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– ¿Es lo que quieres? ¿Dejar a Jeff por el marido de otra? ¿Cambiaría eso tu situación?

– Probablemente no – admitió Gail -. Por eso no lo he hecho. Creo que quiero a Jeff. Somos amigos. La pega es que no resulta muy estimulante.

– Tal vez sea mejor así – observó India, y reflexionó acerca de lo que Gail acababa de decir -. Yo ya he tenido suficientes estímulos en el pasado y no quiero más – dijo con firmeza, como si intentara convencerse a sí misma más que a su amiga pero, por esta vez, Gail aceptó a pies juntillas sus palabras.

– Si lo que dices es verdad, eres muy afortunada.

– Ambas lo somos – afirmó India para animarla.

Seguía pensando que la solución no radicaba en que su amiga comiera con Dan Lewison u otros hombres como él. ¿Adónde la conduciría? ¿A un motel entre Westport y Greenwich? ¿Y qué? India era incapaz de imaginarse en la cama con otro hombre que no fuera su marido. Después de diecisiete años con Doug no deseaba a nadie más. Amaba la vida con Doug y sus hijos.

– Sigo pensando que desaprovechas tu creatividad – la azuzó Gail pues sabía perfectamente que era el único resquicio en la armadura de India, el único tema que a veces la llevaba a plantearse preguntas incómodas -. Deberías volver a trabajar.

Gail siempre decía que su amiga tenía un enorme talento y que era lamentable que lo desperdiciase. India indefectiblemente respondía que, si le apetecía, en el futuro volvería a trabajar. De momento no tenía tiempo ni ganas de cubrir más que una noticia ocasional. Los niños requerían muchas horas y no deseaba cambiar su relación con Doug.

– Ya. Pero si vuelvo a trabajar tú aprovecharás para ir a comer con Doug. ¿Crees que soy tan tonta?

Rieron. Gail meneó la cabeza y se le encendió la mirada.

– Te aseguro que no tienes de qué preocuparte. Doug es el único hombre que conozco que resulta incluso más aburrido que mi marido.

– Gracias por el cumplido – apostilló India sin abandonar su sonrisa.

A decir verdad, Doug no era estimulante, ni siquiera animado, pero ella lo consideraba un buen marido y padre y con eso le bastaba. Era un hombre íntegro, correcto, fiel y hacendoso. Por añadidura, India lo quería aunque, según Gail, fuera muy aburrido. No compartía la debilidad de su amiga por las intrigas y los romances ilícitos. Hacía años que había renunciado a esas cosas.

En ese momento acabó el partido y, en cuestión de segundos, Sam y los gemelos de Gail se acercaron ruidosamente.

– ¡Qué gran partido! – exclamó India y sonrió a Sam.

Hasta cierto punto, se alegraba del fin de aquella conversación. Gail lograba que se sintiese obligada a defenderse a sí misma y su matrimonio.

– ¡Mamá, hemos perdido!

El niño la miró contrariado y la abrazó con todas sus fuerzas al tiempo que apartaba la cámara que su madre llevaba colgada del hombro

– ¿Te has divertido? – preguntó India y le besó la coronilla.

Sam aún desprendía ese maravilloso olor a niño pequeño que es una mezcla de aire fresco, jabón y sol.

– Sí, lo he pasado bien. Marqué dos goles.

– Entonces fue un buen partido. – Echaron a andar hacia los coches con Gail y los gemelos. Los niños querían tomar un helado y Sam deseaba acompañarlos -. No podemos. Tenemos que recoger a Aimee y Jason.

Sam protestó e India saludó a Gail con la mano mientras su amiga y los gemelos subían a la furgoneta. India se sentó al volante de la camioneta. Pese a todo, la charla había sido muy interesante. Gail no había perdido la capacidad de interrogar.

Al encender el motor India miró a su hijo por el retrovisor. Sam parecía cansado y contento. Tenía la cara manchada de polvo y daba la sensación de que había peinado su cabellera rubia con un batidor. Le bastó observarlo para recordar los motivos por los que ella no se ocultaba entre los arbustos en Etiopía o en Kenia. Ese rostro cubierto de polvo lo explicaba todo. Daba igual que su vida fuese aburrida.

Recogieron a Aimee y Jason en la escuela y emprendieron el regreso a casa. Jessica acababa de llegar y la mesa de la cocina estaba atiborrada de libros. El perro no cabía en sí de contento, meneaba la cola y ladraba. Esa era la vida que India conocía y había elegido. La idea de compartirla con alguien que no fuese Doug la deprimió. Si a Gail no le bastaba con Jeff, lo sentía por ella. Al final cada uno hacía lo que le iba mejor. India había escogido esa vida. Sus fotos tendrían que esperar cinco o diez años más, aunque sabía que ni siquiera en el futuro abandonaría a Doug para recorrer medio mundo en busca de aventuras. No podía tenerlo todo. Hacía años que lo había comprendido. Había tomado una decisión y todavía la consideraba válida. Además, sabía que Doug apreciaba su elección.

– ¿Qué hay de cenar? – gritó Jason para hacerse oír en medio de los ladridos del perro y el clamor de sus hermanos.

Jason formaba parte del equipo escolar de atletismo y estaba muerto de hambre.

– ¡Servilletas de papel y helado si no salís de la cocina y me dejáis en paz cinco minutos! – gritó India.

Su hijo mayor cogió una manzana y una bolsa de patatas y se dirigió a su habitación a realizar las tareas escolares.

Jason era un chico bueno, aplicado y tierno. Se esforzaba en el instituto, sacaba buenas notas, tenía un buen rendimiento deportivo, se parecía mucho a Doug y nunca les había dado dolores de cabeza. El año anterior había descubierto que en el mundo vivían chicas pero, de momento, su incursión más osada se limitaba a una sucesión de tímidas llamadas telefónicas. Era más fácil tratar con Jason que con Jessica, su hermana de catorce años, de quien India decía que se convertiría en abogada laboralista. Jessica era la portavoz de la familia en nombre de los oprimidos y casi nunca eludía los encontronazos con su madre. A decir verdad, le encantaba discutir con India.

– ¡Fuera de aquí! – exclamó India, echándolos de la cocina.

Luego abrió la nevera y frunció el entrecejo.

Esa semana habían comido dos veces hamburguesas y una pastel de carne. Tuvo que reconocer que le faltaba inspiración. A esas alturas del curso escolar le resultaba imposible pensar en cenas creativas. Sacó dos pollos congelados, los metió en el microondas, extrajo doce panochas y se dispuso a limpiarlas.

Se sentó a la mesa de la cocina, pensó en lo que Gail había dicho por la tarde, lo analizó e intentó discernir si se arrepentía de haber abandonado su profesión. A pesar de los años transcurridos seguía teniendo la certeza de que había tomado la decisión correcta De todas maneras, no venía a cuento pues le habría resultado imposible viajar por el mundo como reportera gráfica e incluso cubrir demasiadas noticias locales mientras se ocupaba como debía de sus hijos. Lo había hecho por ellos. Si por ese motivo Gail la consideraba aburrida, peor para ella. Doug no opinaba lo mismo. Sonrió al pensar en su marido, colocó las panochas en una olla con agua y encendió el hornillo. Sacó los pollos del microondas, los untó con mantequilla y especias y los introdujo en el horno. Solo le faltaba hervir el arroz y preparar la ensalada para que la cena estuviese lista como por arte de magia. Con los años su estilo había mejorado. No era cocina de primera, sino platos rápidos, sencillos y sanos. Hacía tantas cosas que no le quedaba tiempo de preparar comidas elaboradas. Tenían suerte de que no los llevase a comer al McDonald's.

Servía la cena cuando llegó Doug, que estaba algo agobiado. Salvo que hubiese crisis en el despacho regresaba a las siete en punto. Su jornada duraba doce horas o algo más, pero se lo tomaba con calma. Besó el aire cerca de la cabeza de su esposa, dejó el maletín sobre la mesa, sacó una coca-cola de la nevera, miró a India y sonrió.

Ella se alegró de verlo.

– ¿Qué tal te ha ido? – preguntó, y se secó las manos con un paño de cocina.