– En absoluto.
– Díselo entonces. Quiero estar a solas contigo. ¿Se te ocurre algún sitio?
– Hay un parque a dos manzanas de aquí.
– Estupendo.
Mientras caminaban por la acera, de la mano, no dijeron una sola palabra más.
– Hola, Theresa -gritó una mujer que estaba sentada en la entrada de su casa.
– Hola, señora Anderson -dijo alzando su mano libre en ademán de saludo y explicando seguidamente-: Solía cuidar a los niños de los Anderson cuando tenía la edad de Amy.
Brian no podía parar de pensar en el asunto. Echaba una mirada furtiva a los senos de Theresa siempre que tenía ocasión, preguntándose qué secretos ocultaría su ropa, las cosas por las que habría tenido que pasar, si tendría molestias… Pero, sobre todo, se preguntaba por qué no había confiado en él lo suficiente para contárselo.
Una vez en el parque, Brian se detuvo a la sombra de un roble, volviendo a Theresa hacia él.
Ella levantó la vista hacia sus ojos, pero se topó con las gafas de sol.
– Todavía llevas las gafas puestas.
Sin decir palabra, Brian se las quitó.
– Creo que estás un poco enfadado conmigo, ¿verdad? -dijo con voz algo temblorosa.
– Verdad -reconoció él-, ¿pero no podemos dejar ese asunto para luego?
Brian apretó con sus fuertes manos los hombros de Theresa, atrayéndola hacia sí. A ella le latía alocadamente el corazón. Se pegó a Brian, procurando contestar de este modo a su pregunta.
«¿Era esa la mujer que recordaba?»
Brian abrió levemente los labios antes de besarla. Los de Theresa aguardaban expectantes. Entonces, cuando sus bocas se fundieron, Theresa se vio embargada por una sobrecogedora sensación de alivio. Lo que ya habían encontrado el uno en el otro dos veces con anterioridad, seguía estando allí, tan atrayente como siempre y aumentando por el tiempo de la separación.
La boca de Brian poseía la calidez de junio. Además, a Theresa siempre le parecía que Brian sabía a verano, a todas las cosas que amaba… a flores, música, tierra mojada… Theresa recordó el aroma de algo que se ponía en la cabeza, pero Brian se había pasado nueve horas metido en la furgoneta, y ahora su ropa arrugada por el viaje despedía un olor que desconocía… el olor de Brian Scanlon, masculino, atrayente, intenso, un poco agrio, pero todo virilidad.
El beso fue tan ardiente como algunas de las canciones de rock que le había oído cantar, una vertiginosa sucesión de caricias, apretones y movimientos de cabeza que le produjo escalofríos. Theresa puso en el beso todos sus sentimientos, igualando la pasión de Brian. Ella apreció vagamente una diferencia en la sensación de sus senos aplastados contra el pecho de Brian… su pequeñez, la nueva tirantez de los mismos, la capacidad de abrazarla más plenamente…
– Theresa… -le dijo al oído-, tenía que hacer esto primero…
– ¿Primero?
– Me da la sensación de que tenemos que hablar de algo, ¿no crees?
– Sí -contestó bajando la vista, comenzando a ruborizarse.
– Vamos.
Cogiéndola de la mano, se dirigió hacia una zona cercana donde había unos columpios solitarios, los mismos que durante el día hacían las delicias de los escandalosos niños del barrio. Un tobogán proyectaba su sombra en la hierba. En el cielo surgían las primeras estrellas. Brian soltó la mano de Theresa y se sentó en un banco; ella se puso a su lado.
– Entonces… -comenzó Brian, dejando escapar un suspiro y apoyando los codos sobre los muslos-. Ha habido algunos cambios.
– Sí.
Brian se quedó callado durante algunos momentos, soltando a continuación una exclamación de impaciencia.
– ¡Demonios! -estalló por fin-. No sé qué decir, por dónde comenzar…
– Yo tampoco.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella se encogió de hombros de un modo muy infantil para ser una mujer de veintiséis años.
– Me daba miedo. Y… yo no sabía qué… bueno, nosotros no…
– ¿Estás intentando decirme que no sabías cuáles eran mis intenciones?
– Sí, supongo que sí.
– ¿Después de lo que compartimos en Fargo, de nuestras cartas, y dudaste de mis intenciones?
– No, no dudé. Sencillamente pensé que no llevábamos juntos el tiempo suficiente para poder considerar seria nuestra relación.
«Ni siquiera estaba segura de que vendrías…», añadió para sí.
– Para mí, Theresa, no cuenta la cantidad de tiempo, sino su intensidad, y nuestro fin de semana en Fargo para mí fue muy intenso. Creía que a ti te había pasado lo mismo…
– Y así es, pero… pero, Brian, sólo hemos… bueno, ya sabes lo que quiero decir. Entre nosotros no hay ningún compromiso, tú…
Theresa no acabó la frase. Era la conversación más difícil que había tenido en su vida.
De repente Brian se puso de pie, dio unos cuantos pasos y se volvió hacia ella.
– ¿No confiabas en mí lo suficiente para decírmelo, Theresa?
– Quería hacerlo, pero me daba miedo.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Quizás pensaste que era un maniaco sexual que sólo iba detrás de tus senos enormes? ¿Es eso? ¿Pensaste que si me decías que ya no los tenías dejarías de interesarme?
Theresa estaba horrorizada. Nunca se le había ocurrido la idea de que él pudiera considerar semejante posibilidad. Las lágrimas inundaron sus ojos.
– No, Brian, yo nunca he pensado esas cosas, ¡nunca!
– Entonces, ¿por qué diablos no has confiado en mí? ¿Por qué no me dijiste lo que planeabas hacer, dándome tiempo para hacerme a la idea? ¡Por todos los demonios! ¿Sabes la sorpresa que me llevé cuando te vi?
– Sabía que te sorprenderías, pero pensé que sería una sorpresa agradable para ti.
– Lo sé, lo fue… Pero, santo cielo, Theresa, ¿sabes cómo han sido los últimos seis meses de mi vida? ¿Sabes cuántas noches me he quedado despierto en la cama pensando en tu… problema, pensando la manera de liberarte de tus inhibiciones, diciéndome que debía ser el amante más paciente del mundo cuando hiciéramos el amor por primera vez para no causarte ningún temor ni agravar tus complejos? Quizás no hayamos tenido tiempo de compartir muchas cosas, pero hubo algo muy íntimo entre nosotros, nos confiamos nuestros sentimientos más profundos, y pienso que eso me daba derecho a tomar parte en tu decisión, a compartirla. Pero ni siquiera me diste la oportunidad.
– ¡Espera un momento! -exclamó Theresa levantándose de repente-. No tienes ningún derecho a exigirme nada, ningún derecho a…
– ¡Claro que lo tengo!
– ¡Mentira!
Theresa no se había peleado con nadie en su vida y se sorprendió a sí misma.
– ¡Verdad! ¡Te quiero, maldita sea!
– Bonita manera de decírmelo, ¡vociferando como un loco! ¿Cómo iba a saberlo?
– Acababa todas mis cartas diciéndotelo, ¿no es así?
– Bueno, sí… pero eso sólo es un modo típico de acabar una carta.
– ¿Sólo lo tomabas por lo que acabas de decir?
– ¡No!
– Entonces, si sabías que te quería, ¿por qué no confiaste en mí? ¿No te has parado a pensar que hubiera podido ser algo que me habría encantado compartir contigo? ¿Algo que me habría sentido orgulloso de compartir? Pero no me diste la oportunidad, tomando la decisión sin decirme una sola palabra.
– Me duele tu actitud, Brian. Es… es posesiva y demuestra tu desconocimiento de mi problema.
– ¿Mi desconocimiento? ¿Quién tiene la culpa de eso, tú o yo? Si te hubieras tomado la molestia de informarme, ahora no estaría tan desquiciado.
– Lo discutí con gente que no perdió los nervios, como tú ahora. Una psicóloga del colegio, una mujer que se había hecho la operación, y el cirujano que después me operaría. Ellos me dieron el apoyo emocional que necesitaba.
Brian se sentía muy dolido. Ahora que sabía que Theresa había acudido a otras personas antes que a él, insinuando que la habían ayudado más de lo que habría hecho él, se sentía incomprendido. Había sacrificado muchas horas de sueño durante los últimos seis meses pensando en el mejor modo de solucionar los problemas de Theresa. Y ahora, al encontrarse que ya no había nada que resolver, se sentía engañado. ¡Ni siquiera sabía cuánto tiempo debía esperar para hacer el amor con ella! ¡Y, demonios, cómo lo deseaba!