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Lo que no sabía o no había comprendido claramente antes del nacimiento de Jessica fue lo mucho que se distanciaría de su existencia anterior. Mientras fotografiaba a los guerrilleros nicaragüenses, los niños que morían de hambre en Bangladesh o las inundaciones en Tanzania, no imaginaba lo distinta que sería o hasta qué punto se convertiría en otra persona.

Era consciente de que debía cerrar la puerta a los primeros capítulos de su vida y lo había hecho sin pensar en el prestigio que había ganado, en lo emocionante que era y en su capacidad. En su fuero interno – y, sobre todo, en el de Doug -, renunciar era el precio que debía pagar a cambio de tener hijos. No existía otra posibilidad. Conocía a algunas mujeres que hacían malabarismos para trabajar fuera y en casa; conocía a un par de amigas que seguían ejerciendo de abogadas y dos o tres veces por semana se trasladaban a la ciudad, artistas hogareñas y algunas escritoras que se esforzaban por escribir relatos entre el biberón de la medianoche y el de las cuatro de la madrugada. Pero al final abandonaban agotadas. A India le resultó imposible. No veía cómo continuar con su profesión tal como la había conocido. Se mantenía en contacto con su representante y de vez en cuando cubría noticias locales, aunque fotografiar las exposiciones florales de Greenwich no le producía la menor satisfacción. Por si fuera poco, a Doug no le gustaba. Por eso usaba la cámara como una especie de herramienta materna: no dejó de realizar archivos fotográficos de los primeros años de vida de sus hijos y de los niños de sus amigas, de la escuela y de actividades deportivas. Eso era lo que hacía en ese momento, mientras Sam y sus amigos jugaban al fútbol. No existía otra opción. Estaba atada, encadenada, con los pies encajados en un bloque de cemento, sujeta a su existencia de mil maneras distintas, tanto visibles como invisibles. Era lo que Doug y ella habían acordado y lo que querían. Ella había cumplido su parte del trato, pero siempre llevaba la cámara consigo. Era incapaz de imaginar la vida sin una cámara fotográfica.

De vez en cuando pensaba que volvería a trabajar en cuanto los niños crecieran, tal vez dentro de cinco años, fecha en que Sam ingresaría en el instituto. De momento no era posible. Sam sólo tenía nueve años; Aimee, once; Jason, doce, y Jessica, catorce. La vida de India era una ronda incesante de actividades de sus hijos: deportes extraescolares, barbacoas, partidos de fútbol y clases de piano. La única manera de cumplir con todo consistía en no parar jamás, no pensar en ti misma ni sentarse cinco minutos. Sólo respiraba en verano, cuando iban a Cape Cod. Doug permanecía tres semanas con ellos en la playa y el resto del tiempo se trasladaba los fines de semana. La familia al completo adoraba las vacaciones en Cape Cod. Cada año India realizaba magníficas fotografías y disponía de un poco de tiempo para sí misma. Al igual que en Westport, en la casa de la playa había adecentado un cuarto oscuro. En Cape Cod se encerraba horas en él mientras los niños visitaban a sus amigos, iban a la playa o jugaban a voleibol y tenis. En vacaciones usaban menos el coche pues los niños se desplazaban en bici a todas partes, por lo que tenía más tiempo libre, sobre todo desde hacía dos años, ya que Sam era más independiente. Su pequeño se estaba haciendo mayor. La única cuestión que se planteaba de vez en cuando era hasta qué punto había madurado. A veces se sentía culpable por los libros que no tenía tiempo de leer y porque la política había dejado de interesarle. En ocasiones tenía la sensación de que el mundo se movía y prescindía de ella. No percibía su maduración o evolución; su existencia consistía en mantenerse a flote, preparar la comida, trasladar a los chicos en coche y lograr que aprobasen un curso tras otro. En los últimos años de su vida nada le inducía a sentir que había evolucionado.

Su existencia había sido prácticamente igual durante los últimos catorce años, desde el nacimiento de Jessica: una vida de servicios, sacrificios y transacciones. Claro que el resultado era tangible y visible. Sus hijos estaban sanos y eran felices. Vivían en un mundo cerrado, conocido y seguro que giraba exclusivamente alrededor de ellos. Nada desagradable, inquietante o molesto los afectaba, y lo más grave que les podía ocurrir era una pelea con un niño vecino u olvidarse de hacer las tareas escolares. Desconocían la soledad tal como India la había experimentado de niña a raíz de la ausencia de su padre. Sus hijos estaban cuidados y atendidos con esmero. Cada noche su padre regresaba a casa a cenar. Este hecho era fundamental para India, pues sabía demasiado bien lo que significaba su ausencia.

Sus hijos vivían en un mundo muy distinto al de los niños que había retratado hacía dos décadas; esos niños se morían de hambre en África, corrían peligros inimaginables en los países subdesarrollados, arriesgaban su supervivencia diariamente, tenían que huir de sus enemigos o morían a causa de agresores naturales como las enfermedades, las inundaciones y las hambrunas. Sus hijos jamás conocerían una vida así, y eso era un hecho que la alegraba profundamente.

En ese instante, India vio que su hijo pequeño se apartaba de la maraña de críos que se le habían echado encima después de marcar un gol y la saludaba con la mano.

India sonrió, accionó el obturador de la cámara y regresó lentamente al banco donde se sentaban las otras madres. Ninguna miraba el partido pues estaban ocupadas charlando. Su presencia era tan habitual que casi nunca se fijaban en el juego o en lo que hacían sus hijos. Hacían acto de presencia, lo mismo que el banco en que se sentaban: formaban parte del escenario o del equipo.

A medida que India se acercaba, Gail Jones sonrió al verla. Hacía muchos años que eran amigas. India sacó del bolsillo un carrete y Gail le hizo sitio para que se sentase. Por fin los árboles volvían a tener hojas y todas estaban de buen humor. Gail sonrió y le ofreció un cappuccino en un vaso de plástico. Era un ritual, sobre todo en los gélidos inviernos en que asistían a los partidos de sus hijos, con el suelo cubierto de nieve, lo que las obligaba a mover los pies y caminar para entrar en calor.

– Sólo faltan tres semanas para que termine este curso – comentó Gail con alivio, y bebió un sorbo del humeante cappuccino -. Detesto los partidos de fútbol. Me encantaría tener niñas, al menos una. Cualquier día la vida definida por las camisetas y las botas de fútbol me volverá loca – acotó y sonrió pesarosa.

India sonrió a Gail, colocó el carrete y cerró la cámara. Estaba acostumbrada a las quejas de su amiga. Hacía nueve años que Gail se lamentaba de haber renunciado a su profesión de abogada.

– Te aseguro que también te hartarías del ballet. Es lo mismo, con otro uniforme y más presión – aseguró India a sabiendas de lo que decía.

Esa primavera, después de ocho años Jessica había dejado el ballet e India no sabía si alegrarse o preocuparse. Echaría de menos los festivales pero no añoraría los tres viajes semanales en coche. Jessica había cambiado el ballet por el tenis y ponía el mismo empeño; afortunadamente podía ir en bici y su madre no estaba obligada a coger el coche.