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y me maravilla, como siempre fue.

Señor, se desmorona la tristeza

y me agarró a su recuerdo.

Theresa bajó la vista hacia los labios de Brian, Le pareció que temblaron levemente al formar las siguientes palabras.

Dulces recuerdos…

Dulces recuerdos…

Brian cerró los labios cuando tarareó suavemente las últimas ocho notas de la canción, y Theresa no se dio cuenta de que Jeff se había callado, dejando que cantara a dúo con Brian.

Cuando el último acorde se apagó y reinó el silencio, Theresa percibió que todo el mundo estaba observándoles, procurando atisbar lo que estaba sucediendo entre ellos.

Jeff rompió el encantamiento.

– Bueno, tengo que hacer el equipaje -dijo, comenzando a guardar su guitarra en la funda-. Lo mejor será que lleve a Patricia a su casa. Mañana tenemos que salir de aquí a las ocho y media.

Patricia y Jeff partieron y poco después todos los demás se retiraron a sus respectivas habitaciones.

Theresa se quedó tumbada en la oscuridad sin poder conciliar el sueño. Los versos de la canción resonaban en su corazón… Noche tras noche el pasado invade mis sueños… Ahora sabía lo que era sentir un verdadero deseo. Hormigueaba en cada poro de su cuerpo, y todo era más tentador por el hecho de que él estaba acostado en el cuarto situado justo debajo del suyo, probablemente tan despierto como ella y por la misma causa. Pero el deseo y el abandono eran dos cosas diferentes, y en aquel momento Theresa no habría bajado las escaleras para acostarse con Brian en la casa de sus padres más de lo que lo hubiera hecho cuando tenía catorce años. Nunca podría tener una relación sexual con un hombre a menos que hubiera primero un compromiso pleno entre ellos.

Pero la sensación de hormigueo la invadió nuevamente cuando recordó los momentos que había pasado tumbada con Brian aquella mañana, sus caricias íntimas. Gimió, se puso boca abajo y se abrazó a una almohada. Pero pasaron algunas horas antes de que la venciera el sueño.

A la mañana siguiente compartieron el último desayuno, y luego hubo besos de despedida para Margaret y Willard, que se fueron a trabajar con lágrimas en los ojos.

Theresa era la encargada de llevarlos al aeropuerto, pero en esta ocasión Amy los acompañaría. Durante todo el camino, reinó en el coche una atmósfera triste y deprimida, como si el avión ya hubiera despegado. Por tácito acuerdo, Brian y Theresa habían ocupado el asiento delantero y, de vez en cuando, ésta sintió la mirada que tanto amaba clavada en ella.

En el aeropuerto cada uno llevó algo de equipaje. Lo pesaron y luego pasaron a una explanada verde a través del control de seguridad. El número de su puerta se vislumbraba delante de ellos pero, justo antes de llegar, Brian cogió a Theresa de la mano y la detuvo.

– Vosotros adelantaos. Ahora mismo os cogemos -les dijo a los otros.

Sin vacilar, la llevó a una zona solitaria en la que había varias filas de sillas azules que miraban a una pared de cristal. Cogió la guitarra que llevaba Theresa y la dejó en el suelo, junto a su petate, luego la llevó al único lugar discreto que había: un rincón junto a un enorme distribuidor automático. Puso las manos sobre los hombros de Theresa con expresión de dolor. La miró fijamente a la cara, como si estuviera memorizando cada uno de sus rasgos.

– Voy a echarte de menos, Theresa. Dios mío, no sabes cuánto.

– Yo también te echaré de menos. Ha sido maravilloso… yo…

Sintiéndose disgustada consigo misma, comenzó a llorar. Casi al mismo tiempo, se vio apoyada contra el duro pecho de Brian, que la envolvió en un abrazo apasionado y posesivo.

– Dímelo, Theresa, dímelo para que pueda recordarlo durante los próximos seis meses -le dijo al oído con voz ronca.

– Ha sido ma… maravilloso estar co… contigo.

Theresa se abrazó a él con todas sus fuerzas. Las lágrimas estaban empapándolo todo y había comenzado a sollozar. Brian buscó los tiernos labios de Theresa, que estaban entreabiertos. Ella alzó la cabeza para ser besada, fascinada por la fuerza maravillosa que solamente puede dar el primer amor… no importa a qué edad. Theresa saboreó la sal de sus propias lágrimas y percibió una vez más el aroma masculino que había llegado a reconocer tan bien durante las últimas dos semanas. Brian la balanceaba, y sus bocas eran incapaces de dar por acabada aquella despedida.

Cuando Brian levantó la cabeza por fin, rodeó el cuello de Theresa con ambas manos, acariciándola, observándola con expresión interrogante.

– ¿Me escribirás alguna vez?

– Sí.

Theresa cogió una de las manos de Brian y la apretó firmemente contra su rostro. Brian acarició con las yemas de los dedos sus párpados cerrados, antes de que Theresa bajase su mano para cubrirla de besos.

Por fin Theresa alzó la vista. Los ojos de Brian estaba llenos de dolor, de tanto dolor como ella misma sentía. Curiosamente, Theresa nunca había pensado que a los hombres les afectaran los sentimientos tanto como a las mujeres, pero a Brian parecía dolerle mucho tener que separarse de ella.

– De acuerdo. Nada de promesas. Nada de compromisos. Pero, cuando llegue junio…

Brian dejó que sus ojos dijeran el resto y luego la envolvió en un fuerte abrazo para un último y prolongado beso, durante el cual sus cuerpos experimentaron la ansiedad más intensa que habían sentido en toda su vida.

– Brian, tengo veinticinco años, y nunca había sentido nada parecido.

– Puedes dejar de recordarme que tienes dos años más que yo, porque no me importa lo más mínimo. Y, si te he hecho feliz, soy feliz. No lo olvides y no cambies en nada hasta junio. Quiero volver y encontrarte justo igual que estás ahora.

Theresa se puso de puntillas, incapaz de resistir el impulso de darle el último beso. Era la primera vez en su vida que besaba a un hombre en vez de al contrario. Luego puso la mano en su mejilla, echándose hacia atrás para contemplar el rostro que amaba y grabarlo en su memoria.

– Mándame una foto tuya.

Él asintió.

– Y tú haz lo mismo.

Ella asintió.

– Tienes que irte. Ya deben estar subiendo al avión.

No se equivocaba. Jeff estaba esperándolos con aspecto nervioso en una rampa. Observó los ojos enrojecidos de Theresa e intercambió una mirada de complicidad con Amy, pero ninguno de los dos dijo nada.

Jeff dio un abrazo a Theresa y Brian hizo otro tanto con Amy. Luego los dos se marcharon a toda prisa, y Theresa no sabía si echarse a llorar o regocijarse. Brian se había ido. Pero le había encontrado. ¡Por fin!

La casa parecía embrujada, como un teatro vacío. Él estaba en cada cuarto. Abajo, Theresa encontró su cama convertida de nuevo en un sofá y las sábanas esmeradamente dobladas sobre un montón de mantas y almohadas. Cogió una de las sábanas y la olió, buscando su aroma, apretándola contra su cara. Se dejó caer en el sofá y volvió a estallar en lágrimas. Se enjugó las lágrimas con la sábana y se abrazó a la almohada, hundiendo la cara en ella y preguntándose cómo pasaría los meses siguientes. Experimentaba el profundo sentimiento que parecía ser la verdadera medida del amor: la firme creencia de que nadie había amado tan intensamente antes, y de que nadie lo haría después.

Así que esto era lo que se sentía.

Y Theresa sintió lo mismo durante los días que siguieron. Comenzó el colegio y se alegró de salir de la casa que guardaba tantos recuerdos de Brian, de volver con los niños, los horarios, las caras conocidas de sus compañeros de trabajo… Todo esto le ayudó a apartar sus pensamientos de él.

Pero nunca por mucho tiempo. En el instante en que se quedaba desocupada, él regresaba. En el instante en que entraba en el coche o la casa, él estaba allí, llamándola. Nunca se había imaginado que la soledad pudiera ser tan intensa. ¡Cómo le añoraba! Se había deshecho en llanto en la cama la noche de su marcha. Le costaba sonreír en el colegio. A menudo meditaba tristemente. Y soñar despierta, en otro tiempo algo extrañísimo en ella, se convirtió en algo constante.