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En cinco minutos, su actitud cambió drásticamente y se sintió asombrada de lo ignorante y poco informada que había estado durante todos aquellos años. Había mantenido el mismo punto de vista anticuado que el resto de la sociedad: operarse para disminuir el tamaño de los senos era algo innecesario, consecuencia de la vanidad.

El doctor Schaum le explicó las molestias físicas que probablemente tendría en el futuro si seguía como estaba.

¿Vanidad? ¡Qué poca gente lo comprendía!

Pero había dos factores negativos de los que el doctor le habló con toda claridad. Su rostro alargado y anguloso adoptó una expresión grave.

– En este tipo de operación, se hace una incisión alrededor de toda la aréola, la zona más oscura que rodea el pezón. El método antiguo consistía en quitar el pezón por completo y colocarlo en una posición más alta. Ahora, con el nuevo método, podemos hacer la operación sin cortar el nervio. No se puede reducir el tamaño tan radicalmente, pero en cambio aumenta considerablemente la probabilidad de conservar la sensibilidad del pezón. En todo este tipo de operaciones, dicha sensibilidad se pierde temporalmente como mínimo. Y, aunque no podamos garantizar su recuperación, si no cortamos el nervio hay muchas probabilidades de éxito. Pero es muy importante que comprendas que siempre cabe la posibilidad de perderla para siempre.

El doctor se inclinó hacia adelante.

– El otro factor que debes considerar es si deseas amamantar a tus futuros hijos. Utilizando el nuevo método se han dado algunos casos en los que la madre ha podido dar de mamar a sus hijos después, pero las probabilidades son muy remotas. En resumen, si decides operarte, debes tener muy claro que hay dos cosas importantes en juego: la capacidad de los pechos para producir leche y para responder a la estimulación sexual. Es casi seguro que tendrás que renunciar a lo primero, y cabe la remota posibilidad de perder lo segundo.

De modo que también había sus riesgos. Theresa estaba desolada. Se quedó tumbada en la cama con los ojos muy abiertos, sintiéndose más insegura que nunca. Le producía horror la idea de perder la sensibilidad. Recordó la sensación de hormigueo que le causaba el más ligero roce de Brian, y se preguntó lo que pensaría él si le privaba de la capacidad de excitarla de ese modo tan particular y a sí misma de la capacidad de responder.

Se llevó las manos a los senos, y no se estimularon. Rozó los pezones con el suave tejido de su pijama y no sucedió nada. Pensó en los labios de Brian… y todo comenzó.

La llenó una dulce ansiedad que le hizo acurrucarse. ¿Y si se veía privada de aquella poderosa reacción femenina sin ni siquiera haber llegado a conocer las dulces sensaciones producidas por los labios de un hombre en esa zona tan sensitiva?

Lo único que sabía sobre seguro era que una vez… por lo menos una vez, debía tener esa experiencia, antes de jugársela.

Brian contestó al teléfono con tono seco, de aire militar.

– Teniente Scanlon al habla.

– Brian, soy yo, Theresa.

Reinó el silencio y ella percibió la gran sorpresa de Brian. No estaba segura de haber hecho bien llamándole a media mañana.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarla?

Su sequedad fue un jarro de agua fría. Luego, Theresa lo comprendió… Brian no estaba solo.

– Puedes ayudarme si me dices que no te has olvidado de mí y que no es demasiado tarde para aceptar tu invitación.

– Yo… -vaciló, aclarándose ruidosamente la garganta-. Podemos proceder con los planes tal y como discutimos.

– ¿Te parece bien el viernes? -preguntó Theresa con el corazón saltándole de emoción.

– Perfecto.

– ¿En el hotel Doublewood de Fargo?

– Afirmativo. A las doce.

– ¿De… de la mañana, Brian?

– Sí. ¿Se lo ha notificado ya a los interesados?

– Tengo la intención de contárselo esta noche. Deséame suerte, Brian.

– La tendrá.

– Vuelve la cara hacia otro lado si estás con alguien, porque creo que vas a sonreír. Teniente Scanlon, creo que me he enamorado de ti.

Hubo un silencio.

– Y creo que ya es hora de que haga algo positivo.

Tras una breve pausa, Brian se aclaró la garganta.

– Afirmativo. Yo me encargo de todo.

– De todo, no. Ya es hora de que viva mi propia vida. Y quiero agradecerte toda la paciencia que has tenido mientras me decidía.

– Si hay algo que podamos hacer en este punto para facilitar las cosas…

– Te veré dentro de dos semanas y media.

– Conforme.

– Adiós, querido Teniente Scanlon.

Brian se aclaró la garganta, pero aún así tartamudeó al decir la última palabra.

– A… adiós.

Aquella noche, Theresa abordó a sus padres antes de que pudiera echarse atrás. Sin darse cuenta, Margaret le proporcionó la introducción perfecta.

– Este año, la cena de Semana Santa será en casa de la tía Nora -les informó.

Acababan de cenar y estaban sentados en la mesa de la cocina. Amy había ido a estudiar a casa de una amiga.

– Arthur y su familia vendrán de California a pasar las vacaciones. ¡Cielo santo, deben haber pasado siete años por lo menos desde la última vez que estuvimos juntos! El abuelo celebrará su cumpleaños número sesenta y nueve ese sábado también, así que prometió que haría el pastel y tú tocarías el órgano, The…

– Yo no estaré aquí en Semana Santa -la interrumpió con tono sereno.

La expresión de Margaret decía: «no seas ridícula, cariño, ¿en qué otro lugar ibas a estar?».

– Voy a pasar la Semana Santa en Fargo… con Brian.

Margaret se quedó boquiabierta. Luego frunció el ceño y desvió rápidamente la mirada hacia Willard, volviéndola con igual velocidad hacia su hija.

– ¿Con Brian? -repitió secamente-. ¿Qué quieres decir con eso?

– Exactamente eso. Vamos a encontrarnos en Fargo para pasar tres días juntos.

– Así de sencillo, ¿no? ¡A pasar tres días con un hombre!

Theresa sintió que se ruborizaba y que crecía a la vez su indignación.

– Mamá, tengo veinticinco años.

– ¡Sí, y eres soltera!

– ¿No crees que está dando por hecho muchas cosas? -preguntó Theresa con tono acusador.

Pero Margaret llevaba demasiado tiempo gobernando la casa para dejarse detener cuando «sabía que tenía razón». Tenía la cara colorada como un tomate y los labios temblorosos cuando exclamó:

– Cuando un hombre y una mujer se van a pasar varias noches juntos, ¿qué otra cosa puede pensarse?

Theresa echó una mirada breve a su padre. También tenía la cara algo colorada, y estaba mirándose las manos. Repentinamente, a Theresa le molestó la debilidad de su carácter. Deseó que dijera algo en uno u otro sentido en lugar de dejarse apabullar siempre por su dominante esposa. Theresa se volvió de nuevo hacia su madre. Aunque tenía el estómago revuelto, habló con voz relativamente tranquila.

– Podrías haber preguntado, mamá.

Margaret gruñó y desvió la mirada desdeñosamente.

– Si vas a darlo todo por hecho no puedo hacer nada. Y a mi edad, no pienso que tenga obligación de darte explicaciones. Voy a ir, y eso es todo.

– ¡Sobre mi cadáver vas a ir!

Margaret saltó de la silla pero en ese momento, asombrosamente, intervino Willard.

– Siéntate, Margaret -ordenó, cogiéndola del brazo.

Margaret volvió su ira hacia él.

– ¡Si vive en nuestra casa, vive conforme a lo que dicta la decencia!

A Theresa le escocían los ojos. Era como si hubiera sabido que sucedería algo parecido. Con su madre no había nada que discutir. Le había pasado cuando tenía catorce años y acudió a ella buscando consuelo a sus problemas y ahora la historia se repetía una vez más.