a Doug una vez se instalaron en la casa. Le resultó imposible.

Doug telefoneó por la noche para saber si habían llegado bien. Habló con sus hijos y luego con ella.

– ¿Va todo bien?

India le aseguró que sí. El servicio de limpieza había dejado la casa limpia como una patena esa misma semana. No había reventones, persianas rotas ni daños ocasionados durante el invierno. Doug la sorprendió con la pregunta que planteó:

– ¿Por qué no telefoneaste al llegar? Temí que os hubiera pasado algo.

¿Para qué telefonear? Puesto que los corazones y las flores no tenían la menor importancia para Doug, ¿qué cambiaría si telefoneara? ¿De verdad le preocuparía que le pasara algo? ¿Lo habría inquietado la pérdida de alguien que cuidaba de sus hijos? Si a ella le pasaba algo podría contratar a una ama de llaves.

– Lo siento, Doug. Se nos pasó el tiempo mientras aireábamos la casa y deshacíamos el equipaje.

– Pareces agotada – comentó con tono comprensivo, aunque Doug no había reparado en la fatiga ni la depresión que India arrastraba desde hacía semanas.

– El trayecto es muy largo, pero estamos bien.

«Tanto los hijos como la cuidadora estaban sanos y salvos, lo mismo que el perro», pensó India.

– Me gustaría estar con vosotros en lugar de sufrir las aburridas reuniones con mis clientes – apostilló Doug.

Parecía sincero.

– Pronto vendrás – aseguró India, deseosa de colgar. De momento no tenía nada que decir a su marido. Sentía que le faltaban las fuerzas. A la luz de los comentarios de Doug, India no tenía nada que ofrecerle, pero su marido no se daba por aludido -. Ya te llamaremos – añadió con afabilidad.

Pusieron fin a la conversación. Para variar, Doug no le dijo que la quería. De todos modos, daba igual. Estaba claro que en esa etapa de la vida la palabra amor apenas tenía significado para su esposo.

India se reunió con sus hijos y los ayudó a hacer las camas. Una vez acostados se dirigió al cuarto oscuro. Hacía casi un año que no entraba y lo encontró todo en su sitio. Al encender la luz vio en la pared algunas de las fotos preferidas de su padre. También había colgado un retrato de Doug, que contempló largo rato. Con excepción de las caras de sus hijos, conocía ese apuesto rostro mejor que ningún otro. Al observar los ojos retratados vio la misma frialdad en la mirada que había descubierto en las tres últimas semanas y también percibió sus carencias. Se asombró de no haberlas descubierto antes. ¿Acaso había querido creer que albergaban algo más? ¿Deseaba pensar que Doug todavía la amaba como cuando eran jóvenes, que seguía enamorado de ella, como suponía, hasta que él le aclaró que en el matrimonio el amor no tiene la menor importancia? Las palabras aún resonaban en su cabeza como si estuviera pronunciándolas: «Necesitas compañía, franqueza, respeto, alguien que cuide de los niños, alguien en quien confiar… Se preguntó si realmente era lo que Doug deseaba, mucho menos que lo que ella esperaba de él.

Se concentró en una foto de su padre. Era alto y delgado y, hasta cierto punto, parecido a Doug, aunque su mirada era risueña y su porte denotaba felicidad, entusiasmo y alegría. Al hablar inclinaba graciosamente la cabeza e India lo imaginó enamorado a cualquier edad. Había muerto muy joven, a los cuarenta y dos años, pero en la foto parecía mucho más vivo que Doug. Había sido un hombre vibrante. India sabía que su madre había padecido las ausencias de su padre y que su vida había sido dura, pero también era consciente de lo mucho que se habían amado. Su madre se enfadó con él por morirse y dejarla sola. De pronto recordó claramente lo afligida que se había sentido cuando su madre le dio la noticia de lo sucedido. Era incapaz de imaginar el mundo sin su padre. Le costaba creer que había muerto hacía ya veintiocho años; tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida.

De las paredes del cuarto oscuro también colgaban fotos enmarcadas de sus reportajes. Las examinó críticamente. Eran buenas, excelentes, y captaban emociones y sentimientos con tanta intensidad que parecían cuadros. Contempló los rostros estragados de los niños hambrientos y a la pequeña keniata sentada sobre una roca, con una muñeca en la mano, llorando mientras a sus espaldas ardía la aldea. Vio caras de ancianos, de soldados heridos y la de la mujer que reía jubilosamente mientras sostenía a su hijo recién nacido. India había ayudado a traerlo al mundo y aún lo recordaba. Ocurrió en una choza diminuta de las afueras de Quito cuando colaboraba con el Cuerpo de Paz. Esas fotos eran fragmentos de su vida, congelados en el tiempo y enmarcados, lo que permitía contemplarlos siempre. No se resignaba a pensar que ya no formaban parte de su vida. Con Doug había hecho un trato que siempre consideró justo, pero ahora tenía sus dudas. ¿Había recibido lo suficiente a cambio de su sacrificio? Sabía que sí cuando pensaba en sus hijos, pero ¿qué más tenía? ¿Qué le quedaría cuando sus hijos creciesen? No tenía respuestas para esas preguntas.