Afectuosamente,
Theresa.
P.D. Un abrazo para Jeff.
P.P.D. Me gusta que me llames «bonita».
Querida «Bonita»:
Todavía no puedo creer que no hayas rechazado mi proposición directamente. Ahora no paro de soñar con la Semana Santa. Si vienes, serás tú quien fije las reglas. Sólo estar contigo será suficiente para ayudarme a salir del bache. Sé que a lo mejor piensas que no debería entrometerme en tus asuntos, pero creo que una persona de veinticinco años ni siquiera debería vivir con sus padres, y mucho menos tener que contar con su visto bueno para salir un fin de semana. Tal vez estés protegiéndote detrás de la falda de tu madre para no tener que enfrentarte al mundo. Señor, ahora probablemente pensarás que soy un maniaco sexual y que lo único que quiero es traerte aquí para entonces actuar como aquel tal Greg. No seas mal pensada, ¿de acuerdo, bonita? Consulta con la psicóloga a ver qué te dice. Los bordes de tu foto están arrugándose de tanto cogerla. Por favor, ven. Te echo de menos.
Con amor,
Brian.
La psicóloga se llamaba Catherine McDonald. Tendría unos treinta y cinco años, siempre llevaba ropa informal aunque muy de moda, y siempre lucía una sonrisa. A pesar de no haber dispuesto de muchas ocasiones de trabajar juntas, habían compartido muchos ratos agradables en el comedor de los profesores, y Theresa había llegado a respetar el aplomo innato de la mujer, su objetividad y su profundo conocimiento de la psicología humana. Catherine McDonald desempeñaba a la perfección su trabajo y era sumamente respetada por todos sus compañeros.
Como Theresa no quería reunirse con ella en el colegio, propuso que se encontraran en el restaurante Buena Tierra un martes a las cuatro. Theresa fue conducida, pasando a través de las mesas y sillas danesas del comedor principal, a un nivel elevado de cabinas privadas. Todas las cabinas estaban situadas al lado de un gran ventanal, y ya estaba esperándola Catherine en una de ellas. Se levantó de inmediato, estrechando la mano de Theresa efusivamente. Quizás la primera cosa que había admirado de ella era su modo de mirar a la persona con quien hablaba, prestándole una atención absoluta que inducía a confiar en ella y a creer que se preocupaba hondamente por los problemas que la gente le confiaba. Los ojos azules de Catherine, grandes y penetrantes, permanecieron clavados en Theresa mientras se saludaron, se acomodaron y pidieron té de hierbas. Luego pasaron a la causa esencial de su encuentro.
– Catherine, gracias por perder el tiempo conmigo -comenzó Theresa en cuanto la camarera las dejó solas.
Catherine agitó una mano quitando importancia al asunto.
– Me alegra que acudieras a mí. Siempre que quieras. Sólo espero poder ayudarte en el asunto en cuestión.
– Es algo personal. No tiene nada que ver con el colegio. Por eso te propuse reunirnos aquí en vez de en tu despacho.
– El té de hierbas tiene un efecto relajante… Esto es mucho más agradable que el colegio. Has hecho una buena elección.
Catherine removió el azúcar que había echado en su té, dejó la cucharilla y levantó la vista para mirarla fijamente.
– Dispara -dijo lacónicamente.
– Mi problema, Catherine, es sexual.
Theresa se había pasado dos semanas ensayando la frase de apertura, pensando que, una vez soltada la última palabra, las barreras podrían romperse y sería más sencillo hablar del tema que tan fácilmente la ruborizaba y le hacía sentirse como una adolescente.
– Adelante, cuéntamelo.
Catherine apoyó la cabeza -prematuramente canosa- en el alto respaldo del pequeño recinto circular, adoptando una actitud relajada que, de algún modo, animó a Theresa a relajarse a su vez.
– Tiene que ver con mis senos principalmente.
Sorprendentemente, la mujer no apartó la mirada de los ojos de Theresa.
– ¿Me equivoco al pensar que es por su tamaño?
– No, son… yo…
Theresa tragó saliva y, de repente, la venció la vergüenza. Se sostuvo la frente con la mano y se quedó pensativa. Catherine alargó la mano y rodeó la muñeca de Theresa con sus dedos fríos y resueltos, acariciando con el pulgar la piel sedosa para tranquilizarla. El contacto fue algo extraño y nuevo para Theresa. Nunca le había cogido la mano una mujer. Pero el firme apretón le inspiró confianza de nuevo, y muy pronto prosiguió.
– Son así desde que tenía quince años más o menos. Sufrí todas las persecuciones de costumbre, las que podrías esperar en los años adolescentes… las burlas de los chicos, las miradas horrorizadas de las chicas, los inevitables motes, e incluso los celos equivocados de algunas de las otras chicas. En aquel tiempo le pregunté a mi madre si podría hablar del problema con un médico o un psicólogo, pero ella tiene unos senos casi tan grandes como los míos y su respuesta fue que no se podía hacer nada al respecto, así que debería asumirlo… y comenzar a comprar sostenes reforzados…
– ¿Todavía vives con tus padres, no es así? -la interrumpió brevemente Catherine.
– Sí.
– Perdona. Continúa.
– Mi crecimiento sexual natural se vio… perjudicado por mi figura anormal. Cada vez que conocía a un chico que me gustaba, le espantaba el tamaño de mis senos. Y cada vez que salía con alguien, siempre se lanzaban hacia el mismo sitio. Una vez oí rumores de que en el instituto corría una apuesta entre los chicos concediendo una copa de veinticinco dólares al que consiguiera mi sostén.
Theresa bajó la vista reviviendo el doloroso recuerdo. Luego lo apartó de su mente y se irguió.
– Bueno, no querrás escuchar todos los detalles sórdidos, y en realidad ya no son tan importantes como en otro tiempo. Resulta que… hay un hombre que… parece mirar más allá del exterior…
Theresa bebió un sorbo de té.
– ¿Y?
Aquella era la parte más peligrosa.
– Y… y… -balbució, levantando la vista con desesperación-. ¡Y soy virgen, con veinticinco años, y tengo un miedo de muerte a hacer algo con él!
– ¡Estupendo! -exclamó suavemente Catherine, provocando la perplejidad de Theresa.
– ¿Estupendo?
– Sí, que lo hayas soltado de un tirón. Era difícil de decir, eso puedo asegurarlo.
– Sí que lo era.
Pero Theresa estaba sonriendo, relajándose y sintiéndose con más ganas de hablar.
– De acuerdo, ahora vamos al fondo de la cuestión. Cuéntame por qué sientes ese miedo de muerte.
– Oh, Catherine, llevo tantos años soportando estos senos y me han causado tantos sufrimientos… los aborrezco. La última cosa del mundo por la que desearía pasar es que el hombre que creo querer me viera desnuda. A mí me parecen horribles. Pensé que cuando él… que si él me viera desnuda no querría volver a mirarme otra vez. Así que yo… yo…
– Le rechazaste.
Theresa asintió.
– Y de paso te negaste tu propia sexualidad.
– No lo había visto desde ese punto de vista.
– Pues empieza.
– ¿Que empiece? -exclamó, pasmada por el consejo.
– Sí, exactamente. Desarrolla una ira buena y sana por todo lo que te han quitado. Es el mejor modo de descubrir lo que mereces. Pero primero déjame dar un paso atrás y hacerte una pregunta sobre ese hombre.
– Brian.
– Brian. ¿Te ofendió su reacción al ver tus proporciones?
– ¡Oh, no, al contrario! Brian ha sido el primer hombre que no se quedó mirando mis senos cuando nos presentaron. Me miró directamente a los ojos y, si supieras lo raro que es, comprenderías lo que significó para mí.
– Y, cuando le rechazaste, ¿se enfadó?
– No. Realmente, no. Me dijo que había llegado a descubrir cosas más profundas en mí que las meras superficialidades, y que le habían gustado.
– Parece que es un hombre maravilloso.
– Yo creo que sí, pero hay algo… bueno, tiene dos años menos que yo.
– La madurez no tiene nada que ver con la edad.