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Sin ninguna ceremonia, llevó la mano de Theresa sobre la cremallera de sus pantalones blancos de algodón. Sucedió tan rápidamente que no tuvo ni el tiempo ni el impulso de retirarla. En un momento la mano estaba descansando sobre su cadera; en el siguiente, a lo largo de la cremallera. Soltó la mano de Theresa y se acercó más a ella, hablando roncamente, con la boca pegada a su garganta.

– Lo siento si soy demasiado directo, pero quiero que sepas que… haremos lo que tú decidas, sea lo que sea, mucho o poco, lo que tú quieras. Sería un mentiroso si te dijera que no he estado pensando en hacerte el amor desde las Navidades pasadas cuando te dejé llorando en el aeropuerto.

Mientras él hablaba, Theresa percibía los movimientos ondulantes de su cuerpo en la palma de la mano, pero la deslizó de mala gana hacia arriba. Le acarició apasionadamente el pecho y sintió los latidos enloquecidos de su corazón.

– Chsss… Brian, no digas eso.

– ¿Por qué? -preguntó, echándose hacia atrás y clavando la mirada en ella-. ¿Porque a ti también te sucede lo mismo?

– Chsss…

Theresa puso un dedo sobre los labios de Brian, el cual la observó en silencio hasta que, las llamas de sus ojos se apagaron finalmente. Entonces, se llevó la mano de Theresa a los labios, besó su palma y entrelazó a continuación sus dedos con los de ella.

– De acuerdo -dijo-. ¿Tienes hambre?

– ¡Canina! -respondió Theresa sonriendo.

– ¿Te parece bien si comemos algo y luego nos vamos a ver todos los lugares interesantes de Fargo?

– Me parece perfecto.

Con un movimiento, Brian se puso al borde de la cama, apoyando un pie en el suelo y la rodilla en la cama. Pegó un suave tirón a Theresa para que se incorporara. Ella se quedó de rodillas, con los brazos alrededor del cuello de Brian, el cual puso las manos sobre sus nalgas. La besó brevemente y luego frotó la punta de su nariz con la suya.

– Es un sueño estar contigo otra vez. Vamos a salir de aquí antes de que cambie de opinión.

Estaban paseando cogidos de la mano por Broadway Mall, una calle céntrica de Fargo, cuando los dos se pararon de repente y se miraron de arriba abajo, estallando en carcajadas a continuación.

– Llevas…

– ¿Te has dado cuenta de que…? -dijeron a la vez, riéndose de nuevo.

Los dos llevaban pantalones blancos, y el tono azul celeste de la blusa de Theresa era muy parecido al del jersey de Brian. Theresa calzaba unas zapatillas deportivas blancas y Brian unos zapatos de piel del mismo color.

– Si nos hemos vestido para complacernos, creo que hemos hecho un buen trabajo -dijo Brian sonriente-. Me gusta tu blusa.

Volvieron a reírse, cogiéndose de la mano al proseguir su paseo por la alameda que unía la Gran Avenida con la Segunda. En su extremo sur, se pararon a contemplar la escultura de Luis Jiménez, que representaba a un campesino tras un arado de dos bueyes. Deambulando hacia el otro extremo, se dieron cuenta de que la forma curva de la alameda evocaba la del río Rojo, y de que a ambos lados de la calle había bloques esculpidos de granito, que representaban las ciudades que flanqueaban al gran río en su curso a lo largo de Dakota del Norte.

Al pasar delante del viejo Broadway Café, se asomaron y decidieron hacer una parada en el famoso lugar. El suelo antiguo de madera crujió cuando la camarera les llevó dos platos de solomillo grueso y jugoso con guarnición de patatas, zanahorias y pimientos.

– No has dicho una sola palabra sobre tus padres -dijo Brian, observándola fijamente-. ¿Cómo reaccionaron cuando les dijiste que pasarías las vacaciones conmigo?

Theresa notó la seriedad de Brian y decidió contarle la verdad.

– Mamá pensó lo peor. No fue una escena muy agradable.

Theresa bajó la vista hacia su plato y empezó a juguetear con un trozo de carne.

Bajo la mesa, Brian rozó con su pierna la de Theresa para confortarla y detuvo la mano que jugueteaba con el tenedor. Theresa levantó la vista hacia él.

– Lo siento.

– No lo sientas -contestó Theresa, acariciándole la mano-. A causa de la discusión ocurrió algo magnífico. ¿Querrás creer que mi padre se enfrentó con mi madre?

– ¿Willard? -preguntó Brian sorprendido.

– Willard -confirmó Theresa-. Le dijo a mamá que se callara de una vez y…

A Theresa le costaba mucho trabajo disimular la satisfacción.

– Y se la llevó a su cuarto, dio un portazo y, cuando volví a verles, estaban como dos tortolitos. Ese fue el final de la discusión.

– ¡Aleluya! -exclamó Brian alzando los brazos.

Todavía estaban riéndose del asunto cuando regresaron por la alameda. En el extremo norte del paseo descubrieron un cine en el que ponían El Banco, una película muy antigua de Charlie Chaplin.

– ¿Te gustan las películas mudas? -preguntó Brian esperanzado.

– Me encantan.

– ¿Qué te parece si venimos a ver a Charlot esta noche?

– Me parece una idea genial.

– Entonces ya está decidido.

Brian le dio un apretón en la mano y luego la llevó al otro lado del paseo, por donde deambularon mirando los escaparates. En una tienda había un maniquí con un traje de novia y, sin darse cuenta, Theresa se detuvo y se quedó contemplándolo. La vista del vestido blanco y el velo, símbolos de pureza, le hicieron pensar en la noche que se acercaba, en la decisión que debería tomar. Pensó en la posibilidad de conocer otros hombres en su vida, en lo que pensarían si no era virgen, pero le resultó imposible imaginarse a sí misma haciendo el amor con alguien que no fuera Brian.

Mientras Theresa miraba el traje de novia, pasaron dos jóvenes. Brian vio cómo se quedaban mirando los senos de Theresa descaradamente, sin disimular su fascinación, y en el primer momento se sintió irritado. Luego observó los senos como lo haría un extraño y sin poderlo evitar, se sintió levemente avergonzado. De inmediato, la vergüenza fue sustituida por un sentimiento de culpabilidad. Pero, al proseguir el paseo, se fijó en las miradas de los hombres que se cruzaron. Sin excepción alguna, bajaron la vista hacia los senos de Theresa.

«Brian, eres un hipócrita», pensó, avergonzado, así que puso un brazo alrededor del cuello de Theresa y la mantuvo apoyada contra su cuerpo durante el resto del paseo. Al llegar al coche, le dio un tierno beso a modo de disculpa. Cuando Theresa abrió los ojos, éstos tenían una expresión soñadora y, por un momento, Brian se sintió pequeño y mezquino. Se daba cuenta del daño que le habría hecho si hubiera notado que se había sentido avergonzado de sus generosas proporciones. Brian deslizó un dedo siguiendo el contorno de sus labios.

– ¿Qué te parece si nos apartamos de la gente un rato?

– Creía que no lo ibas a preguntar nunca.

Brian sonrió, la dio un beso en la nariz y abrió la puerta del coche. Cruzaron el río y llegaron a Moorhead, cogiendo la autopista que se dirigía hacia el este. Luego la dejaron para deambular por carreteras comarcales, entre prados, campos amarillos y lagunas. La primavera estallaba por todas partes. Se podía sentir en la calidez del sol, en el olor a tierra mojada, en el alegre canto de los pájaros…

Descubrieron unos parajes de vegetación exuberante al llegar al río Buffalo por una carretera de gravilla. Brian detuvo el coche.

– Vamos a dar un paseo -propuso.

Theresa le dio la mano alegremente, dejándose conducir por los bosques. Vagaron sin rumbo fijo, siempre cerca de la orilla del río. Todo despedía aroma a fecundidad, a frescura, Brian saltó encima de un árbol caído que atravesaba el río y luego ayudó a subir a Theresa. Recorrieron el tronco hasta su punto más alto y contemplaron el agua que se deslizaba a sus pies. Desde atrás, Theresa posó con suavidad las manos en las caderas de Brian, que permaneció inmóvil, absorto. Luego Theresa apoyó la cara y el pecho contra la dura espalda de Brian, que así pudo percibir los pausados latidos de su corazón. Él le acarició los brazos, cálidos por los rayos de sol, y dejó escapar un suspiro echando la cabeza hacia atrás, sin hablar. Theresa le dio un beso en la espalda. Era suficiente.