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– Oh, Brian, siento haberte dicho todo eso. Y no era verdad. Lo dije porque estaba asustada, dije la primera cosa que se me ocurrió para detenerte. Pero no lo pensaba.

Los dedos de Brian seguían acariciando su hombro.

– ¿Crees que no sabía que tenías miedo?

– Yo…

Theresa tragó saliva y desvió, la mirada.

– Antes de verte por primera vez, ya te conocía. Luego te he visto esconderte detrás de violines, bolsos y rebecas, pero tenía la esperanza de que, si no me precipitaba y te demostraba que para mí otras cosas son lo primero, tú…

Hizo un gesto expresivo con las manos y Theresa sintió que se le calentaba la cara otra vez. Le parecía imposible estar hablando del tema… y con un hombre.

– ¡Theresa, mírame, demonios! Yo no soy ningún pervertido que quiera aprovecharse de ti, y lo sabes.

Las lágrimas inundaron los ojos de Theresa y cayeron por sus mejillas. En aquel momento de su confusión, junto las rodillas con fuerza, las rodeó con los brazos, bajó la cabeza y dejó escapar un solo sollozo.

– Pe… pero tú no comprendes lo… lo que es.

– Comprendo que cuando se siente algo tan intenso como lo que yo siento por ti es natural expresarlo.

– Puede que para ti sea natural, pero para mí es terrible.

– ¿Terrible? ¿Que yo te acaricie es terrible?

– No, no es que seas tú, sino… ahí. Mis senos; yo… yo sabía que ibas a hacerlo, y estaba tan… tan…

– ¡Por Dios, Theresa! ¿De verdad crees que no lo sabía? Hasta el más ciego vería cómo los escondes. Entonces, ¿qué debería haber hecho?, ¿qué habrías pensado de mí? Ya te lo he dicho, quería…

Brian dejó de hablar repentinamente, miró el fuego, se pasó una mano por la cara y gruñó, casi para sí mismo.

– ¡Oh, maldita sea!

Parecía estar acelerando sus ideas. Al cabo de un rato se volvió hacia Theresa y puso las manos sobre sus hombros, obligándola a mirarle a la cara. Los ojos de Theresa estaban todavía empañados de lágrimas y los de él denotaban enfado, o quizás frustración.

– Mira, conocía tu problema antes de bajar del avión. Yo mismo he estado luchando a brazo partido con él desde que estoy aquí. ¡Pero, maldita sea, me gustas! Y en parte es por tu físico, y así debe ser. Los senos son parte de ti. ¡Me gustas entera! Y creo que yo también te gusto, pero, si vas a escurrirte cada vez que intente tocarte, tenemos un verdadero problema.

A Theresa le sorprendió la franqueza de Brian al tratar el asunto. Incluso oír la palabra «senos» le había dado toda la vida vergüenza. Y ahí estaba Brian, pronunciándola con la naturalidad de un sexólogo. Pero Theresa podía ver que no comprendía lo difícil que era para ella barrer el manto de timidez, que se cimentaba en los dolorosos recuerdos de sus años adolescentes. Y a él, Brian Scanlon, alto y atractivo, perfecto, que contaba con la admiración de incontables mujeres, difícilmente se le podía exigir que comprendiese lo que llevaba consigo tener su figura.

– No puedes comprenderlo -dijo Theresa de modo inexpresivo.

– No dejas de repetir la misma canción. Dame una oportunidad al menos…

– Tienes razón. Tú eres… eres de los afortunados. Mírate; alto, delgado, atractivo y… bueno, no le das importancia a ser normal, como todo el mundo.

– ¿Normal? -exclamó frunciendo el ceño-. ¿Acaso crees que tú no eres normal a causa de tu tipo?

– ¡Sí, lo creo!

Theresa le miró desafiante y luego se enjugó una lágrima de un manotazo.

– Es imposible que lo entiendas… Empecé a tener pecho cuando tenía trece años, y al principio las otras chicas me tenían envidia porque fui la primera en estrenar un sujetador. Pero a los catorce años dejaron de envidiarme y se quedaron… pasmadas.

Extrañamente, Brian nunca se había parado a pensar cómo la tratarían las chicas. Aquél era un dolor secreto que ni siquiera conocía su hermano.

– En el colegio, cuando teníamos que ducharnos, las chicas se quedaban mirándome como si fuera una marciana. La clase de gimnasia era uno de los horrores de mi vida. Correr…

Theresa sonrió tristemente.

– Correr no sólo me daba vergüenza: también me hacía daño. Así que… dejé de correr a una edad en la que es algo natural tener ganas de moverte y actuar libremente.

– ¿Y te resientes? ¿Te sientes engañada?

¡Lo comprendía! ¡Lo había comprendido!

– ¡Sí! No podía…

Theresa sollozó.

– Tuve que renunciar a tantas cosas que quería… a cambiar vestidos con mis amigas… bañadores bonitos… deportes… bailes…

Sollozó más profundamente.

– Chicos -finalizó con voz débil.

Brian le frotó el brazo.

– Vamos, cuéntamelo -dijo para darle ánimo, y Theresa volvió los ojos hacia él.

– Chicos -repitió, mirando fijamente las llamas-. Había dos clases: los pasmados y los lanzados. Los pasmados eran los que se ponían en trance por el solo hecho de estar en el mismo cuarto conmigo. Los lanzados eran… bueno…

Theresa desvió la mirada, roto el hilo de su voz. Brian comprendía lo difícil que le resultaba hablar del tema. Pero tenían que hacerlo para despejar el terreno entre ellos. Brian le hizo una caricia.

– ¿Los lanzados eran…?

Theresa se volvió hacia él y desvió la mirada una vez más al proseguir.

– Los lanzados eran los que te echaban miradas obscenas y disfrutaban soltando palabrotas.

Brian sintió una oleada de calor e indignación y se preguntó, con la conciencia algo intranquila, si en su juventud habría atormentado a chicas como Theresa en alguna ocasión.

– Salí con chicos un par de veces -prosiguió-, y fue más que suficiente. Su parte del asiento del coche apenas se había calentado cuando ya estaban en la mía para ver si podían echarle un tiento a la… la famosa Theresa Brubaker. ¿Sabes cómo me llamaban, Brian?

Él lo sabía, pero sólo la miró para que se desahogara por completo.

– Theresa «La Interminable». Tetas sin fin, esto era lo que decían que tenía.

Se rió tristemente. Por sus mejillas resbalaron lágrimas como diamantes rojos lanzados por el fuego, pero ella pareció no darse cuenta.

– Otras veces me llamaban «Tetazas Brubaker», «La Globos»… oh, cientos de cosas insultantes, y yo las conozco todas.

A Brian le dolía el corazón por ella. Jeff ya le había contado muchas de aquellas cosas, pero era infinitamente más impresionante oírlas de su propia boca.

– Los lanzados… -repitió, como reuniendo todo su coraje para afrontar un recuerdo peor que el resto-. Una tarde, cuando tenía quince años, un grupo de chicos me cogió en el vestíbulo al salir de clase. Recuerdo perfectamente lo que llevaba por… porque llegué a casa y lo tiré al… al fondo de la bolsa de basura.

Theresa cerró los ojos amargamente, y Brian observó cómo se esforzaba en proseguir. Ya conocía la historia y le entraron ganas de impedir que continuara. Pero, si Theresa compartía con él sus malos recuerdos, significaba que confiaba en él, y esto era algo que deseaba con todo el corazón.

– Era una blusa blanca con botoncitos como perlas y un cuello redondo bordeado con encaje rosa. Yo… yo le tenía mucho cariño porque era un regalo de la abuela. Bueno, el caso es que llevaba un montón de libros cuando ellos… me cogieron. Los libros se desparramaron por el suelo cuando me acorralaron en una esquina… recuerdo que la pared estaba muy fría.

Theresa se estremeció y se frotó los brazos.

– Dos de los chicos me agarraron por las muñecas y me hicieron extender los brazos mientras los otros dos me… me sobaban.

Sus ojos se cerraron, sus labios temblaron. Brian le estaba acariciando la nuca con fuerza, pero ella estaba perdida en el recuerdo y el dolor que aquél hacía revivir. Theresa dejó escapar un suspiro profundo, tembloroso, y continuó.

– Estaba demasiado… demasiado asustada para contárselo a mamá, pero ellos habían destrozado los ojales de la blusa y yo…