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– Theresa, he pensado en ti durante meses y meses, desde mucho antes de conocerte.

Los ojos de Brian, cuando éste se apartó sólo lo suficiente para mirar los de Theresa, no sonreían ni pestañeaban. Theresa observó maravillada y aturdida que Brian estaba contemplándola con expresión casi reverente.

– Pero, ¿por qué? -murmuró.

Con una mano, Brian le acarició el cuello, mientras con la otra trazaba lentamente los contornos de su rostro.

– Sabía más cosas sobre ti de las que un hombre tiene derecho a saber de una mujer que no ha visto jamás. A veces me sentía culpable por ello pero al mismo tiempo me sentía irremediablemente atraído hacia ti.

– Así que Jeff te ha contado más cosas de lo que has insinuado hasta ahora.

Brian rozó con los labios entreabiertos la nariz de Theresa, luego volvió a mirarla a los ojos.

– Jeff te quiere tanto como un hermano puede querer a una hermana. Comprende por qué haces lo que haces… y lo que no haces. Yo te imaginaba como una dulce profesora de música rodeada de niños pecosos, pero, hasta que te vi, no tenía ni idea de que tú misma te parecerías tanto a uno de ellos.

Theresa intentó apartarse.

– No.

Brian apresó la barbilla de Theresa, acariciando con el índice su mejilla.

– No te vayas. Ya te he dicho que me gustan tus pecas y tu pelo y… y todo lo tuyo, sólo por el hecho de ser tuyo.

Involuntariamente, Theresa se puso rígida cuando la mano izquierda de Brian se apartó de su cuello y descendió por su espalda. Brian percibió su rigidez y, en vez de deslizar la mano hacia sus costados, la llevó a lo largo de su brazo hasta entrelazar los dedos con los de ella. Luego subió las manos, todavía entrelazadas con las suyas, hasta el espacio que había entre su pecho y los senos de Theresa; su brazo oprimió uno de ellos ligeramente.

Brian pensó en las horas que Jeff y él habían pasado tumbados en sus camastros hablando de aquella mujer. Sabía que algunas veces había vuelto a casa con los ojos llenos de lágrimas por las burlas de algún chico; y las amargas experiencias habían comenzado cuando sólo tenía catorce años. Y sabía también que él se hallaba en una situación en la que nunca había estado ningún hombre. Y comprendía que, si daba un paso en falso, podría causar un daño terrible a Theresa y a sí mismo.

Brian procuró tranquilizarla con palabras cariñosas, hablando con el corazón.

– Nunca había conocido a una mujer con un olor tan especial como el tuyo.

La mordisqueó en el cuello, sus besos eran como perlas encadenadas en un hilo de seda.

– Y bailas justo como me gusta que baile una chica.

Dejó caer un beso en la comisura de sus labios.

– Me encanta tu música…

Luego en la nariz.

– Y tu inocencia…

La besó en los ojos.

– Y tus dedos revoloteando en las teclas del piano.

Ahora les tocó el turno sucesivamente a los nudillos de una de sus manos.

– Y estar contigo cuando comienza el nuevo año.

Por fin la besó en la boca, introduciendo la lengua entre los tiernos e inocentes labios, uniéndose a ella en la celebración del nuevo descubrimiento de saber que podían comenzar juntos una vida muy distinta…

Theresa se sentía elevada, transportada más allá de sí misma, como si fuera otra la mujer envuelta por los brazos de Brian Scanlon, otra la que oía las palabras susurradas.

Pero era Theresa. Una ingenua llena de dudas que no sabía actuar con naturalidad. Deseaba levantar los brazos para rodear el cuello de Brian y devolverle sus besos, pero bajar la guardia que había mantenido en alto durante tantos años no era cosa fácil. La experiencia le había enseñado con demasiada claridad que creer que podía atraer a alguien a causa de sus cualidades espirituales era sólo un sueño imposible. Cada vez que así lo había hecho, el hombre en quien puso sus esperanzas resultó tan poco honesto como el chico que ocho años atrás había convertido el baile de fin de curso en un recuerdo desagradable de vergüenza y repulsión. Desde entonces se había asegurado de que no volviera a sucederle algo parecido.

El brazo de Brian estaba apoyado sobre su seno derecho, presionándolo de una forma casi indiferente que a Theresa le pareció natural y aceptable, hasta que él comenzó a mover la muñeca a modo de caricia. Todavía tenía los dedos entrelazados, y Brian movió las manos de ambos de modo que sólo el envés de la suya quedó en contacto con los senos.

«No temas. No te resistas. Déjale. Déjale tocarte para ver si reaccionas como la mujer de la película», pensó Theresa mientras Brian seguía besándola sensualmente. Al cabo de un momento se echó hacia atrás, acariciando el borde de sus labios con un leve roce de los suyos.

– Theresa, no temas.

En la chimenea danzaba el fuego, irradiando calor hacia ellos. Theresa tenía los ojos cerrados, inconsciente de la expresión preocupada de Brian. Estaba tumbada debajo de él, pálida e inmóvil, y respiraba con gran dificultad. Sus labios reflejaban el sentimiento de recelo que la embargaba.

Theresa tenía la piel caliente bajo el suéter, y unas costillas sorprendentemente bien proporcionadas, su piel era tersa y suave. Brian se dio cuenta de que tenía una constitución a la que le correspondían unos senos mucho más pequeños que aquellos con los que estaba dotada. «Confía en mí, Theresa. Eres tú, tu corazón, tu alma sencilla lo que estoy aprendiendo a amar. Pero amarte significa amar tu cuerpo también. Y debemos comenzar con eso. Alguna vez debemos comenzar.»

Brian elevó una mano por el costado de Theresa, y finalmente posó las yemas de los dedos en la concavidad formada directamente bajo uno de sus senos. La acarició con suavidad, lentamente, concediendo tiempo a Theresa para que aceptase el hecho de su exploración inminente. Bajo su mano, Brian percibió un temblor anormal, como si Theresa estuviera conteniendo el aliento para no gritar.

Por si acaso, Brian cubrió los labios de Theresa con los suyos, y luego se deslizó hacia un lado lo suficiente como para tener acceso a sus senos. Para no intimidarla, recorrió el espacio restante con toda la lentitud de que era capaz.

La primera caricia apenas rozó el borde del sujetador. Brian deslizó las yemas de los dedos siguiendo la curva pronunciada que iba desde el centro del pecho hasta la zona situada bajo el brazo.

Theresa se estremeció y se puso más tensa.

Brian suavizó el beso hasta que fue más una mezcla de alientos que otra cosa, una anticipación de la suavidad que tenía guardada para ella.

Pero los recelos embargaban a Theresa impidiéndole disfrutar de las caricias de Brian. Aguardaba, por el contrario, como una mártir condenada a morir en la hoguera, hasta que al fin Brian asió uno de sus senos con firmeza, plenamente, deslizando el pulgar a lo largo de su sujetador. Theresa lo consintió por el momento, permitiendo a Brian descubrir la amplitud, elasticidad y calidez de sus senos.

Mientras la mano acariciaba y exploraba, Theresa esperaba agonizante, deseando responder a Brian de un modo del que no se sentía capaz. Deseaba relajarse y ponerse en una postura indolente, incitarle a seguir, esbozar un susurro de placer como la mujer de la película… Quería gozar como las demás mujeres cuando sus senos eran acariciados.

Pero sus senos nunca habían sido fuentes de placer, sino de dolor, y Theresa se vio recordando innumerables escenas insultantes y groseras, sintiéndose empequeñecida por dichos recuerdos a pesar de que Brian siempre le había otorgado un trato del máximo respeto y delicadeza. Y, cuando Brian deslizó el suéter hacia arriba, se sintió paralizada.