En un calendario, Theresa enumeró los días que faltaban para que llegara el 24 de junio y, como seguía sin decidirse respecto a la operación, cada vez estaba más irritable.
Llegó mayo, con su tiempo cálido, y los niños se volvieron incontrolables en el colegio. Estaban tan inquietos que apenas podía contenerlos en la clase.
La primavera era la estación de los conciertos, y Theresa estuvo muy ocupada durante las dos últimas semanas de clase, tiempo en el que se hacían meriendas para los padres de los alumnos y festivales en los que actuaban los coros y la orquesta del colegio. Después de las horas de clase tenían que hacer reuniones para organizar los programas. Era una época de actividad febril y triste al mismo tiempo. A Theresa le daba mucha pena tener que despedirse de algunos de los alumnos de sexto grado que ya no estarían en el colegio al año siguiente.
Tres de éstos se enteraron de algún modo del día en que cumplía los veintiséis años y le llevaron una tarta a la clase dicho día. La tensión de las semanas pasadas se desvaneció a la vez que Theresa sentía el corazón rebosante de afecto por sus alumnos.
Y su alegría aumentó cuando llegó a su casa y encontró flores y una nota de Brian: Con amor, hasta el 24 de junio, cuando te lo pueda decir en los labios. Las flores rompieron la rutina de la familia. Amy se quedó asombrada y un poco celosa tal vez. Margaret insistió en ponerlas en el centro de la mesa donde comían, a pesar de que era imposible ver algo entre las hermosas rosas rojas. Willard sonreía más de lo acostumbrado y daba palmitas a Theresa en el hombro cada vez que se cruzaban.
– ¿Qué es esto de junio? -le preguntó.
Theresa le dio un beso pero no respondió, pues ni siquiera ella misma sabía qué sucedería en junio. Sobre todo si decidía hacerse la operación.
Aquella noche a las nueve y media sonó el teléfono. Amy contestó, como de costumbre.
– ¡Es para ti, Theresa!
A Amy le brillaban los ojos de la excitación. Nerviosamente, le dio el teléfono a su hermana y exclamó:
– ¡Es él!
A Theresa le palpitaba el corazón de emoción. Desde su estancia en Fargo sólo habían intercambiado cartas. Esa era la primera llamada telefónica. Amy se quedó cerca, observando con vivo interés. Theresa se llevó al oído el teléfono y contestó sin aliento:
– ¿Brian?
– Hola, bonita. Feliz cumpleaños.
Ella se llevó la mano al corazón. ¡Era él, realmente él!
– ¿Me oyes, Theresa?
– ¡Sí… sí! Oh, Brian, las flores son preciosas. Gracias.
Amy seguía a un metro escaso de distancia.
– Perdona un momento, Brian.
Theresa bajó el teléfono y lanzó una mirada penetrante a su hermana. Amy hizo una mueca de disgusto, se encogió de hombros y se fue de mala gana a su cuarto.
– Ya estoy aquí, Brian. Tenía que librarme de un estorbo.
Las risas sonoras de Brian llegaron a su oído, y Theresa le imaginó con sus ojos verdes brillando de contento.
– ¿La niña?
– Exactamente.
– Estoy imaginándote en la cocina, apoyada en el mueble y Amy pegada a tu lado, toda oídos. He vivido de recuerdos como ése desde que te vi por última vez.
Los diálogos amorosos eran algo extraño para Theresa. Reaccionó ruborizándose, sintiendo que un calor intenso recorría todo su cuerpo.
– Oh, Brian… -murmuró, y cerró los ojos, imaginándose su rostro de nuevo.
– Te echo mucho de menos.
– Yo a ti también.
– Desearía estar allí contigo. Te llevaría a cenar y luego a bailar.
El recuerdo de estar envuelta en sus brazos hizo que el cuerpo le doliera de ansiedad de verle otra vez.
– Brian, nunca me había enviado flores nadie.
– Eso demuestra que el mundo está lleno de tontos.
Ella sonrió, cerró los ojos y apoyó la frente contra las frías baldosas de la pared.
– Tus dientes son como estrellas… -Brian se quedó en silencio, a la vez que la sonrisa de Theresa se hacía más ancha.
– Sí, conozco el chiste… salen cada noche.
– Y tus cabellos son como rayos de luna -añadió Brian, continuando la broma.
– ¡Oh! Eso no lo había oído nunca.
Estallaron en carcajadas al unísono. Luego Brian adoptó un tono grave una vez más.
– ¿Qué estabas haciendo cuando te llamé?
– Estaba en mi dormitorio, escribiéndote una carta para darte las gracias por las flores.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Reinó el silencio durante un buen rato. Cuando Brian habló, lo hizo con voz ronca, levemente teñida por el dolor.
– Theresa, te echo de menos. Quiero estar contigo.
– Ya no falta mucho tiempo…
– A mí me parecen seis años más que seis semanas.
– Lo sé, pero para entonces ya habré acabado las clases y podremos estar juntos mucho tiempo, todo el tiempo del mundo… si tú quieres.
– ¿Que si quiero? -Después de una pausa, añadió en tono profundo-: Desearía que pudieras sentir lo que le está pasando ahora mismo a mi corazón.
– Creo que lo sé. Al mío le está pasando lo mismo. Me siento como… como si hubiera estado corriendo dos horas… es como si tuviera un motor en el corazón.
– Ahí quiero estar, en tu corazón -dijo con voz bastante agitada.
– Oh, Brian, lo estás -replicó ella entrecortadamente.
– Theresa, ahora me arrepiento de no haber llegado hasta el final contigo en Fargo. Pero, cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.
Hubo un largo silencio. Theresa cerró los ojos y se llevó una mano al pecho, haciendo leves movimientos con los dedos. Sintió escalofríos. De repente se acordó de la operación y abrió la boca para preguntar a Brian qué pensaría si al regresar la encontraba con unos senos de tamaño normal, pero qué tal vez no respondieran a los estímulos físicos. Pero él se adelantó.
– Theresa -dijo con voz desolada-. Tengo que irme ya. Acaba la carta y cuéntame todo lo que estás sintiendo ahora mismo, ¿de acuerdo, bonita? Nos veremos dentro de seis semanas. De momento, ahí va un beso. Ponlo dónde quieras -hizo una breve pausa y concluyó emocionadamente-: Adiós, Theresa.
– ¡Brian, espera!
– Sigo aquí…
– Brian, yo…
– Lo sé, Theresa. Yo siento lo mismo.
Debería haber sabido que era un hombre de los que colgaba sin avisar.
«Cuando vuelva, lo haré. Quiero que lo sepas.» Las palabras de Brian resonaron en su corazón durante los días siguientes, a la vez que ella continuaba sopesando la posibilidad de operarse. Tuvo una conversación con el Doctor Schaum, el cual le dijo que el momento era perfecto, justo al comenzar las vacaciones de verano, en época de menos tensiones y contacto social… ambas cosas deseables. También se había enterado de que no tendría que pagar nada por la operación, debido al diagnóstico del médico, que establecía que el tamaño de sus pechos podría causarle graves trastornos de espalda con el tiempo.
Había recibido un folletín del doctor que explicaba el procedimiento de la operación. Las molestias que se podían esperar eran mínimas, pero esto era la última preocupación de Theresa. Ni tampoco le preocupaba especialmente la idea de renunciar a dar de mamar a sus hijos… los niños le parecían algo muy lejano. Pero la posibilidad de perder la sensibilidad de una parte tan especial de ella misma le producía malestar, sobre todo cuando recordaba los labios de Brian y la maravilla de su propia reacción femenina.
Y debía tomar una decisión cuanto antes. Faltaban dos semanas para las vacaciones, y cinco para que Brian volviera. La idea de recibirle con una camisa de verano seductora le dio nuevos ánimos… ¡qué increíble poder elegir el tamaño de senos que prefiriese! La idea la seducía, pero le daba pánico.
Una semana antes de las vacaciones tomó la decisión. Cuando se lo contó a sus padres, el rostro de Margaret registró inmediatamente asombro y desaprobación por partes iguales. El de su padre expresó pena, quizás porque el cuerpo que había legado a su hija no hubiera resultado el adecuado.