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Brian lo percibió, pero siguió adelante, descendiendo centímetro a centímetro hasta que apoyó las caderas sobre el sofá, entre las piernas abiertas de ella; luego bajó la cabeza y besó los senos de Theresa a través del rígido algodón que los separaba de sus labios.

El aliento de Brian era caliente y provocaba oleadas de sensación en sus senos, acabando por endurecer sus pezones. A través del sujetador, Brian mordisqueó con suavidad, y el dulce dolor causado hizo que Theresa se estremeciera.

Brian levantó la cabeza, pero Theresa no se atrevía a abrir los ojos y mirarle. Recordó escenas en las duchas del instituto, los pezones pequeños y delicados de otras chicas, la envidia que sentía por su feminidad, y su terror creció. Si hubiera podido estar segura de que Brian no iría más lejos, quizás se habría relajado y habría disfrutado de la sensación estremecedora que provocaban sus besos. Pero sabía que no podría soportar el siguiente paso. No se atrevería a desnudarse ante los ojos de ningún hombre. Tenía unos senos cubiertos de pecas, nada atractivos y demasiado caídos como consecuencia del tamaño.

«Oh Brian, por favor, no quiero que me veas de ese modo. No volverías a mirarme jamás», se dijo para sí.

El fuego iluminaba sus cuerpos y Theresa sabía que si abría los ojos vería con demasiada claridad lo inevitable. Brian le producía un calor que le cortaba el aliento, mordisqueándole a través del rígido sujetador, cuyo mismísimo roce parecía incitarla a sucumbir.

Pero, cuando Brian deslizó las manos sobre su espalda para desabrochárselo, Theresa pensó que no permitiría por nada del mundo que la viera desnuda.

– ¡No! -murmuró violentamente.

– Theresa, yo…

– ¡No! -repitió, apartando los brazos de Brian-. Yo… por favor…

– Sólo iba a…

– ¡No, tú no vas a hacer nada! Por favor, déjame.

– No me has dado opor…

– ¡Yo no soy de esa clase, Brian!

– ¿De qué clase?

Inexorablemente, Brian impidió que se moviera.

– De las fáciles y… y frescas.

Theresa hizo un esfuerzo para liberar sus miembros doloridos del peso de Brian.

– ¿Crees verdaderamente que pienso eso de ti?

Los ojos de Theresa se inundaron de lágrimas.

– ¿No es así como piensan todos los hombres?

Theresa vio el dolor relampaguear en los ojos verdes de Brian y su mandíbula crisparse momentáneamente.

– Yo no soy todos los hombres. Creía que ya habías tenido tiempo más que suficiente para darte cuenta. No comencé esto para ver lo que podía sacar…

– ¿Ah, no? Considerando dónde están tus manos ahora mismo, diría que tengo buenos motivos para dudarlo.

Brian cerró los ojos, sacudiendo lentamente la cabeza en gesto de exasperación a la vez que dejaba escapar un suspiro. Retiró las manos, deslizándose hasta sentarse en el borde del sofá. Pero las piernas de ambos continuaban enlazadas, y Theresa estaba en una postura forzada y vulnerable, con una rodilla atrapada bajo la pierna de Brian y la otra entre el respaldo del sillón y su espalda.

Se arqueó hacia arriba y se bajó el suéter hasta la cintura mientras Brian suspiraba frustrado, y se pasaba una mano por el pelo. Luego él se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas, dejando las manos inertes en el aire mientras contemplaba el fuego con expresión ausente, fruncido el ceño.

– Déjame levantarme -susurró Theresa.

Brian se movió como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía a Theresa en una postura no demasiado elegante. Theresa se desenredó y se acurrucó en un extremo del sofá, no demasiado acobardada, pero protegida por el habitual escudo de sus brazos cruzados.

– Verdaderamente, eres una mujer difícil de tratar, ¿lo sabías? -dijo con tono malhumorado-. ¿Podrías decirme qué demonios pensabas que iba a hacer?

– ¡Justo lo que intentaste!

– ¿Y en qué me convierte eso? ¿En un pervertido? Theresa, por el amor de Dios, somos adultos. No puede considerarse una perversión hacerse unas cuantas caricias.

– Yo no quiero ser manoseada como una cualquiera.

– Vamos, ¿no exageras un poco? Estás haciendo un drama de esto.

– Para ti un drama, para mí es… es un trauma.

– ¿Quieres decir que no has permitido en la vida que un tipo te quitara el sujetador?

Theresa desvió la mirada sin decir palabra. Por su parte, Brian la observó en silencio durante algunos segundos, antes de preguntar:

– ¿No has pensado nunca que eso no es exactamente normal ni saludable para una mujer de veinticinco años?

– ¡Ah! Y supongo que tú te ofreces voluntario a curarme por mi propio bien, ¿no es así?

– Tendrás que reconocer que podría ser bueno para ti.

Theresa soltó un bufido, mientras Brian se sentía cada vez más enfadado con ella.

– ¿Sabes? Estoy comenzando a hartarme de que cruces los brazos como si yo fuera Jack el Destripador… y de que pongas en tela de juicio mis motivos cuando, tal y como lo veo, soy yo el que tiene impulsos normales aquí.

– ¡Pues a mí ya me han dado lecciones de sobra respecto a los llamados impulsos normales de los hombres!

Los dos se quedaron inmóviles durante varios minutos largos y tensos, mirando hacia delante, decepcionados de que aquella noche que había comenzado tan maravillosamente estuviese acabando así.

Por fin, Brian suspiró y se volvió hacia ella.

– Theresa, lo siento, ¿de acuerdo? Pero yo siento algo por ti y pensaba que tú sentías lo mismo por mí. Entre nosotros todo fue perfecto esta noche y pensé que lo natural era terminar así.

– ¡No todas las mujeres del mundo estarían de acuerdo contigo!

– ¿Te importaría mirarme… por favor?

La voz de Brian era suave, dolida. Theresa apartó la mirada del fuego, que despedía un calor muy diferente del que sentía en la cara. Le miró a los ojos para encontrarse con una expresión herida que la desconcertó. Brian tenía un brazo apoyado a lo largo del respaldo del sofá, la mano estaba a pocos centímetros del hombro de Theresa.

– No tengo mucho tiempo, Theresa. Dos días más y me habré marchado. Si tuviera semanas o meses para ganarme tu confianza, la cosa sería diferente, pero no los tengo. No quiero volver a Minot y pasarme los próximos seis meses preguntándome qué sientes por mí.

Brian rozó con las yemas de los dedos el hombro de Theresa, muy levemente, produciéndole un escalofrío.

– Me gustas, Theresa, ¿no puedes creerme?

Theresa se mordió los labios y le miró, derrotada por sus palabras, por su sinceridad.

– Tú. La persona, la hermana de mi amigo, la mujer que comparte conmigo el amor a la música. La chica que no dejaba hacer barbaridades a su hermano pequeño y se ríe cuando toca un zapateado popular con su violín de 1906, que comprende lo que siento tocando una canción de Newbury. Me gustas porque tuviste que acudir a tu hermana de catorce años para maquillarte, por tu forma de entrar en la cocina con la refrescante timidez de una gacela. En realidad, no se me ocurre nada tuyo que me disguste; pensé que lo sabías, que comprenderías la razón por la que intenté expresar mis sentimientos del modo que lo hice.

Theresa se sentía emocionada; tenía seca la garganta, enrojecidos los ojos. Palabras como aquéllas, creía ella, sólo se oían en las películas de amor, eran dichas a las otras chicas, las guapas con figura de maniquí y cabellos sedosos.

– Y te comprendo -replicó.

Deseaba con todo el corazón alargar la mano y acariciarle la mejilla, pero sus inhibiciones estaban demasiado arraigadas en ella y le llevaría algún tiempo superarlas. Así que intentó explicarle a Brian lo mucho que le remordía la conciencia en aquel momento.