– Buenos días -susurró Theresa.
– ¿Qué hora es?
– Más de las diez. Siento haberte despertado con la lavadora, pero quería comenzar la colada. La ropa de Jeff… está… él…
A Theresa no le salían las palabras y se quedó mirando aquel hombre medio desnudo, un hombre que hacía que todo su interior se estremeciese.
– Ven aquí.
Brian no se movió; tan sólo sus labios seductores hicieron la invitación. Tenía la nuca apoyada en el brazo derecho. El izquierdo sobre el estómago. Una pierna extendida y la otra levantada, de modo que formaba un triángulo bajo las sábanas.
– Ven aquí, Theresa -repitió con más suavidad que la primera vez, levantando una mano hacia ella.
La expresión aturdida de Theresa reveló a Brian que se había inventado una excusa incluso antes de que comenzase a hablar.
– Tengo que…
– Ven.
Brian se movió y, durante un instante terrible, Theresa pensó que iba a levantarse para cogerla. Pero sólo alargó la mano hacia ella.
Theresa avanzó lentamente, pero se detuvo a medio metro del borde de la cama. La mano de Brian permaneció abierta, esperando.
Brian se incorporó sólo lo necesario para coger a Theresa de la mano y arrastrarla hacia él. Ella apoyó las rodillas en el borde de la cama y perdió el equilibrio, aterrizando en una posición extraña sobre el pecho desnudo de Brian.
– Buenos días -dijo Brian.
Su sonrisa era intensa, excitante, y parecía iluminarlo todo. Brian deslizó un brazo entre ella y la manta, poniéndose de costado de cara a ella, hasta que sus vientres estuvieron al mismo nivel. Theresa recordó entre fascinada y confusa haber leído que los hombres se despertaban a menudo completamente excitados, pero era demasiado ignorante para saber si a Brian le estaba sucediendo aquella mañana. Él le acarició la mejilla con los nudillos de la mano y habló con voz encantadoramente ronca.
– Me resulta difícil de creer que todavía quede una mujer en este mundo que se ruboriza con veinticinco años.
Bajó la cabeza para mordisquearle los labios sensualmente.
– ¿Y sabes otra cosa?
Pasó un dedo por sus labios, haciendo que se entreabrieran y que su dueña contuviera el aliento.
– Algún día voy a verte con el rubor como único vestido.
Bajó la cabeza de nuevo y, cuando sus labios se unieron, volvió a Theresa boca arriba cubriendo la mitad de su cuerpo. Bajo la palma de la mano, la espalda de Brian se percibía tersa, cálida, y no pudo evitar acariciársela.
El pecho desnudo oprimía sus senos, aplastándolos de una forma absolutamente maravillosa. Theresa llevaba una gruesa camisa a cuadros negros y blancos, muy amplia. Completaban el conjunto unos vaqueros muy ajustados. La camisa la dejaba en una situación de lo más vulnerable, pensó, justo en el momento en que Brian levantó una rodilla sobre sus muslos, moviéndola arriba y abajo repetidamente hasta que rozó suavemente el centro de su femineidad. Sin dejar de besarla, cogió el brazo con el que se protegía los senos y se lo pasó por encima del hombro. Luego deslizó una mano por debajo de la camisa de algodón, y acarició su estómago, hasta el borde del sujetador. Entonces abarcó uno de sus senos con la mano con tanta decisión, que no dejó lugar a protesta alguna. La apretó con una fuerza que le produjo a Theresa un dolor extraño, pero placentero en cierto sentido.
Theresa sintió que los nervios se le disparaban en las profundidades de su vientre, pero controló el impulso de resistirse. La caricia fue breve, casi como si Brian estuviera probándola, diciéndole: «¡Acostúmbrate a ello, pruébalo, sólo este poquito, sin prisa!» Pero, para su asombro, cuando los dedos dejaron su seno descendieron directamente por su vientre, a lo largo de la dura cremallera de los vaqueros, abarcando toda la zona palpitante y ardiente de su cuerpo.
Dentro de los ajustados vaqueros, su carne respondió al instante con un calor tan intenso que la cogió desprevenida. Suspiró entrecortadamente y sus párpados se cerraron de golpe. Arqueó la espalda y el fuego se extendió a través de todo su cuerpo. Las caricias eran duras, resueltas; Theresa sentía las rítmicas acometidas, una vez, dos veces, como si Brian estuviera marcándola con el sello de su posesión.
Antes de que pudiera decidir entre luchar o rendirse Brian apartó la mano. Se quedó tumbada contemplando los ojos llenos de pasión de Brian, que la tenía aprisionada en una celda de fuego.
– Theresa, voy a echarte de menos. Pero seis meses pasan pronto… y volveré, ¿de acuerdo? -dijo con voz ronca de deseo.
¿Qué preguntaba? La respuesta a la ambigua pregunta se le atragantó.
– Brian, yo… yo no estoy segura.
Theresa pensaba que no podía hacer una promesa como aquélla, en caso de que Brian quisiera decir lo que ella suponía.
– Entonces, piénsatelo tranquilamente, ¿de acuerdo? Y, cuando llegue junio, ya veremos.
– Pueden suceder muchas cosas en seis meses.
– Lo sé. Sólo que, no…
La mirada preocupada de Brian se desvió hacia su cabello. Se lo echó hacia atrás casi con violencia, luego volvió la mirada hacia los asombrados ojos castaños de Theresa, enviando un mensaje de apasionada posesión, tan rotunda como la caricia que acababa de hacer.
– No busques a nadie, Theresa. Quiero ser el único, porque te comprendo y sé que seré bueno para ti. Es una promesa.
Justo en aquel instante la voz de Jeff atronó desde arriba.
– ¡Eh! ¿Dónde está todo el mundo? Brian, ¿estás despierto?
– Sí, estoy vistiéndome. Ahora mismo subo.
Theresa echó a Brian a un lado y saltó de la cama. Pero, antes de que pudiera escapar, él la capturó por la muñeca, y volvió a tumbarla.
– Theresa, ¿me besarás una vez al menos sin parecer asustada de muerte?
– Yo no soy muy buena en nada de esto, Brian. Creo que serías mucho más feliz si te olvidaras de mí -susurró.
– Nunca -contestó, mirando directamente a los ojos llenos de inseguridad de Theresa-. Nunca te olvidaré. Regresaré, y ya veremos si somos capaces de hacerte pasar de los quince años.
¿Cómo podría una persona tener tanta confianza en sí misma a los veintitrés años?, se preguntaba Theresa, mirando los ojos de Brian.
Brian la besó brevemente.
– Sube tú primero -dijo-. Haré la cama y esperaré unos cuantos minutos antes de seguirte.
Aquella noche tuvieron una velada tranquila y hogareña. Patricia fue para estar con Jeff. Margaret y Willard se sentaron juntos en el sofá, y Jeff se sentó en el suelo. Brian se hizo con el banco del piano. Y los dos estuvieron tocando la guitarra y cantando. Theresa estaba hecha un ovillo sobre un sillón, Amy en otro, y Patricia se sentó justo detrás de Jeff, unas veces con la cabeza apoyada en su hombro, otras acariciándole o tarareando las canciones…
Theresa sólo miraba a Brian cuando éste se quedaba absorto con las cuerdas de su guitarra o desviaba la mirada hacia cualquier otra parte del cuarto. Estaba esperando la canción que a ciencia cierta llegaría tarde o temprano y, cuando Jeff la propuso, se le aceleró el corazón.
En esta ocasión Brian tocaba su propia guitarra, una clásica Epiphone Riviera de sonido dulce y suave. Contempló la guitarra moldeada al cuerpo de Brian y se imaginó lo cálida que debía estar la caoba al contacto con su piel.
Mi vida es un río,
oscuro y profundo.
Noche tras noche el pasado
invade mis sueños…
Las palabras penetraban directamente en el corazón de Theresa. Mucho antes de que la canción llegara a la segunda estrofa, Brian y Theresa clavaron las miradas el uno en el otro.
Aquella noche se deslizó
en la oscuridad de mis sueños.
Deambulando de cuarto en cuarto,
encendiendo cada luz.
Su risa brota torrencial