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– Oh, maldita sea. Bueno, no queda mal del todo.

– Amy, cuidado con lo que dices -le advirtió su madre, añadiendo a continuación-: La tarta está perfecta, así que quiero que te olvides de ella.

Afuera, Willard estaba arreglando el seto con una tijera de podar. Daba un corte aquí y otro allá, aunque realmente no había una sola hoja fuera de lugar. De vez en cuando se llevaba una mano a la frente y oteaba la calle. Las ventanas de la cocina estaban abiertas de par en par sobre su cabeza. Miró su reloj y luego gritó:

– ¿Qué hora es, Margaret? Creo que se me ha parado el reloj.

– Son las seis menos cuarto, y a tu reloj no le pasa nada, Willard. Funcionaba hace siete minutos, cuando preguntaste la hora otra vez.

En su cuarto, Theresa se dio los últimos retoques de maquillaje. Se puso un par de sandalias blancas de finas tiras, sin tacón, y observó con ojo crítico la pintura que se había puesto en las uñas de los pies… era la primera vez que se las pintaba. Se pasó una mano por el muslo, sobre los ajustados vaqueros blancos que estrenaba, y se observó en el espejo mientras se alisaba su blusa verde favorita. Sonrió satisfecha y se puso la cadena de oro con el corazón. Se adornó la muñeca con una sencilla pulsera y por último se puso unos pendientes pequeños, también de oro. Estaba cogiendo el perfume cuando oyó gritar a su padre desde la otra puerta de la casa.

– Creo que son ellos. Es una furgoneta, pero no puedo distinguir de qué color es.

Theresa se llevó una mano al corazón. Todavía no se había acostumbrado a la nueva proporción de sus senos. Volvió a mirarse en el espejo con ojos inquietos. «¿Qué pasará cuando me vea?», se dijo.

– ¡Sí, son ellos! -exclamó su padre.

– ¡Theresa, corre, están aquí! -gritó Amy.

Theresa sintió una punzada de nervios en el estómago y debilidad en las rodillas. Salió corriendo a través de la casa y cerró de un portazo la puerta trasera del jardín. Luego esperó detrás de los demás, observando cómo aparcaba la furgoneta de color canela. Jeff tenía la cabeza asomada por la ventanilla y les saludaba alegremente. Theresa tenía los ojos clavados en el otro lado de la Chevrolet, esforzándose en vislumbrar el rostro del conductor. Pero el cristal de la ventanilla sólo reflejaba el cielo azul y las ramas verdes de los olmos.

La furgoneta paró y Jeff abrió la puerta de golpe. Abrazó a la primera persona que encontró en su camino, Amy, alzándola por los aires alegremente antes de hacer otro tanto con Margaret, la cual vociferó exigiendo ser dejada en el suelo, aunque no pensaba ni una sola de las palabras que dijo. Con su padre intercambió un fuerte abrazo, y Theresa fue la siguiente. Se vio elevada por los aires antes de que tuviera tiempo de decir a su hermano que no lo hiciera. Pero la leve punzada de dolor que sintió valió la pena.

Mientras ocurría todo esto, Theresa era consciente de que Brian había bajado de la furgoneta, se había quitado unas gafas de sol y estaba estirando los músculos. Había dado la vuelta al vehículo para observar los saludos, y tomar parte en los mismos a continuación. Theresa observó los vaqueros desteñidos que llevaba, la camisa medio desabrochada que dejaba al descubierto su pecho, el pelo oscuro, corto como de costumbre, los ojos verdes, que sonrieron cuando Amy le dio un sonoro beso en la mejilla, Margaret un abrazo maternal, y Willard un apretón de manos y una cariñosa palmada en el hombro.

Ya sólo faltaba Theresa, cuyo corazón palpitaba alocadamente. Él estaba allí, tan atractivo como siempre; y su presencia la hacía sentir impaciencia, nervios, optimismo…

Sólo los separaba dos metros escasos y se quedaron parados, mirándose fijamente.

– Hola -dijo Brian.

– Hola -contestó ella con voz insegura y temblorosa.

Eran los dos únicos que no se habían abrazado. Los labios temblorosos de Theresa estaban ligeramente entreabiertos; los de Brian esbozaron una lenta sonrisa. Él extendió las manos hacia ella, que apoyó a su vez las suyas sobre las mismas, observando aquellos ojos verdes que en las últimas Navidades tan cuidadosamente evitaron descender hacia sus senos. En esta ocasión, cuando miraron hacia abajo, se abrieron de sorpresa.

Su mirada perpleja regresó rápidamente a sus ojos, y Theresa, como de costumbre, comenzó a ruborizarse.

– ¿Cómo estás? -dijo Theresa, y la pregunta sonó trivial hasta a sus propios oídos.

– Bien.

Brian soltó las manos de Theresa y se echó hacia atrás, poniéndose de nuevo las gafas de sol. Theresa se sintió observada por sus ojos, ocultos tras los cristales oscuros.

– ¿Y tú? -añadió Brian.

Estaban hablando maquinalmente, comportándose con mucha timidez de repente. Ambos intentaban en vano recobrar la calma.

– Como siempre.

Nada más pronunciar las palabras, Theresa se arrepintió de haberlas elegido. No era en absoluto la misma.

– ¿Qué tal el viaje?

– Bien, pero cansado. Lo hemos hecho de un tirón.

Los demás se habían adelantado, así que iban andando solos. Aunque Brian iba ligeramente detrás de Theresa, ésta podía sentir su mirada ardiente abrazándola. Pero seguía sin saber el efecto que le había producido. ¿Le habría gustado el cambio? Indudablemente le había dejado perplejo, pero aparte de esto sólo podía hacer suposiciones.

Adentro, la casa seguía tan ruidosa como siempre. Jeff estaba en el centro de la cocina con los brazos extendidos imitando el grito de Tarzán; mientras, en algún lugar del otro extremo de la casa sonaba un rock de los Stray Cats y en el salón los coros armoniosos de los Gatline. Margaret estaba metiendo algo en el horno cuando Jeff la rodeó con sus brazos por detrás, haciéndole cosquillas con la barbilla en el hombro. Margaret comenzó a soltar chillidos y a reírse alegremente.

– Demonios, mamá, eso huele a podrido. Deben ser mis cerdos-entre-sábanas.

– ¡Mira el niñito; decir que mis rollos de col huelen a podrido!

Levantó la tapa de una cazuela humeante y Jeff aprovechó para probar el contenido.

– ¿No te han enseñado modales en las Fuerzas Aéreas? ¡Lávate las manos antes de venir a picar!

Jeff ladeó la cabeza para guiñar el ojo a Brian.

– Creía que al recoger la cartilla de licenciados se acabarían las órdenes de los mandos para nosotros, pero según parece estaba equivocado.

Dio a su madre una palmadita en el trasero.

– Pero me da la sensación de que este mando es todo boquilla.

Margaret se volvió para intentar asestar un cucharazo en la mano a su hijo, pero falló el golpe.

– ¡Pesado, déjame tranquila de una vez! No creas que porque seas un grandullón no voy a atreverme a coger la vara si es preciso.

Pero Jeff ya se había puesto fuera de su alcance. Miraba con ojos traviesos el pastel, y dio un silbido de admiración parecido al que se daría al ver pasar una mujer atractiva.

– Fíjate, Brian. Parece que alguien ha estado ocupado.

– Amy -dijo Willard orgullosamente.

Amy sonrió de oreja a oreja, sin importarle enseñar su aparato dental.

– Lo malo es la inclinación a estribor -se lamentó, y Jeff le dio un cariñoso apretón en el hombro.

– No te preocupes, no estará inclinado por mucho tiempo. Yo diría que veinte minutos como mucho.

Entonces pareció ocurrírsele una idea.

– ¿Es de chocolate?

– Sí.

– Entonces menos de veinte minutos. ¡Chsss! No se lo digas a mamá.

Cogió un cuchillo y cortó un trocito del piso alto de la tarta, comiéndoselo antes de que nadie pudiera detenerlo.